DIEZ

DIEZ

El corazón de Doremus lloraba, pero a sus ojos no afloró ni una lágrima.

Tío Magnus estaba muerto y ya no podía hacerse nada por él. Miró el rostro del anciano que tenía las cicatrices cubiertas por el gesto curiosamente tierno de la muchacha vampiro. Durante toda su vida, Magnus había estado presente, el viejo Invencible, cálido cuando su padre era frío, comprensivo cuando su padre era indiferente, alentador cuando su padre era exigente. El conde no había sido invencible, al final, pero había muerto con rapidez de una herida mortal y honorable, no lentamente de una enfermedad que le provocara pérdidas incontrolables por todos los orificios del cuerpo, con la mente enturbiada y el cuerpo incapacitado.

No era una muerte tan mala, se dijo Doremus. Luego miró la sangre, las heridas desgarradas, y supo que no existía nada parecido a una buena muerte.

Bakhus estaba esperando, pendiente de él. Ahora había sirvientes por todas partes que parloteaban y chasqueaban la lengua. ¿Dónde se habían metido cuando la yegua estaba matando al conde? ¿Escondidos para salvar la piel?

Doremus siguió a su padre y a la muchacha vampiro, con Bakhus marchando a paso ligero junto a él.

Con independencia de lo que pensara de su padre, de la caza, de matar, Doremus juró que perseguiría a aquella bestia que había destrozado a su tío y le había arrebatado la vida.

Encontraría a la yegua antes que Rudiger y esta vez acertaría en el blanco de pleno. Después quemaría su arco.

Los bosques se los tragaron.