SEIS
SEIS
Los comensales eran personajes taciturnos, con ropas fúnebres y caras largas, y el gran salón en que se hallaban estaba mal iluminado y polvoriento, con la parte superior de las paredes cubierta de suciedad y telarañas.
Algunos de los que se encontraban en torno a la mesa apenas parecían estar vivos, y todos presentaban una palidez enfermiza, como si hubiesen pasado toda la vida en las sombras sin salir a la luz del sol. No obstante, entre ellos había dos bellas muchachas, una pálida y esbelta rubia y una lozana belleza de pelo negro que despertaron de inmediato el interés revolucionario de Kloszowski. Atrapadas por las convenciones de su clase, como Olympia y Julietta, podrían transformarse en entusiásticas conversas de la causa.
—Nos perdimos —explicó—. Nos hemos dirigido hacia la luz.
Nadie decía nada, pero contemplaban a los recién llegados con ojos ávidos.
—Afuera hay tormenta —fue la innecesaria observación de Antonia—. El camino se ha convertido en un torrente.
—No pueden quedarse —declaró una mujer vieja y flaca con una voz cascada de mezquindad—. Los extraños no pueden quedarse aquí.
A Kloszowski no le gustó aquel comentario.
—No tenemos ningún otro sitio adonde ir. No hay ningún camino transitable.
—Sería contrario a su voluntad —declaró la mujer al tiempo que alzaba la mirada hacia el techo en sombras—. El viejo Melmoth no puede ni ver a los extraños.
Todos pensaron en ese comentario mientras se miraban entre sí. Sentado a la cabecera de la mesa había un anciano cuya cabeza lucía enmarcada por un halo de pelo blanco como el algodón peinado. Kloszowski lo tomó por el cabeza de familia, aunque no parecía ser el viejo Melmoth al que la mujer hacía referencia. A su lado estaba de pie un sirviente alto con la cara surcada de cicatrices, el forzudo de la familia, el tipo clásico que abandona a su propia clase y ayuda a la aristocracia para que mantengan esclavizados a sus hermanos y hermanas.
Era un bruto peligroso, a juzgar por su estatura y anchura, y por el tamaño de sus manos de peludo dorso. Sin embargo, su rostro demostraba que, al menos una vez en la vida, había salido mal parado de una lucha.
—Silencio, Flaminea —le dijo el anciano a la mujer—. No tenemos alternativa…
Varios hombres de la familia tenían espadas en la mano, como si esperasen bandidos u hombres-bestia.
Kloszowski reparó en el marcado parecido de familia: largas narices, ojos hundidos, pómulos prominentes. Le recordaron al rostro fantasmal de la luz azul, y se preguntó si no les convendría más enfrentarse con los riesgos de la tormenta.
—Mirad —dijo D’Amato, que parecía que se inflaba a medida que se secaba—. Tendréis que darnos cobijo. En Miraguano soy un hombre importante. Me llamo Ysidro D’Amato. Preguntádselo a cualquiera, y os lo confirmara. Seréis bien recompensados.
El anciano contempló a D’Amato con desprecio.
—Dudo que podáis recompensarnos a nosotros, signor.
—¡Ja! —exclamó D’Amato—. No carezco de fortuna.
—Yo soy Schedoni Udolpho —dijo el anciano—, hijo de Melmoth Udolpho. Esta es una rica hacienda poseedora de una fortuna más allá de lo que podáis imaginar. No podeis poseer nada que nos haga falta.
D’Amato retrocedió hacia un hogar del tamaño de un establo donde ardían árboles enteros, y apartó la mirada. Parecía más pequeño con aquel fuego detrás, y continuaba aferrado al maletín como si contuviera su palpitante corazón. Con típica vileza burguesa, se había sentido impresionado al hablar de «una fortuna más allá de lo que podáis imaginar».
Kloszowski recordó dónde había oído hablar de D’Amato. Miragliano, puerto marítimo construido sobre una red de islas situadas en marismas salinas, era una rica ciudad comercial pero sufría de falta de agua potable. Se habían labrado fortunas mediante caravanas y canalizaciones de agua, y D’Amato había sido el principal comerciante de agua de la urbe, donde había construido su propio imperio y eliminado del negocio a los competidores. Aproximadamente un año antes, había logrado el control casi total del agua dulce, lo que le había permitido triplicar el precio de la misma. Los fundadores de la ciudad habían protestado, pero tuvieron que ceder y pagarle.
Había sido un hombre poderoso de verdad, pero hizo su aparición la fiebre amarilla, y los expertos que investigaron la enfermedad, culparon de la misma al agua contaminada. Eso explicaba por qué D’Amato había abandonado su hogar…
Schedoni le hizo una señal al gigante de las cicatrices.
—Zschokke —ordenó—. Trae más sillas y vino caliente con especias. Nuestros huéspedes corren peligro de coger una enfermedad mortal.
Kloszowski se había acercado todo lo posible al fuego, y sentía que se le estaba secando la ropa.
Antonia se había quitado el chal empapado y se alzaba las finas faldas para calentarse las piernas. Kloszowski advirtió que al menos un miembro del clan Udolpho estaba interesado en el espectáculo: un viejo fofo que llevaba casquete de sacerdote y tenía una mirada lasciva.
Antonia rio alegremente y ejecutó unos pasos de baile.
—Soy bailarina —dijo—, aunque no muy buena. —Tenía piernas bien formadas, con la musculatura de una bailarina—. También fui actriz. Me asesinaban hacia el final del primer acto…
Sacó la lengua y dejó caer la cabeza como si tuviera el cuello roto. Tenía la blusa tan empapada que se le pegaba a la piel, cosa que a Kloszowski no le dejó duda ninguna de sus cualificaciones para el mundo del espectáculo.
