Capítulo 23
El día siguiente, Sarah preparó sus propias donaciones, ropa, libros y música para su necesitado marido. Había reservado ocho cajas de cartón cuando organizó la campaña de recogida, para llevarse la mayor parte de las pertenencias de David a la beneficencia. Ahora las cajas estaban sobre su cama como un nido de polluelos boquiabiertos.
En el vestidor de David, hizo caso omiso de los pantalones y las americanas, las camisas de hilo y las corbatas de seda, todos los pertrechos de su carrera médica. Lo que necesitaba ahora eran camisas de franela, vaqueros y ropa interior de abrigo. Gran parte del vestuario de invierno de David era un homenaje a la tienda L.L. Bean: jerséis de Polartec, chalecos de forro polar, un anorak tratado con teflón. En el fondo del vestidor encontró una parka amarilla de Gore-Tex con pantalones amarillos a juego. Ella se había estremecido al ver ese conjunto, que Helen había enviado como regalo de Navidad; le había parecido la versión gigantesca de un chubasquero con patitos para niño. Pero ahora el color se le antojó un escudo perfecto contra los cazadores. Lo metió en una caja vacía, luego añadió todos los recuerdos de lana de la juventud de David: calcetines, gorras y bufandas, algunas tejidas a mano por su madre. Lamentó que Nate se hubiera llevado el suéter escocés preferido de David, pero lo compensó con un voluminoso jersey nepalés, grueso como una piel de búfalo.
Abajo, en el sótano, empaquetó el material pictórico de David: pinturas, tiza, carbón y una inmensidad de pinceles. Encontró unos lienzos en blanco grapados a sus bastidores; los envolvió en las sudaderas de David y los trasladó a la ranchera. Finalmente, rebuscó entre las herramientas del garaje.
La sierra mecánica sería la primera en irse; ella nunca se atrevería a usarla. La siguió el cortacésped, que le dejaría en préstamo durante unas semanas. En cuanto a la grapadora industrial, tardó unos segundos en decidirse, antes de colocarla junto al soplete. Llenó media caja con llaves inglesas, martillos, tornillos y clavos, papel de lija y masilla. Una indirecta no muy sutil de que la cabaña necesitaba unos arreglos.
Arriba, se detuvo ante los estantes de la sala y planificó una lista de lecturas para el largo invierno de David. La estancia de Dante en el infierno parecía adecuada para un hombre muerto; Thoreau, Ammons y Dickey eran buenos compañeros para el bosque; Thurber iluminaría una oscura noche de invierno y Ruth Rendell siempre era bienvenida. Coronó la montaña de libros con los Poemas completos de Robert Frost, antes de volverse hacia el estéreo.
Sarah eligió los CD como si organizase una cata de vinos: unas gotas de fusión, un toque de blues, un dejo de Osear Peterson. Siguiendo el tema de la naturaleza, eligió la Pastoral de Beethoven, Las Cuatro estaciones de Vivaldi y la Primavera apalache de Copland. Los metió en una caja junto con un reproductor portátil de compactos y se lo llevó todo al coche, felicitándose por su ingenio temático. Pero cuando se detuvo ante la puerta abierta del maletero a admirar las cajas de libros y música, comprendió que no había hecho más que reunir sus propios favoritos. Eso no era una ofrenda a los muertos, sino una colección para pasar su propia estación oscura, sin pensar en David más que de forma tangencial.
La mañana de Acción de Gracias, muy temprano, Sarah regresó por primera vez desde el incidente de David al supermercado Food Lion. Temía hacer la compra en su comercio habitual, Safeway, donde quizás apareciese Margaret y viera el pavo en su carrito. Aquí, en las afueras de la ciudad, no temía que la detectaran; la única cuestión era si el encargado con la identificación patriótica recordaría su cara.
Paseando de pasillo en pasillo, compró montañas de plátanos, manzanas y peras, boniatos, calabacines y brócoli. Hizo acopio de quesos, nueces y bagels, gambas congeladas, carne picada de ternera y un pavo de siete kilos, bastantes sobras para que David se alimentase durante semanas.
