Capítulo 14

Por fin él guardó silencio y la estudió desde el otro lado de la mesa. Y ella tampoco tuvo nada que decir durante cierto tiempo, sorprendida por lo extraño de ver ese cuerpo sentado en su cocina.

Parecía su marido. Tenía los mismos ojos y las mismas manos. Y su relato, aunque exasperante, encajaba con lo que ella sabía. Explicaba la aparición en la casa y el supermercado. Confirmaba su sensación de ser observada. Y las explicaciones eran esenciales, ¿verdad? Cada problema requería su solución, cada rareza, un contexto lógico. Dios la librase de una vida llena de misterio.

Sin embargo, seguía habiendo algo surrealista en esa visita a medianoche, en esa cara de una palidez antinatural y una historia conveniente en exceso. ¿Por qué las palabras de David eran tan similares a sus propias narraciones mentales, las ficciones meticulosas que ella había construido durante los tres últimos meses para explicar su larga ausencia? Se había inventado tantos cuentos enrevesados, tantas razones lógicas que explicasen la desaparición y el regreso de David, que ahora el relato de su marido parecía el mero eco de sus propios pensamientos.

Advirtió que su silencio empezaba a ponerle nervioso. Cruzaba y descruzaba las manos por debajo del tablero de cristal. «Bien, que el muy cabrón se muera de vergüenza. Que se pudra en el infierno. Mejor ser cadáver que espía».

—¿Qué piensas? —preguntó él.

Sarah tomó aire.

—¿Por qué estás aquí?

David pareció sorprenderse.

—Quería verte… saber si estabas bien.

—Me has visto varias veces y has dicho que parecía estar bien.

—Quería hablar contigo y explicarte lo sucedido.

—Para sentirte mejor.

—Me lo merezco. Pero pensé que quizá tú te sentirías mejor, también.

No era así, y Sarah se preguntó la razón. Cualquier mujer normal habría deseado desesperadamente ver de nuevo a su marido y le habría causado una gran alegría este milagroso indulto de su viudedad. Ella había deseado un milagro tan profundamente como cualquier doliente, y una parte de ella nada deseaba más que acercarse a David y abrazarlo con un amor intenso y violento. Pero tan sólo podía pensar en la antigua advertencia: «Cuidado con lo que deseas…». Porque no había nada normal en un marido que se escondía en los bosques, que espiaba su propio funeral y miraba por las ventanas. Nada de eso le recordaba al hombre con quien se había casado. Y, además, no se tragaba esa súbita necesidad de confesión.

—¿Por qué estás aquí precisamente ahora?

Miró a David a los ojos y por una vez él respondió sin pensar.

—Has cortado la electricidad.

Sarah echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír. Claro.

Cada octubre cerraban la cabaña y cortaban la electricidad. Este año se había olvidado hasta que recibió una llamada de su vecino Rich, que trabajaba para la compañía eléctrica. Cuando le preguntó si quería que le cerrasen la electricidad durante el invierno, ella había respondido que sí, gracias. Hacía doce días de eso, tiempo suficiente para que la cabaña se congelase. Se imaginó el aliento de David cristalizándose en sus labios mientras temblaba en la cama, y la imagen se fundió con todas las visiones previas que había tenido de su cadáver.

—¿Y quieres que conecte de nuevo la electricidad? —El tono de Sarah era sarcástico.

—Sí. Pero no es sólo eso. De verdad, Sarah. —Levantó las manos por encima de la mesa y las extendió, pero instintivamente Sarah retiró la suya—. Quiero que vengas al río. Quiero que estemos juntos, lejos de todo, solos. Ven conmigo a la cabaña.

Qué inquietante, el modo en que esas palabras sintonizaban con los deseos de ella. Llevaba mucho tiempo queriendo irse de esta gran casa, huir de la tibia compasión de los conocidos; sin embargo, sentía que algo en ella se resistía a la voluntad de David. Hasta ahora él había controlado toda la secuencia de acontecimientos. La había abandonado, espiado, transformado en un objeto de lástima entre los vecinos. No le debía nada, al muy cabrón. Pero el enfado requería energía y, junto con la indignación, llegó una abrumadora sensación de agotamiento.

—No lo sé.

Sarah miró a su alrededor, en busca de objetos concretos: la nevera, el triturador de basura, su resplandeciente encimera de mármol. Se le ocurrió que, en los últimos años de su vida, la limpieza había reemplazado a la ambición. Había cuidado de su cocina como si fuera el sustituto de un hijo; había limpiado sus superficies y sus ventanas, había buscado la sensación de progreso en sus armarios a la última.

Esto no era lo que había deseado para su vida.

—Estoy cansada —murmuró.

—Claro.

David alzó las palmas, en un gesto conciliador.

—Piénsalo. Dormiré esta noche en el sótano, si te parece bien, y volveré a la cabaña mañana por la mañana. Puedes decidir si quieres o no reunirte conmigo. Pero, Sarah —y ahora se inclinó hacia ella—, quiero que sepas que yo no planeé esto. No quería abandonarte. Este camino simplemente se abrió ante mí y tuve que seguirlo. Sé que no es una excusa. No hay excusas. Pero, por favor, ven al río.

Dicho esto, se levantó de la mesa y se dirigió a la escalera del sótano. Sarah oyó los pasos que bajaban, luego cruzó los brazos sobre la mesa y descansó la cabeza en ellos.