Capítulo 17

Diez días después, Sarah estaba en la Walker Street Gallery mirando a Judith: las pulseras le resbalaban por los antebrazos mientras, encaramada a una escalera, ajustaba el foco que iluminaba una de las escenas fluviales de David. Judith movía levemente la luz, buscando el ángulo preciso para que se reflejara en el agua y las pinceladas doradas y plateadas resplandecieran como monedas sumergidas. Tres centímetros a la derecha, uno a la izquierda, y Judith bajó. Miró a Sarah, que sonrió y asintió con la cabeza.

Este espacio de paredes blancas, moqueta azul y tabiques móviles había cobrado vida tres días antes. Los bocetos al carbón llenaban el rincón que daba al jardín; en la pared de enfrente resplandecían los óleos. Cada rincón tenía un ambiente característico que Judith planeaba complementar con entremeses a juego: caviar para el carbón, tartaletas de limón con las acuarelas.

Margaret, que se había ofrecido para encargarse de la cocina, se burlaba de los planes culinarios de Judith. —«¿Qué te parece, minisalchichas junto a los desnudos?»—, pero Sarah confiaba en la visión de la galerista. Rodeada de esas paredes de formas y colores cambiantes, sentía que apreciaba de una forma nueva el talento de David. Aquí podía pasear de una pieza a otra y reconstruir la evolución de las obsesiones de su marido.

—¿Qué te parece? —Judith se acercó a Sarah y examinó el espacio, pared a pared.

—Has hecho un trabajo maravilloso.

—No he hecho nada. Me he pasado una década imaginándome como descubridora de talentos locales y ni siquiera me había fijado en David. —Posó una mano en el hombro de Sarah y le dio un forzado apretón—. Algunas de estas obras son muy buenas, ¿sabes? Me he guardado cinco de las mejores. Me las llevaré a mi galería de Georgetown en diciembre.

Sarah la miró con asombro. Exponer en Washington era un halago que Judith sólo concedía a sus favoritos. Era típico de ella no pedir permiso; Judith prefería los anuncios a las preguntas. Pero Sarah indicó que lo aprobaba.

—Me preguntaba adónde había ido a parar el dibujo a carbón de mi persona.

—No creí que quisieras exponer tus pechos desnudos en una ciudad tan pequeña.

—Sí. Mucho mejor mostrárselos a extraños.

Sonó un timbre y Judith miró hacia la puerta.

—Vaya, vaya, mira lo que tenemos aquí.

Nate estaba en la entrada, tirando de la punta de sus oscuros guantes de piel. Sarah fue a su encuentro y le dio un rápido beso en la mejilla.

—No sabía que venías.

—Quería ver la exposición sin multitudes. —Se metió los guantes en el bolsillo de su abrigo azul marino—. Es difícil apreciar las obras en una inauguración, con toda la gente y las conversaciones.

—Tienes toda la razón. —Judith se acercó con la mano extendida.

—Esta es Judith Keen; es la dueña de la galería. —Sarah ayudó a Nate a despojarse del abrigo—. Es Nate, el hermano de David.

—El parecido es asombroso. —Judith le estrechó la mano a Nate—. Es como si el artista en persona hubiese entrado en la sala.

No del todo, pensó Sarah mientras colgaba el abrigo de Nate en el armario. David nunca había inspirado la atención aduladora que Judith mostraba ahora hacia Nate. Lo conducía a las mejores obras, hablándole con coquetería de entendida:

—Por supuesto, las acuarelas no están de moda, pero fíjate en ésta.

Cada vez que Nate se acercaba a un lienzo, Sarah veía los ojos de comisaria de Judith evaluando la silueta de su cuñado. Había en él algo casi químico; cuando entraba en una habitación, las mujeres cambiaban de postura.

Sarah entró en el vestíbulo, donde encima de una mesa de nogal había una fotografía de David con marco de plata. Estaba apoyado en un álamo, llevaba una camisa blanca arremangada hasta los codos. Sarah había elegido la foto porque mostraba su pose más característica, brazos cruzados y ojos atentos. Cuando la alzó a la luz, pareció sonreírle. ¿Qué estaría haciendo David ahora? ¿Pintaba? ¿Dibujaba?