D’Amato se puso a hacer aspavientos en torno a Antonia y la obligó a soltar las mojadas faldas.
—Lo siento —dijo ella—. Comprada y pagada, ésa soy yo. El «brujo del agua» tiene el derecho exclusivo de todas mis actuaciones.
Era notablemente alegre, y resultaba obvio que D’Amato se sentía azorado por la desenvoltura de su juguete.
—La prostitución es el sendero del Caos y la condenación —sentenció la marchita aguafiestas—. Esta casa siempre estuvo plagada de rameras y mujeres ligeras, con sus mejillas pintadas y sus risas de pecadora. Pero ya están todas muertas y yo, la honrada y ridícula Flaminea, aún sigo aquí. Solían reírse de mí cuando era muchacha, y preguntarme si reservaba mi cuerpo para los gusanos. Pero yo estoy viva, y ellas no.
Kloszowski había identificado de inmediato a Flaminea como una maniática melancólica. Parecía obtener un júbilo considerable de contemplar la muerte de los demás, así que, después de todo, no estaba privándose de todo placer terrenal.
El gigantón le hizo un sitio en la mesa junto a un galán con bigote que no podía mantener la cabeza en la postura correcta.
—Yo soy Pintaldi —se presentó el joven.
—Aleksandr —respondió Kloszowski.
Pintaldi cogió una vela y se la acercó tanto que Kloszowski sintió el calor de la llama en la cara.
—Es una materia fascinante, la llama —dijo—. He hecho un estudio sobre ella. Están todos equivocados, ¿sabéis? No es caliente, es fría. Y las llamas son puras, como cuchillos afilados. Consumen el mal y dejan el bien. Las llamas son dedos de los dioses.
—Muy interesante —replicó Kloszowski, y bebió un largo sorbo del vino que Zschokke había decantado en su copa, y que le hizo escocer la garganta pero le calentó la barriga.
Flaminea le lanzó una mirada tan feroz como si él estuviera toqueteando a un niño en su presencia.
—Vos sois un sacerdote de Morr —dijo una bestia de rostro peludo que estaba sentada cerca del viejo Melmoth—. ¿Qué estáis haciendo fuera, con esta tormenta?
—Hum, la muerte está por todas partes —respondió al tiempo que sujetaba su amuleto robado.
—La muerte está por todas partes —repitió el peludo hombre—. Especialmente aquí. Fijaos que, en este mismo salón, las fantasmales manos incorpóreas del Mayordomo Estrangulador, a menudo adquieren forma y rodean el cuello de huéspedes incautos.
D’Amato se puso a toser y escupió el vino que tenía en la boca.
—Sólo los que son culpables de algún crimen grave deben temer al Mayordomo Estrangulador —continuó el narrador—. Sólo visita a los culpables.
—Les presento mis disculpas —intervino Schedoni—. Somos una familia antigua y nuestra sangre se ha aguado. El aislamiento nos ha vuelto excéntricos. Debéis pensar que somos un grupo extraño, ¿verdad?
Todos miraron a Kloszowski, y sus ojos hundidos parecieron relumbrar con luz azul en la penumbra.
—Oh, no —respondió—, habéis sido muy hospitalarios. Ciertamente, mucho mejores si se compara con la última casa noble en la que estuve como huésped.
Esa parte era cierta, aunque Kloszowski sospechaba que Zschokke podría compartir algunos talentos con Tancredi. Todas aquellas casas nobles tenían un asesino mimado.
—Debéis quedaros a pasar la noche —dijo Schedoni—. La casa es grande y podemos disponer habitaciones para vosotros.
Kloszowski se preguntaba durante cuánto tiempo podría mantener el engaño. Desde los Grandes Tumultos de la Niebla, su nombre había sido sinónimo de insurrección. Si el clan Udolpho llegase a averiguar que él era el príncipe Kloszowski, poeta revolucionario, lo más probable es que acabara defenestrado; y las ventanas del otro extremo del gran salón se abrían sobre un barranco. Sería una caída de doscientos o trescientos metros sobre rocas afiladas.
Pintaldi había cogido ahora un candelabro y tenía la palma de la mano sobre una de las llamas.
—¿Lo veis? —dijo—. Arde fría.
Se le estaba ennegreciendo la piel y había un desagradable olor a carne.
—Las rameras se pudrirán —dijo Flaminea.
Kloszowski miró a la joven rubia que se encontraba al otro lado de la mesa. Había permanecido sentada en silencio sin decir nada, con los ojos recatadamente bajos. No tenía el aspecto de los Udolpho, aunque resultaba obvio que formaba parte de aquella grotesca colección. A pesar de no tener los labios pintados, éstos eran de un rojo oscuro. Alzó la mirada y los ojos de ambos se encontraron. Parecía tener unos dieciséis años, pero sus claros ojos eran ancianos.
—Sin rameras, ¿dónde estaría la diversión en el mundo? —preguntó Antonia.
Flaminea agitó un huesudo puño hacia la bailarina, y escupió en su plato una bola de cartílago. La mujer tenía pelusilla de barba en el mentón, y su cabello era gris y áspero. Reseco. Antonia estaba tan sana como una manzana madura y contrastaba marcadamente con aquel grupo marchito.
—Voy a tocar el clavicordio —anunció la muchacha morena que estaba sentada junto al sacerdote gordo. Schedoni asintió y la joven se puso de pie y atravesó el salón con paso elegante hasta el instrumento mencionado. Llevaba puesto un traje negro, largo, que se pegaba a su cuerpo como una elegante mortaja. Kloszowski había vuelto a entrar en calor, pero de algún modo aún tenía el frío metido en los huesos.