Capítulo 6

¿Qué la despertó esa noche a las 3.13? No había truenos ni lluvia en el tejado. Todo estaba en silencio cuando se incorporó en la cama, con las rodillas contra el pecho. Sabía que la había despertado un ruido fuerte, algún golpe. Parecía venir del sótano.

«David está en la casa —pensó—. Busca algo. Pronto subirá aquí. Girará el pomo de la puerta del sótano y entrará en la cocina con los pies fríos y mojados. Dejará huellas húmedas en la alfombra cuando cruce el pasillo. Quiere volver a la cama. Está muy, muy cansado. Quiere meterse bajo las mantas y calentarse las manos».

—Basta.

Sarah encendió la lámpara de noche. Tenía que dejar de asustarse con esas visiones enfermizas. David no era ningún espíritu morboso. Era un buen hombre, y si su fantasma estaba en la casa, ella debía ir en su busca.

Se levantó y se puso la bata de felpa que colgaba del pilar de la cama. Mientras se anudaba el cinturón, se volvió hacia el pasillo.

No había nada que ver, claro está. Nunca lo había. Cruzó el pasillo y entró en la cocina, encendiendo todas las luces. Los muebles, el papel pintado, las alfombras, todos surgieron de entre las sombras con sus formas habituales. La puerta del jardín estaba cerrada; ahora siempre lo estaba. Eso dejaba sólo la puerta del sótano, que esperaba detrás del lavadero. Cayó en la cuenta de que la noche del funeral, cuando había visto el fantasma de David entrando en la cocina, no se le había ocurrido comprobar el sótano. Se había sentido tan atraída por la puerta del jardín, tan segura de que él estaba al otro lado, que no se había planteado que hubiese bajado al sótano. Ahora, con la mano en la puerta, se preguntó si no debería volver a la cama. Quizá debía meterse bajo las mantas y esperar a la mañana; podía enfrentarse a lo que hubiese en el sótano a la luz del día.

«Tonterías». Si había algo o alguien en su sótano, ella debía saberlo. Respiró hondo, abrió la puerta con decisión y escrutó la oscuridad.

Algo subió a toda prisa la escalera, algo que aullaba. Sarah consiguió retroceder unos pasos antes de que el objeto se le enroscase en las piernas.

—Grace. —Sarah se arrodilló y tomó a la gata en brazos—. ¿Te he dejado aquí abajo?

La gata le saltó de los brazos y se alejó por el pasillo mientras Sarah encendía la luz y bajaba la escalera del sótano. En cuanto vio los muebles, divisó el problema en el extremo opuesto de la habitación. Un bote de cristal, lleno de pinceles, se había caído del estante, rompiéndose contra las baldosas. Se acercó, recogió los pedazos más grandes y los sostuvo con cuidado en la mano. Cuando se volvió hacia la escalera, soltó una exclamación.

David la miraba desde el sofá. Tenía los ojos fijos en ella, los labios entreabiertos. Su rostro estaba más pálido de lo habitual. Sarah tardó dos segundos en comprender que era sólo el autorretrato, apoyado en unos cojines. Nate lo habría dejado ahí fuera, aunque era extraño; creía que ambos lo habían recogido todo. Entonces vio que le sangraba la mano. Al sorprenderse, había estrujado el cristal roto.

—Mierda.

Se acercó al sofá y, con la mano que tenía libre, devolvió el autorretrato a la caja, junto con el cuadro de Helen y las azucenas. Luego volvió arriba, apagó la luz y tiró los cristales rotos a la basura. Inclinada en el fregadero, contempló cómo su sangre se mezclaba con el agua mientras se escurría por el desagüe.