CUATRO

CUATRO

El hábito del novicio estaba empapado de agua helada, y Kloszowski echaba de menos el calor y la seguridad de su pila de cadáveres. Estaba perdido en los bosques. Por lo mucho que le dolían las piernas y las rodillas, podía determinar que había estado ascendiendo. El suelo comenzaba a inclinarse más abruptamente y el agua corría en rápidos regueros alrededor de sus pies. Si había soldados que lo estaban buscando, no podía oírlos por encima del estruendo de la tormenta. Habría compadecido a cualquiera que intentase atravesar aquella tempestad a caballo y con armadura y calculaba que, a esas alturas, los hombres de Zeluco ya habrían renunciado, aunque eso no era un gran consuelo.

Destelló un rayo que imprimió en sus ojos una imagen en blanco y negro del bosque. Los árboles que había allí estaban todos retorcidos y enredados, como si trozos de piedra de disformidad metidos dentro de la tierra, semillas del Caos que brotaran entre las otras raíces, estuvieran convirtiendo el boscaje en una distorsión de pesadilla. Con cada destello de rayo, algunos árboles parecían saltar hacia delante y extender ramas provistas de afiladas ramitas más finas como brazos de múltiples codos. Se dijo que no debía ser supersticioso y se tironeó de la capucha del hábito. El agua helada le bajó en regueros por la nuca.

Bajo sus pies, el blando terreno era un mar de fango. Dentro de poco casi no habría diferencia entre el bosque y las marismas del sur. Estaba chapoteando y las botas del novicio, que le quedaban grandes, ya estaban llenas de un frío puré de fango que le helaba los huesos de los tobillos. Si se detenía, se ahogaría en el sitio.

Continuó avanzando trabajosamente a través de una lluvia que obstaculizaba su marcha tanto como el siempre cambiante viento. El hábito aleteaba como las quebradas alas de un cuervo moribundo. El símbolo de Morr que destacaba sobre su pecho era muy adecuado. Debía tener aspecto de muerto.

Su única prioridad era hallar refugio. Los árboles no ofrecía cobijo alguno en medio de la lluvia y el viento. Sus rodillas estaban a punto de dislocarse y sus manos desnudas estaban tan arrugadas como las de un marinero ahogado que ha permanecido en el agua durante el tiempo suficiente para que los peces se le coman los ojos. Cabía la posibilidad de que —una segunda ironía— hubiese escapado de las mazmorras de Zeluco sólo para morir de libertad, no asesinado por la maldad del duce sino aniquilado de modo impersonal por los elementos.

El terreno ascendía cada vez más abruptamente, y por los alrededores aparecieron lentas cascadas de fango. Sin duda tenía que haber un refugio para cazadores en alguna parte, o la cabaña de un leñador. Incluso una cueva sería deseable.

Más adelante, Kloszowski creyó ver luz.

Sintió que una oleada de fortaleza volvía a sus piernas y continuó avanzando entre la lluvia en dirección al resplandor. No se había equivocado, era una luz, pero de algún modo no resultaba tranquilizadora. Se trataba de una luminiscencia de color azul pálido, constante, distorsionada sólo por las cortinas de agua que caían entre ella y Kloszowski.

Pasó por encima de un terraplén que había sido reforzado con piedras y troncos, y se encontró en lo que parecía ser un camino. Ahora podía ver la luz con claridad. Se trataba de una bola azul que flotaba a poco más de dos metros del suelo, como un pequeño y débil sol. Debajo había un carruaje volcado.

Entre los tirantes yacía, destrozado, un caballo con el cuello partido, cuyas patas sobresalían en ángulos antinaturales. Inmóvil, tendido boca abajo en el fango, había un cochero con librea que tenía un árbol atravesado sobre la espalda.

Kloszowski echó a correr, golpeando con las botas la dura superficie de tierra y los cantos rodados del camino. Al menos el carruaje le proporcionaría un cierto cobijo.

No le gustaba el aspecto de aquella luz azul e intentaba mantener los ojos apartados de ella. El azul se tornaba blanco sucio en el centro y tenía espesas manchas, cambios en la densidad del resplandor que le recordaban una cara.

Con el viento le llegaban las voces de alguien que estaba gritando. El carruaje yacía volcado sobre un flanco y la lluvia entraba a chorros por las ventanillas abiertas. Dentro, había gente discutiendo. Caían llamas azules como gotas de lluvia que se evaporaban al tocar el lateral del vehículo. Al llegar al carruaje se vio bañado por la luz azul, y advirtió que no irradiaba calor.

—¡Hola! —gritó—. ¡Amigo, amigo!

Trepó sobre el vehículo y miró a través de la ventanilla. Desde dentro le llegó una vaharada de humo y un siseo.

—Idiota —gritó una mujer—. ¡Te dije que no funcionaría si se mojaba la pólvora!

Kloszowski intentó meterse dentro, pero el carruaje estaba en un equilibrio precario. Oyó que una rueda se partía al enderezarse el vehículo, y saltó atrás para no romperse las piernas. La gente del interior se vio lanzada contra el suelo del carruaje y habló con voz conmocionada.

—Atrás, monstruo —dijo un hombre.

Kloszowski vio que lo apuntaba una temblorosa pistola con la cazoleta y el cañón negros de hollín y aún humeantes. No dispararía otra vez. Abrió la puerta y entró a la fuerza al tiempo que apartaba el arma de un manotazo.

El interior estaba mojado, pero al menos no le azotaba el rostro la lluvia que sonaba como un millar de tambores sobre el techo del carruaje.

Dentro había dos pasajeros: el hombre de la pistola y una mujer joven. Él ya había superado la mediana edad y se notaba que en otros tiempos había sido elegante y corpulento, y ella andaba por los veintitantos y parecía atractiva.