Las últimas dos semanas no había visitado la cabaña, y el tiempo y la distancia habían transformado de nuevo a David en una figura imprecisa. Sarah volvió a cuestionarse el estado físico y espiritual de su marido. El río lo había transfigurado más allá del renacimiento mental que él reconocía. Algo material y esencial había cambiado.

Pero ¿no era eso de esperar? Sarah examinó los rasgos de la cara bidimensional de David. ¿Cómo habría sido Eurídice si Orfeo hubiera conseguido llevarla a la luz del día? ¿Habría sido tan frágil como para desaparecer por una mirada caprichosa? ¿Y Lázaro? ¿Cómo era cuando Jesús se marchó? ¿Notaron sus hermanas un cambio inquietante?

Detrás de ella, Nate y Judith avanzaban lentamente entre los óleos. Nate se volvió y alzó un dedo, articulando las palabras «espérame».

Sarah devolvió la fotografía de David a la mesa. ¿Qué echaba en falta? Ahí estaba el libro de asistentes ribeteado en oro, con un bolígrafo en un estuche de terciopelo. Y ahí estaba la lamparita de latón, con cuentas de ámbar colgando de su mampara. Se quedó mirando la mesa otros tres minutos antes de oír la voz de Nate a su lado.

—Parece una exposición magnífica.

—Inteligente por tu parte, venir a verla antes. —Los dedos de Judith se habían trasladado al interior del codo de Nate.

—Eso también me da la oportunidad de invitarte a almorzar. —Nate sonrió a Sarah—. ¿Estás libre?

Ella miró brevemente la fotografía de David.

—Siempre lo estoy.

—Llévalo a la Trattoria, es el único sitio donde se come bien —insistió Judith mientras retiraba los dedos del brazo de Nate. Abrió el ropero y tendió a Sarah su abrigo largo, luego sostuvo el de Nate abierto por el cuello, descansando brevemente las manos en los hombros de él, que resbalaban por el forro de seda—. Os veo el viernes.

Sarah se volvió cuando ya estaba en la puerta:

—Judith, ¿unas flores en esta mesa?

—Por supuesto. Me haré cargo.

Veinte minutos después Sarah estaba sentada ante un plato de picatta de pollo, apartando las alcaparras con los dientes de un tenedor de plata. Había hecho un comentario educado sobre la economía y ahora Nate reflexionaba sobre la posibilidad de una recuperación del mercado. Sus palabras eran ajenas, como si hablase a dos mesas de distancia, mientras ella se planteaba si debía contarle la verdad.

Como pariente vivo más cercano de David, Nate tenía ciertos derechos. Tenía derecho a saber si su hermano estaba vivo o muerto, derecho a ahorrarse un luto innecesario. Pero David también tenía derechos, como guardarse sus secretos, y aunque no le había hecho prometer silencio, Sarah se sentía predispuesta a darle la oportunidad de una nueva vida. Además, dudaba de que Nate la creyese si le contaba lo de la cabaña y lo del fantasma del sótano.

—¿En qué piensas? —preguntó Nate.

—Admiraba tu habilidad con los espaguetis. Cuando comíamos aquí, David siempre salía con una mancha de salsa en la camisa.

—David podía permitírselo. Yo nunca he podido.

Era verdad. La belleza comportaba responsabilidades; la obligación de no defraudar.

Cuando Nate extendió el brazo hacia su copa de vino, a Sarah le sorprendió ver el anillo de boda de su padre en su mano derecha. No se había esperado semejante gesto sentimental. Bajo ese rostro plácido, ¿lloraba por su familia perdida?

Sólo en una ocasión había visto a Nate sumido en el dolor, en el entierro de Helen en Vermont. Mientras el ataúd bajaba a la tumba, había sollozado convulsivamente, la cabeza gacha como una rosa marchita. Hubiese caído de rodillas si David no le hubiese rodeado los hombros con el brazo, estrechándolo contra su costado.

Después de la ceremonia, ella y Nate habían dejado a David ante la tumba, pala en mano. David siempre combatía las penas con esfuerzo físico, e insistió en que el entierro de su madre no debía dejarse en manos de extraños. Nate quiso ayudar, pero aunque el espíritu estaba dispuesto, la carne era débil. Mientras regresaban a casa de Helen en el Buick plateado de la funeraria, había sostenido la cabeza de Nate en su cuello desnudo. Para Sarah fue la experiencia más maternal de su vida; los sollozos de Nate, amortiguados contra su piel, sonaban como un bebé que toma el pecho.

