Capítulo 7

A las siete en punto de la tarde siguiente, Sarah estaba sentada en la escalera de su porche, intentando reunir el entusiasmo suficiente para visitar a las viudas de Margaret. Se había vestido para la ocasión, se había planchado una blusa y unos pantalones color habano, y sería una lástima haber planchado por nada. Planchar era un acontecimiento muy poco habitual, ejecutado sólo porque imaginaba a las otras viudas vestidas de forma impecable: matronas de sesenta años con un poco de maquillaje y muchas joyas, todas intentado llenar con conversación los espacios vacíos de sus vidas. Dios, cómo aborrecía las banalidades que se esperaba, la insípida angustia de las mujeres ricas. Pero si no hacía acto de presencia, Margaret se preocuparía. Tacharía a Sarah de deprimida o antisocial. Y no era verdad; no esta vez. No era la depresión lo que la frenaba, se dijo mientras miraba las rígidas hojas de su magnolio. Era el temor bien definido de que las viudas de Margaret mirasen el interior de su corazón, midieran la profundidad de su pena y la considerasen insuficiente.

Estos últimos meses había llegado a sospechar que en realidad no lloraba la muerte de su marido. Lo que lloraba era la pérdida de una idea, de una visión de cómo debería haber sido su vida. Y esa visión no se la había llevado el río tres meses atrás; había muerto lentamente a lo largo de los últimos años, con cada pequeño sueño que había abandonado.

Sus sueños nunca habían sido ambiciosos, negó Sarah con la cabeza, mientras retiraba una polilla muerta de un escalón cercano. No podían acusarla de ambiciosa. Durante sus primeros años con David, cuando vivían en Nueva York, había trabajado como auxiliar administrativa en un refugio de mujeres maltratadas. De día, mecanografiaba peticiones de subsidios y respondía al teléfono; de noche, metía en sobres cartas para recaudar fondos mientras miraba la televisión. Qué virtuosa se había sentido, y cuánto se había aburrido. Empezó a confundir mentalmente el maltrato físico de las esposas con la explotación económica de mujeres como ella, jóvenes idealistas que hacían el trabajo sucio de la sociedad, cuidar de los necesitados, ganando sueldos minúsculos o nada en absoluto.

Cuando a David le ofrecieron trabajo en Jackson, él le había dicho que eso le brindaría a ella la oportunidad de empezar de nuevo, pero Sarah no había querido mudarse. Ya conocía la vida en las pequeñas ciudades del sur, la extraña combinación de yanquis trasplantados y patriotas confederados. Tras su infancia en Carolina del Sur, Nueva York le había parecido un avance. Había sentido que subía un escalón geográfico, si no profesional. Pero ¿quién era ella para cerrarle el paso a su marido? David tenía una carrera; más que eso, tenía una vocación. ¿Y qué tenía ella en Nueva York, más que un trabajo que no iba a ninguna parte?

Jackson demostró ser una ciudad más refinada de lo que Sarah esperaba. Encontró trabajo como directora de marketing de una compañía de teatro local especializada en cuentos populares de los Apalaches. Pero la salud financiera del grupo nunca pasó de precaria y, tras cuatro años de estar en punto muerto, Sarah decidió cambiar el mundo de las organizaciones sin ánimo de lucro por su equivalente académico, un doctorado en literatura inglesa.

Qué lujo habían sido esos seis años de inmersión en la poesía, de Beowulf a Bishop. Por supuesto, el trayecto era agotador —tres días a la semana cruzaba las montañas para ir a Charlottesville—, pero lo había compensado con semanas en que se quedaba en la cama junto a una pila de novelas. Las palabras siempre habían sido sus compañeras más fieles y su curriculum vítae contaba con todos los requisitos de un futuro brillante; artículos publicados, congresos, beca de doctorado. Cuando su primera incursión en el mercado laboral no condujo a nada, no se había preocupado. Con frecuencia se requerían varios intentos para conseguir un trabajo que apuntase a la titularidad, y a los treinta y cuatro años ella quería, ante todo, formar una familia. Enseñar a media jornada en la facultad local sería ideal mientras criaba a sus hijos en sus primeros años de vida. Aún recordaba el comentario de David cuando leyó su diploma enmarcado: «Supongo que ahora ya somos lo bastante listos para hacer un bebé». A la sazón, había parecido gracioso.