Al reunir esos objetos, sintió que daba sustancia a la vida de David. Él era el mero esbozo de un hombre, una página en blanco que ella coloreaba con patatas rojas y judías verdes, calabaza amarilla y nachos de maíz azul, que descargó en el asiento trasero del coche. Mientras conducía por el bosque con su botín comestible, se imaginó como una Santa Claus anticipada, trayendo la Navidad en noviembre y, en la cabaña, David la recibió con la alegría de un niño.
—Esto es fantástico.
Se echó a reír, mientras colocaba las bolsas de fruta encima de las cajas con prendas de borreguillo y lo llevaba todo adentro. Mientras Sarah guardaba los comestibles, David trasladó la ropa y el material de arte a un rincón del dormitorio de invitados.
—Dime qué hago —dijo él después de guardar la última caja.
—Pon un disco de jazz. Y abre una botella de vino.
Incluso antes del mediodía, una copa de Chardonnay era un requisito para cocinar.
Cuando David le tendió la copa, ella le dio una bolsa de manzanas.
—Pélalas, quita el corazón y las cortas a rodajas. Haré un pastel de manzana.
El cuchillo de cocina de David talló largas espirales rojas y blancas que colgaron en tiras de treinta centímetros antes de caer en el cubo de la basura.
—¿Recuerdas nuestro primer día de Acción de Gracias?
—En casa de tus padres.
—Sí. Cuando nos prometimos.
Sarah lo recordaba muy bien. La ciudad universitaria de Vermont con sus boutiques y galerías bordeando un parque de terreno ondulado. La iglesia con su alto campanario blanco, no presbiteriana ni metodista, sino unitaria universalista.
—Recuerdo la iglesia de tu madre y cuando vi tu casa por primera vez.
Nunca antes había visto molduras negras en las ventanas. Había algo en esos rectángulos negros que le recordó a Nathaniel Hawthorne.
—Tu padre no movía el termostato de los diecisiete grados y yo me puse calcetines gruesos y me quedé sentada en una silla junto al fuego.
Sarah no mencionó lo que más recordaba: ante la ventana de la cocina que daba al jardín, miraba a Nate arrojando el Frisbee a Pilgrim, su labrador negro. Habían pasado cuatro semanas desde la fiesta de Halloween y en ese periodo había pensado con frecuencia en el hermano menor de David. En parte, era culpa de David; le contaba muchas historias de Nate, muchos recuerdos de cómo las chicas se arremolinaban a su alrededor, pero nunca le hacían feliz. Nate siempre buscaba algo inexplicable, el hermoso príncipe con su imposible zapato de cristal.
Mientras observaba a Nate desde la ventana, Sarah había intentado definir su atractivo. «Hermoso» no era la palabra apropiada. Tampoco «mono», un adjetivo para perros y ositos de peluche. «Apuesto» no le encajaría hasta pasadas unas décadas. Quizás «encantador» era el mejor término. Nate tenía un rostro que inspiraba amor, el rostro de Helen.
Cuando Nate entró, tenía las mejillas encendidas.
—Tu pelo —había dicho a Sarah—. Está mucho mejor sin la raya.
—Y el tuyo está mejor sin la gomina.
Le gustó ser capaz de hablar con él sin que le temblara la voz, poder deslizar la mano por la cintura de David y mirar a Nate con algo similar al desafío. Se dijo que su fascinación por este universitario de ojos vivos era puramente estética, aunque no logró reprimir un dolor en el pecho siempre que él la miraba.
La noche de Acción de Gracias, cuando ella y David estaban sentados frente a Nate, con los padres a ambos extremos de la mesa, el dolor le había aplastado los pulmones como una neumonía. Cuando la familia alzó las copas para brindar por la fiesta, David había anunciado su compromiso, lo que hizo que Helen se levantase de la mesa y corriera hacia Sarah con los brazos extendidos. A continuación vino el padre de David y finalmente Nate, que retiró su silla despacio y se acercó a un lado. Con una mano en el cabello y otra en la nuca de Sarah, la abrazó contra su cálido cuerpo. Cuando se apartó, fue como la desconexión de una corriente eléctrica.
