UNO
UNO
Tendido en la cama, oía una música que sonaba a lo lejos. Para él, la música parecía llenar los interminables pasillos y habitaciones de Udolpho como un gas venenoso de dulce aroma que se propagaba con invisible malevolencia a través de torres y torreones, salones y establos, desvanes y tejados de la laberíntica hacienda, casi completamente deshabitada. Allá abajo, en el gran salón, alguien tocaba el clavicordio, no muy bien, pero con el entusiasmo de un hechicero. Christabel, oscura hija de Ravaglioli y Flaminea, con sus flexibles manos y siniestra sonrisa, estaba practicando. Se trataba de una pieza dramática que expresaba emociones violentas.
Melmoth Udolpho entendía las emociones violentas. Gracias a las pociones e infusiones del doctor Valdemar, estaba prisionero dentro de su propio cuerpo encogido, donde su cerebro era una chispa de vida dentro de un cadáver ya medio putrefacto.
Pensó otra vez en su testamento. La pobre Genevieve tenía que debutar o interrumpiría la sucesión de modo definitivo. Ahora era joven, pero, al igual que él, viviría mucho tiempo, demasiado tiempo. Pintaldi debía ser reconocido como nieto de Melmoth con el fin de que transmitiera la fortuna a sus favoritos del momento, los gemelos. El joven Melmoth era el Udolpho más puro de todos ellos, y Flora sería una gran consorte cuando él creciera y ocupara su posición en el mundo. Sólo Montoni, muerto hacía mucho y cuyo bastardo afirmaba ser Pintaldi, podría, tal vez, haberse equiparado con él.
Pocas noches antes, el joven Melmoth y Flora habían sorprendido a Mira, una de las doncellas, y la habían atado. Le habían puesto un ratón sobre el estómago y luego colocado una taza encima del animal, la cual le habían atado con un pañuelo de cuello. Pasada una hora, el animal había sentido hambre e intentado comerse el blando suelo de su celda. El joven Melmoth había pensado que era un buen experimento, y besó a Flora en los labios para celebrar el éxito. No cabía duda de que eran de la línea de Montoni, aunque sólo Ulric sabía que había sido su madre.
El testamento debía reflejar la pureza de la sangre Udolpho. Varias veces, a lo largo de los pasados siglos, los hermanos se habían casado con las hermanas y los primos con las primas sólo para mantener pura la sangre.
El viejo Melmoth estaba casi ciego, pero no había abandonado el lecho en unos treinta años y no necesitaba la vista, Sabía dónde colgaban las cortinas a su alrededor, y dónde le dejaban la bandeja cada día.
Ya no podía saborear la comida, y también había perdido completamente el sentido del olfato. No podía levantar las extremidades más de un par de centímetros —y eso mediante un gran esfuerzo—, ni alzar la cabeza profundamente hundida en la almohada. Pero aún podía oír. En todo caso, su oído era más agudo que cuando era joven.
Oía todo lo que sucedía dentro de los muros de Udolpho.
A veces acudían los lobos a rondar por la ruinosa ala oeste de la que habían desaparecido los tejados, dejando expuestos a los elementos los exquisitos mosaicos diseñados por su demente tío bisabuelo Gesualdo. En los establos aún zumbaban las moscas en torno a los descuidados y agonizantes caballos. En las bodegas, las ratas roían las viejas puertas de roble y se escabullían entre los huesos de prisioneros olvidados. Y en sus habitaciones, la pobre Mathilda, casi incapaz de sostener su cabeza hinchada, a veces bramaba contra su suerte, destrozaba los muebles o atacaba a los sirvientes con una energía que el viejo Melmoth no podía más que envidiar. El testamento debía incluir estipulaciones a favor de Mathilda. Mientras continuara siendo humana, sería beneficiaria de la fortuna.
En la oscuridad que se extendía eternamente ante su rostro, apareció una luz. Al principio era pequeña, pero iba creciendo. La luz era azul y enfermiza, y dentro de la misma había una cara. Un rostro que le era familiar: Una nariz larga y dos hondos vacíos donde habían estado los ojos.
El viejo Melmoth reconoció los rasgos de su hijo mayor.
—Montoni —jadeó, y su garganta reseca escupió el nombre como si fuese una bola de pelo. El legítimo heredero de la Casa de Udolpho, desaparecido sesenta años antes en una noche tormentosa, bajó la mirada hacia la ruina en que se había convertido su padre, y las cuencas vacías de sus ojos se llenaron de compasión.
En el semblante del viejo Melmoth apareció una abertura cuando sonrió. Le dolían las encías. Todavía no. Aún no estaba preparado. Se aferró a la ropa de la cama como se aferraba a la vida. Había más cosas que hacer, más que cambiar. No estaba preparado para morir.