—¿Quieres postre? —preguntó ella cuando Nate dejó el tenedor.

—¿Compartimos algo?

—¿Tiramisú?

—¿Con café?

—Té para mí.

—Claro.

Después de la desaparición de David, Sarah no recordaba ni un momento en que Nate hubiera parecido desconsolado. La mañana posterior a la riada, cuando él llegó a su puerta con el cabello despeinado y el rostro sin afeitar, su voz no había perdido la calma. Recordaba que se sentaron en el sofá y él le sostuvo la cabeza firmemente en su clavícula. Allí, con los latidos del corazón de Nate susurrándole al oído, se lo había contado todo. Cómo había esperado una hora bajo el paraguas junto al río embarrado, con ramas y hojas revoloteando por todas partes. Cómo había ido a la comisaría de Jackson para rellenar un impreso de personas desaparecidas. Con dos niñas ya ahogadas ese mismo día, y menos de dos horas de luz por delante, la policía había enviado un helicóptero al río. También había alertado a los voluntarios de los grupos de rescate —en su mayor parte muchachos de la localidad con camionetas y linternas en el salpicadero— para que buscasen en la orilla todo lo que hubiese arrastrado la riada.

Había telefoneado a Margaret desde la comisaría, para asegurarse de tener una tetera esperándola cuando volviese a casa, y habían velado juntas sentadas a la mesa de la cocina hasta que un agente de policía llegó a su puerta. Era el amigo de David, Carver Petty, y había ido a decirles que habían localizado un kayak amarillo volcado en un amasijo de ramas. No había señales de David.

Sarah sintió que se le helaba la sangre y los dientes comenzaron a castañetearle con tal fuerza que sólo pudo responder a Carver con un débil gemido. Recordó haber experimentado los estadios iniciales del shock: lengua torpe y pastosa, el cuerpo doblado por la mitad. Margaret estuvo de inmediato a su lado y la acomodó en el sofá con un edredón de pluma; le levantó los pies, le frotó las manos y respondió al teléfono que sonaba cada quince minutos. Habían encontrado el móvil de David… su cantimplora… su remo. Los objetos de su viaje regresaban uno a uno, todos salvo su cuerpo. A las diez de la noche la policía interrumpió la búsqueda y Margaret empezó a llamar a familiares y amigos, lo que había llevado a Nate a su sofá esa mañana, donde escuchó en silencio todas sus palabras, sin alterar el ritmo constante de su respiración.

Esa tarde las había acompañado a ver las lanchas que dragaban el río. Mientras ella observaba, del brazo de Margaret, cómo los buceadores salían a la superficie, nadaban en círculos y se sumergían de nuevo, Nate había recorrido la orilla como un perro ansioso por cobrar su presa. Entonces, como ahora, no había aura alguna de tragedia en él. Resignación quizá, y sensación de pérdida de un ser querido, pero ningún indicio de pesar agudo. Al parecer, había gastado todas sus lágrimas en Helen: «Tras la primera muerte, ya no hay otra».

Ahora, Sarah lo estudiaba desde el otro lado de la mesa en busca indicios reveladores de dolor: arrugas de preocupación, mejillas hundidas, ojos vidriosos. Si lo veía sufrir, se lo contaría todo; David no tenía derecho a causar sufrimiento. Pero las uñas de Nate en el tenedor de plata estaban tan limpias que la tristeza parecía incompatible con semejante pulcritud.

Llamó a la camarera y pidió la cuenta, después se volvió hacia Nate:

—Después de la inauguración, Judith quiere que vayamos a celebrarlo a un bar. Habrá una banda de zydeco. Podrías venir.

—Gracias.

—Y puedes quedarte a pasar la noche. Seguramente habrá mucho que beber y no querrás conducir a medianoche por las montañas.

Nate asintió con un gesto.

—¿Qué te parece si dejo mi bolsa en tu casa el viernes por la tarde y vamos juntos a la inauguración?

—Muy bien. Hasta el viernes, entonces.