Una vez, en un pie de página de una guía del embarazo, había encontrado un término que le encajaba: «abortadora habitual». Le gustó el aura criminal; encajaba con su oscuridad mental de los últimos años, en que enseñaba a alumnos de primero que nunca habían dominado la concordancia sujeto–verbo. Había creído que ser profesora adjunta sería liberador, casi divertido, pero en realidad era un purgatorio análogo al limbo de su cuerpo: embarazada, no embarazada, de nuevo embarazada. Su carrera y su familia parecían igual de atrofiadas, lo que no habría importado de ser ella más joven, con tiempo de sobra para que su vida se desplegase. Pero su treinta y nueve cumpleaños había llegado como una plaga, un odioso recordatorio de que, a los cuarenta, una mujer debía tener algo que mostrar: un libro, un hijo, un vicedecanato. Algo más que una cocina reformada.

Nunca había sido capaz de explicar su sufrimiento a David. Él era la clase de persona que había presenciado los defectos de otros, pero nunca había probado la amargura del fracaso en carne propia. Sarah sentía que sus abortos eran una mácula en el mundo perfecto de él, siendo una esposa estéril la más ancestral de las maldiciones, y en ocasiones sospechaba que la acritud de su mente le estaba envenenando el útero; ninguna vida podía crecer en un cuerpo tan amargo. Algunas noches, David se quedaba en el trabajo sólo para evitarla en la mesa de la cena. Ella reconocía el miedo en las magras excusas, el temor a una mujer de mediana edad prematuramente amargada, y a veces, durante días, era capaz de controlar su ira y hablar con ligereza de bebés asiáticos, bebés rusos, orfanatos rumanos. Pero, inevitablemente, el filo de su furia regresaba.

Conque ¿Qué debía decirles a las viudas de Margaret? ¿Que guardaba luto por su juventud, su intelecto acallado, sus hijos no nacidos? ¿Que añoraba menos a su marido que los primeros tiempos de su vida en común, cuando cada día prometía algo nuevo? Últimamente su matrimonio se había encallecido en una rutina diaria, sin acusaciones pero también sin pasión. Lo suponía inevitable en la mayoría de los matrimonios.

Tal vez debía entrar de nuevo en casa. Quedarse en casa y pasar la tarde sin hablar. Lo había hecho antes, pasar días sin ver a nadie, vivir en silencio, preguntándose si se le atrofiarían las cuerdas vocales. Ante ella, su futuro bostezaba, una pálida tundra en que sus únicas conversaciones serían con los de televentas. A Sarah le bastó esa idea para ponerse en pie. Basta de melancolía. Se levantaría e iría a ver a las viudas, aunque sólo fuera para oírse hablar en alto.

A las siete y media, un puñado de mujeres raras se reunió en la sala de Margaret. Cuatro pasaban de los cincuenta y habían perdido a sus maridos en una combinación de enfermedades recientes y antiguas guerras. Dos mujeres más jóvenes habían enviudado por accidentes, uno de tráfico y otro de esquí acuático. «Una si es por tierra, dos si es por mar», el morboso cerebro de Sarah recordó el verso de Long-fellow. En la cocina, se apoyó en la mesa redonda de roble y fue llenando una bandeja con porciones de pastel de queso y bollos de arándanos, mientras Margaret le narraba las trágicas historias de sus invitadas.

—Patty es interesante, aunque algo pedante. Tienes que conocerla, es la pelirroja flaca, de cabello rizado; enseña en el departamento de sociología.

Sarah negó con la cabeza.

—Pues bueno, vio cómo su marido sufría dos años de cáncer de pulmón y ahora ha convertido la viudedad en un tema de investigación. Creo que prepara un libro.

—¿Así que todo lo que digamos podrá ser utilizando en nuestra contra?

—Exacto. —Margaret colocó queso y galletas saladas en una bandeja giratoria—. Intenta sentarte cerca de Adele. La de cabello blanco y chaqueta anaranjada. Siempre se viste como si fuera a una recepción al aire libre. Tiene ochenta y dos años y una cabeza muy despierta. Su marido murió en Corea y ella ha dirigido su ferretería durante treinta y dos años.