Ahora, mientras Sarah miraba por la ventana de la cocina, esos recuerdos se le antojaron vinculados a otra vida. La cara de Nate había cambiado en la última década. Dos años en la escuela de negocios y diez en Wall Street le habían arrebatado la expresión de vulnerabilidad. Ahora era más refinado, una pulida piedra resplandeciente, y Sarah se preguntó si ella podría haberle ahorrado ese endurecimiento, si la mujer adecuada habría suavizado sus aristas.
Sarah tendió a David una bolsa de boniatos.
—Oye, pela esto.
Cuando ambos se sentaron a cenar, la comida era tan excesiva que rayaba en lo grotesco: el pavo con la jugosidad perfecta, la melaza supurando de los boniatos como un moho de siete días. Sarah imaginó a las familias más pobres de Jackson abriendo sus latas, cortando la salsa de arándanos en rodajas gruesas como un disco de hockey.
—¿Tenemos que decir qué es lo que agradecemos? —preguntó David.
Sarah llevaba tres años sin sentirse agradecida por nada.
—Doy gracias por tus pinturas —dijo— y por como cocina Margaret.
David se echó a reír.
—Me parece muy bien.
—¿Y tú? —preguntó Sarah.
—Agradezco que no me hayas dejado tirado.
—Todavía no.
Sarah vertió un río de jugo de carne en su plato, luego se quedó mirando la comida, preguntándose por qué se mantenía tan distante de su marido.
—Hay algo más —dijo ella, pasado un momento—. Agradezco que se me haya dado esta segunda oportunidad de estar contigo un poco más.
Después de decirlo se sintió aliviada, como si el glaciar de su pecho empezara a fundirse. Miró a David a la cara y vio que le sonreía como antes, del modo en que ambos se habían sonreído los primeros años de su matrimonio, cuando eran capaces de mirarse y sentir… ¿Qué era? deleite. Sarah alargó el brazo por encima de la mesa y posó, unos instantes, su cálida palma en la mano de David.
Luego alzó el tenedor.
—Comamos.
Después de la comida, David cortó el pavo a rodajas hasta dejarlo en los huesos, separando la carne blanca de la oscura y envolviéndolo todo en plástico. Con una servilleta de papel limpió la espoleta, el hueso de la clavícula, antes de ofrecer un extremo a Sarah, que la rompió de un tirón. Al mirar el largo pedazo de hueso roto, advirtió que automáticamente había deseado lo mismo que los últimos cinco años, el único deseo prodigado en cada moneda arrojada a una fuente, en cada pestaña que soplaba en sus manos. Había deseado un hijo.
—Tengo una petición —dijo David.
—¿Cuál?
—¿Posarás para mí? Me gustaría pintarte.
Sarah se estremeció. No posaba para David desde los primeros años de su matrimonio, y se preguntó si no sería mejor así. Quizá debía quedarse con la visión idealizada del desnudo al carbón, tan nostálgica y dócil. ¿Qué vería él ahora, si la miraba demasiado tiempo?
—¿En qué has pensado?
David echó un vistazo a la habitación.
—¿Por qué no te sientas en la mecedora, junto al fuego?
Ella obedeció, cruzando las manos en el regazo.
—Mira al fuego —indicó él, y Sarah volvió la cabeza a las llamas. Dentro de los carbones, oyó el sisear de cien gatos.
—Está demasiado oscuro —dijo David—. ¿Puedes ponerte delante de la ventana?
—¿Cuál?
David no estaba seguro. Sarah fue de ventana en ventana, mirando al norte, al este, al sur. Una vista era demasiado sombría, la otra demasiado clara. Los cuarterones de las puertas que llevaban a la terraza le proyectaban sombras en la cara.
—¿Te importaría entrar en el dormitorio?
Sarah siguió la mano de David, que señalaba, pasillo abajo, la habitación que daba al río. Allí, la ventana tenía unas finas cortinas de encaje que llegaban hasta el suelo y filtraban la luz del atardecer. Cuando se dirigió a la ventana, alzó un brazo y retiró el encaje como si apartara el cabello de los ojos de un niño. Más allá de la alta hierba, divisó una bandada de barnaclas canadienses que nadaban junto al embarcadero.
—Eso es perfecto. No te muevas.
