ONCE
ONCE
Siguiendo su rastro, Genevieve daba caza al cazador. Esto no tenía nada que ver con Tybalt.
Esta cacería era suya.
Imaginaba el cuerno de la yegua abriendo brechas en las costillas de Magnus, hundiéndose profundamente en su vientre, sacándole fuera los intestinos.
Y recordaba la fría demencia del conde Rudiger von Unheimlich.
En ese momento, en el bosque no había bestia más peligrosa que la mujer vampiro.
Ella siempre se había mantenido apartada de los vampiros muertos verdaderos que atacaban a los vivos por placer. Pero los había oído hablar con entusiasmo de su «deporte» y se había sentido superior a aquellos seres salidos de la sepultura, con sus alientos fétidos, ojos rojos y rostros contorsionados por una mueca animal, aferrados a sus ataúdes y catacumbas durante el día, planeando al viento por la noche en busca de cuellos jugosos, regodeándose en el miedo que extendían a su alrededor como un sudario.
Recordaba a los que había conocido: la zarina Kattarin, tirana sanguinaria que reinó durante siglos, exultante al correr sobre su cuerpo la sangre de sus súbditos; Wietzak, de las Montañas del Fin del Mundo, con la boca llena de dientes que parecían piedrecillas de bordes afilados como navajas, masticando la carne de un niño campesino; incluso su padre en la oscuridad, Chandagnac, remilgado cuando se enjugaba la sangre de los labios con un pañuelo de puntillas, viejo y solo detrás de su apuesto rostro y sus bellos modales.
Por primera vez en sus casi setecientos años de edad, Genevieve Dieudonné entendió la honradez de la sed roja.
Lamentaba aquellos casos a los que les había perdonado la vida: Tybalt, Bakhus, Anulka, Otho. Debería haberlos destripado y bebido la sangre fresca de sus vientres abiertos. Debería haber bebido un océano de ellos.
Rudiger avanzaba con rapidez y se mantenía por delante de ella.
Genevieve derribaba árboles jóvenes para apartarlos de su camino y disfrutaba con el crujido de la madera que se partía. Los pájaros alzaban el vuelo de los nidos que se venían abajo, y los animales pequeños se escabullían ante ella.
—Alto —dijo una voz que penetró en su roja cólera y le hirió el corazón.
Se quedó inmóvil y se encontró en un pequeño calvero.
A apenas media docena de metros de distancia, el conde Rudiger se encontraba de pie con el arco de guerra alzado y la flecha preparada.
—Punta de plata y asta de madera —explicó él—. Te atravesaría el corazón en un instante.
Genevieve se relajó y tendió ante sí los brazos, abriendo las manos vacías.
—Normalmente te diría que arrojaras las armas, pero no puedo esperar que te arranques los colmillos y las uñas.
Su cólera roja se encendió, y vio la cara de Rudiger coloreada por una película sanguinolenta. Se esforzó por controlarse y dejar que se extinguiera su sed de matanza.
—Eso es —dijo Rudiger—. Ponle freno a tu temperamento.
Hizo un gesto con la punta de la flecha, y Genevieve descendió lentamente hasta acuclillarse. Cruzó las piernas debajo de sí y metió las manos debajo de las nalgas.
—Eso está mejor.
Sus colmillos se deslizaron hacia el interior de las encías al encogerse.
—Dime, vampiro, ¿qué precio le ha puesto a mi cabeza el gris tenedor de libros? ¿De cuántas de sus preciosas coronas se separará para conseguir lo que quiere?
Genevieve guardó silencio.
—Oh, sí, lo sé todo acerca de la misión que te trajo hasta aquí. Bakhus tiene alma de perro, y también es leal como un perro. Lo he sabido desde el principio. Tybalt no entiende que un hombre tiene algo más que un precio.
Sereno en su triunfo, a Genevieve le recordaba a Mornan Tybalt, con los ojos brillantes cuando se cumplían sus planes.
—Lo mataría si eso sirviera para algo, pero una vez que Bakhus preste testimonio, no hará ninguna falta. El arribista hijo del funcionario regresará al sitio que le corresponde, afanándose en alguna diminuta oficina, luchando para conseguir cada migaja de comida, cada deslustrado penique.
¿Podría llegar hasta él antes de que la flecha la alcanzara?
—Tú vales más que eso, vampiro. Tybalt debe tener algo contra ti, para convertirte en su herramienta.
Detrás de Rudiger, dentro del bosque, estaba moviéndose algo grande. Genevieve podía sentirla, percibir su emoción.
—¿Hacemos una tregua?
Rudiger se relajó y dejó que la flecha resbalara con lentitud por el arco, al destensarlo.
Genevieve asintió porque necesitaba ganar tiempo.
—¿Ves? —le dijo Rudiger mientras sujetaba el arco en una mano y la flecha en la otra—. No te haré ningún daño.
Se le acercó, aunque no se puso al alcance de sus brazos.
—Eres bonita, Genevieve —dijo—. Me recuerdas a…
Extendió un brazo y le tocó una mejilla con la punta de los dedos. Ella podía aferrarlo por el brazo, tal vez arrancárselo…
—No, eres única, original —dijo al tiempo que apartaba la mano—. Eres una cazadora, como la yegua. Serás buena para mí. Después de la cacería, hay otros placeres, otras recompensas…
Sintió que su lujuria fluía hacia ella. Muy bien. Tal vez lo cegaría.
—Resulta extraño pensar que eres tan vieja. Pareces tan joven, tan fresca…
La tomó y la besó, y su áspera lengua presionó contra los labios de ella. Genevieve saboreó la sangre en la saliva de él, que fue como pimienta en su boca. No luchó contra él, pero tampoco le respondió.
Rudiger la soltó.
—Más tarde despertaré tu entusiasmo. Soy hábil con algo más que el arco.
Rudiger se puso de pie.
—Primero hay que conseguir un cuerno de marfil. Vamos…
Se adentró en el bosque y ella se incorporó, preparad para seguirlo. No sabía qué iba a suceder a continuación.
Percibía el aroma de la yegua y, obviamente, el conde también.