—Fascinante.

Sarah hizo un gesto de suficiencia mientras mordía un bollo.

—Cualquier mujer que haya vivido los años de la Segunda Guerra Mundial, de Corea o de Vietnam será mucho más fascinante que tú o que yo.

Margaret le puso la bandeja giratoria en las manos y, tomándola de los hombros, la condujo a la sala.

Allí la conversación se centraba en una de las mujeres de más edad, Ruby, cuyo marido, Bob, había muerto sin dejar testamento. La omisión era especialmente problemática porque Bob tenía un hijo de su primer matrimonio que no aprobaba a Ruby y pleiteaba con ella.

A Sarah le gustó esa Ruby, una bulldog menuda y canosa que utilizaba palabras como «avaro cabrón». La irreverencia siempre era divertida en boca de una septuagenaria. Sarah depositó las galletas y el queso en la mesita de centro de Margaret, buscó a Adele con la vista y se sentó en un sillón junto a la única mujer que vestía de anaranjado.

Parecía que el hijo de Bob quería liquidarlo todo. Creía que debían vender todo el patrimonio y transformar la vida de su padre en una montaña de dinero que pudiesen repartir. Pero Ruby se negaba a abandonar la casa e insistía en que pasaría los últimos años de su vida en el espacio que había llamado su hogar durante toda una década. El persistente Bob júnior, que había crecido en esas mismas paredes, se resentía de la intrusión de la madrastra, y ahora los abogados escribían el drama familiar mientras su minuta desplumaba el patrimonio de Bob.

El relato de Ruby suscitó un aluvión de lamentos sobre testamentos, rentas vitalicias y ayudas gubernamentales que hizo que Sarah se sintiera nuevamente agradecida a Nate. Él se había encargado de todo después de la desaparición de David: pólizas, impuestos, seguridad social. Nate había rellenado todo el papeleo, había consultado al contable de David y al personal administrativo de la facultad, había vaciado todos los cajones para encontrar todas las pólizas y todos los recibos. Lo único que ella había tenido que hacer era localizar la pegatina que rezaba «firme aquí» en la parte inferior de cada impreso.

David le había dejado una póliza de cuatrocientos mil dólares, una suma que había fijado cuando planeaban formar una familia. Sumada a la indemnización por fallecimiento de la universidad y los cheques mensuales de la seguridad social, la viudedad había demostrado ser un negocio inesperado. Sarah pensaba donar la mitad del dinero a la universidad, en forma de beca en memoria de su marido para el mejor alumno del curso previo a la carrera de medicina. Sin embargo, pensar en dinero no hacía más que inquietarla. Las viudas de Margaret parecían más un club de inversiones que un grupo de apoyo y consuelo.

Sarah se preguntó qué pensaban de verdad esas mujeres. ¿Se sentían solas o liberadas? ¿Reprimían la ira o se ahogaban en la apatía? Ella, que aborrecía la terapia de grupo, se descubrió queriendo hablar menos de dinero y más de tristeza. Quería que alguien rompiese a llorar.

Quizá por eso soltó la verdad tan bruscamente cuando Ruby le preguntó: «¿Y cómo estás tú?».

—No muy bien. Creo que me persigue el fantasma de mi marido.

Esperaba silencio. Creyó que sus palabras helarían el ambiente como una copa de vino derramada en la alfombra. Pero la reacción fue justo la contraria. El grupo pareció animarse muchísimo.

—¿Lo has visto?

—¿Has hablado con él?

—¿Qué aspecto tiene?

Les contó las dos veces que había visto al fantasma de David y explicó cómo a menudo había sentido su presencia invisible, y en todo momento las mujeres asintieron, como si estuviera dándoles una receta de galletas de chocolate. Cuando hubo terminado, la catedrática pelirroja habló por primera vez.

—Eso no es tan raro. Las estadísticas muestran que las viudas son el grupo demográfico con más probabilidades de comunicar contactos con los muertos, desde visiones o apariciones hasta vagas sensaciones de su presencia.

—Claro —interrumpió Ruby, claramente impaciente ante palabras como «demográfico»—, las mujeres tenemos muchas más facultades extrasensoriales que los hombres.