—No podré mantener el brazo en alto mucho tiempo.
—Dibujaré primero el brazo.
Fue a buscar el cuaderno de dibujo a la sala, así como una silla y un bote de lápices y carbón. Desplegó el material al pie de la cama, apoyó el cuaderno en la rodilla y luego observó a Sarah largo tiempo sin alzar el lápiz.
—Tengo una petición más.
—Dime.
—El suéter no queda bien; es demasiado grueso. ¿Te importaría ponerte el camisón y la bata?
Señaló el rincón opuesto, donde la maleta de Sarah estaba abierta en una silla, el camisón plegado en lo alto, la bata debajo.
Hacía años que no se ponía ese camisón de algodón blanco; el cuello de nomeolvides parecía demasiado infantil. Tampoco había llevado la bata de seda blanca que David le había comprado diez años antes por Navidad. Era un vestigio de sus primeros tiempos de casados, cuando a ella aún le importaba estar guapa. Últimamente, le había importado más la factura de la tintorería.
¿Entonces por qué los había puesto en la maleta para esta visita, si no como un acto de contrición? Una disculpa por todos los meses que había andado por la casa en camiseta y ropa interior, envuelta en un grueso albornoz verde de hombre. Abrigaba, había explicado siempre que David daba un respingo al verlo. Era suave, era cómodo, podía lavarlo a máquina. Pero estas últimas semanas había comprendido el infame mensaje del albornoz, la indolente bandera de la rendición del ama de casa.
Qué extraño le resultaba desnudarse delante de David. Él había visto tantos cuerpos de mujer: jóvenes, universitarias de muslos firmes, pintalabios de cereza y uñas pintadas de los pies. Variaciones de ella misma, veinte años atrás. Ahora, mientras se cubría la piel con seda blanca, sintió que se volvía insustancial, el pálido contrapunto de su espectral marido.
Cuando regresó a la ventana, el sol se ponía a su derecha. Llevaba la bata sin atar y, al apartar la cortina, el sol le cayó en la garganta con una luz naranja que no emitía calor. La habitación estaba fría sin un fuego cerca y sintió melancolía al mirar el río, sola y en camisón. David estaba tan callado que ella no sabía si moverse; temió que, si miraba hacia atrás, él se fundiría en las paredes.
Tras diez minutos de alzar el brazo, moverlo y volverlo a levantar, David le dijo que podía bajarlo. Se quitó un cordón de las zapatillas, ató la cortina a un lado y luego la observó quince minutos más, hasta que el cielo oscureció a un morado violáceo.
—Es suficiente por ahora. Gracias —dijo él.
Sarah se situó detrás de su espalda y vio tres esbozos de su mano: los dedos cerrados, los dedos abiertos, uno con el índice extendido con displicencia, como el Adán de Miguel Ángel, aburrido con el don de la vida de Dios. David se había fijado en la curva de las uñas, el ángulo de los nudillos y el resplandor de los zafiros en el anillo de su mano derecha, un regalo de su décimo aniversario. También se había centrado en las telas: los pliegues de seda color marfil a unos centímetros del codo y las complejas cortinas de encaje, un tapiz de telarañas. Este cuadro le llevaría semanas, aunque ella no se quedaría más de un día o dos.
La mañana siguiente caminaron corriente arriba, donde el hielo había formado una espuma blanca en la ribera, y a media tarde Sarah volvió al camisón y a mirar por la ventana del tulipero, poco más que unas tímidas ramitas. Recordó su jardín en Carolina del Sur, el sauce enorme de un verde perenne salvo durante un frío invierno, cuando las hojas se apagaron a un amarillo manchado. También pensó en Vermont, con sus rojos y dorados y cobrizos, y en el azul de los ojos de Nate.
El tercer día, Sarah se levantó temprano e hizo el equipaje. Besó a David en la frente y se marchó cuando el sol todavía se encaramaba entre los pinos. Dos noches en la cabaña eran suficientes; reconoció el peligro de adormecerse en este mundo etéreo, de convertirse en poco más que una silueta pintada. En el camino de regreso, sintió que emergía de un lago profundo, que ascendía gradualmente en busca de aire.