Tenía un rostro adorable y una melena de rizos de color rubio cobrizo.

Debían de ir ataviados con ropas costosas cuando comenzaron el viaje, aunque ahora estaban tan mojados, enfangados y sucios como el campesino más humilde. La naturaleza era una igualadora tan buena como la revolución. Era obvio que los pasajeros le tenían miedo y se encogieron el uno junto al otro, abrazados.

—¿Qué clase de demonio eres? —preguntó el hombre.

—No soy un demonio —replicó Kloszowski—. Sólo me he perdido en la lluvia.

—Es un sacerdote, Ysidro —observó la mujer.

—Gracias a los dioses —dijo el hombre—. Estamos salvados. Exorciza a estos demonios y me aseguraré de que seas generosamente recompensado.

Kloszowski decidió no decirles que el hábito no le pertenecía. En el exterior había visto la luz, pero ningún demonio.

—Este es Ysidro D’Amato —explicó la mujer—, de Miragliano. Y yo soy Antonia.

—Aleksandr —se presentó Kloszowski.

Antonia estaba menos asustada que D’Amato, y más capacitada para hacer frente a la situación. El príncipe supo de inmediato que ella no era un parásito.

—Estábamos viajando cuando estalló esta tormenta —explicó ella—. De pronto cayó un rayo y el carruaje se volcó…

—Demonios —jadeó D’Amato—. Había demonios y monstruos, todos tras de mi… tras…

Se interrumpió en seco. No quería decir tras de qué pensaba que iban los demonios. Kloszowski pensó que cuando Ysidro D’Amato estuviese seco y compuesto, no le caería demasiado bien. El nombre le resultaba familiar y creía haberlo oído durante su estancia en Miraguano.

—Hay una casa más adelante —dijo Antonia—. La vimos a través de los árboles antes de que oscureciera. Intentábamos llegar a ella y refugiarnos de la tormenta.

Un rayo cayó en las proximidades, y los dientes de Kloszowski entrechocaron a causa del trueno. La bola azul había aumentado de tamaño y ahora rodeaba completamente el carruaje. Su luz era casi relajante y le daba sueño, pero luchó contra este impulso. ¿Quién sabía lo que podía suceder si llegaba a cerrar los ojos?

—Será mejor que corramos hacia ella —dijo—. No podemos quedarnos aquí, en medio de la tormenta. Es peligroso.

D’Amato abrazó un maletín contra su pecho como si fuera una almohada, y se negó a moverse.

—Tiene razón, Ysidro —dijo Antonia—. Esta luz nos es afectando. Debemos marcharnos. Estamos a unos pocos centenares de metros. En la casa habrá gente, fuego, comida, vino…

Estaba convenciéndolo como si fuese un niño, pero él no quería salir del carruaje. El viento abrió la puerta del vehículo y la estrelló contra el flanco del mismo, y la lluvia comenzó a entrar como si la lanzaran con cubos. El rostro del interior de la luz estaba ahora muy definido, con una nariz larga y unas finas hendiduras por ojos.

—Vámonos.

Kloszowski tiró de Antonia y se separaron del carruaje.

—Pero Ysidro…

—Puede quedarse, si quiere.

Apartó a la mujer del vehículo inutilizado, y ella no se resistió mucho. Antes de que hubiesen avanzado diez pasos. D’Amato asomó la cabeza por la puerta y salió a toda prisa del carruaje, con el maletín aún fuertemente abrazado.

Era un hombre gordo y no era ligero de pies, pero chapoteó con entusiasmo al tropezar, y tanto Kloszowski como Antonia pudieron cogerlo antes de que cayera. Se los sacudió de encima a ambos con la intención de mantenerlos apartados del maletín. Era obvio que se trataba de uno de sus juguetes preferidos.

—Es por aquí —señaló Antonia. El camino ascendía ligeramente y describía una curva. En la oscuridad, Klos zowski no podía ver nada.

—Es una casa enorme —explicó ella—. La vimos desde kilómetros de distancia.

D’Amato estaba de pie y contemplaba, pasmado, los vacíos ojos del rostro azul. Antonia tiró de su codo para hacerlo girar y, cuando él sacudió la cabeza, le dio una fuerte bofetada. D’Amato despertó y echó a andar con ellos.

Los tres juntos avanzaron trabajosamente en la oscuridad. Kloszowski tenía ganas de mirar hacia atrás, pero no lo hizo. Le parecía que ya nunca se libraría del frío.

Resultaba imposible ver con claridad, pero el firme camino bajo sus pies era un sendero tan bueno como cualquier otro.

—No podrán cogerlo —mascullaba D’Amato—. Es mío, mío…

Kloszowski tenía la sensación de que había agua fría bajo sus párpados, y que dentro del cráneo se le estaba formando hielo.

—Mirad —dijo Antonia.

A un lado del camino corría una muralla que en parte estaba tallada en la ladera de la montaña y en parte construida con enormes bloques de piedra. Ahora se encontraban de pie ante dos enormes puertas de hierro oxidadas y combadas. Podían pasar fácilmente entre los barrotes. Al otro lado se alzaba la silueta de una casa de tamaño descomunal en la que brillaban débiles luces.

Kloszowski retrocedió y contempló las puertas. Aquélla debía ser una rica hacienda. En ella viviría una familia perteneciente a la clase de los parásitos que chupaba la sangre al campesinado, que pisoteaba con sus botas el rostro de las masas.

En las volutas de lo alto de las puertas, se destacaba una palabra. Era el nombre de la hacienda, y probablemente el apellido de la familia.

UDOLPHO.

Kloszowski nunca lo había oído mencionar.