—No sé nada de dones extrasensoriales —insistió la catedrática—, pero las mujeres son más religiosas y eso hace más probable que crean en fantasmas, sean o no reales.

—Son bien reales —intervino una viuda de más edad—. Yo vi uno en el jardín de mi abuela en Misuri, cuando tenía ocho años. Era la mañana de Acción de Gracias y yo estaba dentro, leyendo junto a la ventana, cuando fuera vi a un hombre debajo del gran olmo. Era mi abuelo, tan claro como el agua. Lo reconocí por las fotografías del dormitorio de la abuela. Murió de un infarto antes de que yo naciese, en plena misa, y la abuela siempre decía que se habría ido derechito al cielo. Todavía llevaba el traje de los domingos cuando lo vi, y soplaba viento, y le volaba el cabello y parecía tener frío. Pero desapareció de inmediato, como si sólo fuera una idea que me hubiera pasado por la cabeza.

—Yo nunca he visto a mi marido —añadió la mujer poco después—. Llevo esperando veinte años, pero nada.

La viuda del esquiador acuático suspiró y habló con voz sosegada:

—Sólo veo a Greg en sueños. A veces le hablo, y parece tan real… Entonces recuerdo que ha muerto y se lo digo. Eso siempre me despierta.

A su alrededor, el grupo asintió entre murmullos. Los sueños eran el denominador común de las viudas, el mundo alternativo donde la vida y la muerte se fundían. La catedrática pelirroja habló de implicaciones freudianas, mientras Sarah recordaba visiones de David flotando río abajo.

Sintió una mano que tocaba la suya y, al volverse a la izquierda, vio que Adele se inclinaba hacia ella, su broche de cerezo casi horadándole el hombro.

—He hablado con mi Edward muchas veces en los últimos cuarenta años. A veces despierto y está de pie junto a mi cama, todavía vestido con su uniforme. Y yo le digo: «Eddie, ahora vete a descansar. Muy pronto me reuniré contigo».

La anciana se reclinó de nuevo en su silla y rio entre dientes, como si acabase de contar un chiste maravilloso.

Sarah no sabía si sentirse complacida o consternada. Casi había llegado a aceptar las apariciones de David como una señal de inestabilidad mental, una alucinación ocasionada por su aislamiento. Pero aquí estaban estas mujeres insistiendo en que no estaba loca, que era normal. En cierto modo, la idea no la consolaba; un toque de locura era preferible al status quo.

Alzó la vista a Margaret, que estaba en el umbral de la cocina.

—¿Qué crees tú?

Margaret titubeó, eligiendo las palabras con más cuidado de lo habitual.

—Creo que te será difícil ponerle fin hasta que aparezca el cuerpo de David.

—¿Eso significa que consideras que son imaginaciones mías?

—No he dicho eso.

—Pero ¿no crees en los fantasmas?

Margaret titubeó de nuevo.

—Creo que en este mundo hay más cosas de las que podemos comprender. Si eso incluye o no a los fantasmas, no lo sé. Pero te diré algo: si realmente ves a David, tiene que haber una razón. O de algún modo él intenta contactar contigo, o tú lo intentas con él. Lo último es lo más probable. Seguramente en tu cabeza hay algo sin resolver.

Eran las diez cuando el grupo se disolvió, entre despedidas, abrazos e intercambios de títulos de libros en Post-it amarillos. Cuando todas se habían marchado, Margaret recuperó una linterna de su despensa y acompañó a Sarah a casa. Sólo había una farola al principio de la calle y su resplandor violáceo se fue desvaneciendo a medida que llegaban al final, con la linterna de Margaret bamboleándose como una boya.

Cuando llegaron al porche de Sarah, Margaret se quedó en el jardín y alumbró la escalera con la linterna, mientras Sarah abría la puerta de su casa.

—Gracias por invitarme —gritó Sarah—. No ha estado tan mal.

—Tu entusiasmo me deja impresionada.

Sarah encendió la luz del zaguán.

—¿Té en mi casa este viernes?

—De acuerdo.

—Y… ¿Sarah?

Sarah se volvió. Margaret la miraba con una leve sonrisa.

—Si David aparece de nuevo, salúdale de mi parte.