VEINTIDÓS
VEINTIDÓS
Malvoisin se lanzo contra Reinhardt por segunda vez, apartándolo de Detlef y Genevieve y estrellándolo contra la pared ennegrecida por el humo. Reinhardt sufrió varias fracturas y las espadas le rasgaron la carne abriendo tajos de color rojo vivo en su cuerpo carbonizado.
Tenía al demente rodeado con los tentáculos y lo estrujaba. El cuerpo ya era un cadáver, pero se aferraba a la vida. Malvoisin lo apretaba con desesperación y usaba su cuerpo de mutante como nunca antes lo había hecho. Se dio cuenta de que en su madriguera se había hecho fuerte. Había desperdiciado sus capacidades, vagabundeando por las profundidades de su propia oscuridad.
En el mar podría haber tenido una posibilidad.
La cara de Reinhardt se desprendió y se adhirió a la suya propia.
El Animus abandonó a su arruinado anfitrión y se lanzó sobre Bruno Malvoisin, en cuyo cuerpo mutado se enterró en busca de su cerebro aún humano. Tenía que poseer un núcleo que poder amargar, volver en contra de las presas del Animus. Un núcleo de amargura, de odio hacia sí mismo, de desdicha.
Éste sería el último anfitrión, el más poderoso.
Se levantó de encima del cuerpo de Reinhardt y tendió los tentáculos hacia Genevieve.
La muchacha vampiro estaba de pie, con los ojos abiertos de par en par.
—¿Malvoisin?
El Animus estaba a punto de decirle que no, pero fue el Demonio de la Trampilla quien respondió.
—Sí, aún estoy aquí.
Furioso, el Animus se preparó para asestar los últimos, fatales golpes.
El monstruo avanzó hacia ellos y Detlef rezó sus últimas plegarias. Pensó en todos los papeles que nunca encarnaría las obras que no escribiría jamás, las actrices que nunca besaría…
Los tentáculos se enroscaron alrededor de su pierna fracturada y se aferraron a su ropa quemada, ascendiendo por su cuerpo. También Genevieve estaba enredada en ellos. El Demonio de la Trampilla los rodeaba por todas partes.
En el centro de su cabeza había un rostro blanco e inexpresivo.
El monstruo se inmovilizó como si fuera una estatua de hielo.
Genevieve profirió una exclamación ahogada mientras resbalaban por sus mejillas unas involuntarias lágrimas rojas.
Tendió una mano hacia la máscara, pero ésta pareció esquivar sus dedos y se hundió en la piel de Malvoisin como si desapareciera bajo la superficie de un estanque en calma.
La máscara fue tragada.
Dentro de su mente, Malvoisin luchaba con el Animus tragándose la criatura de Drachenfels de un bocado.
La sentía caliente en su interior, y sabía que no iba a sobrevivir.
—Salli —dijo, recordando…
La piedra de disformidad lo había cambiado, pero nunca había sido de verdad el Demonio de la Trampilla. Eso no era más que una superstición de teatro. Cuando de verdad importaba, siempre había sido Bruno Malvoisin.
Ya había cambiado todo lo que podía cambiar en su vida, y el Animus no iba a cambiarlo más.
El Animus ni siquiera lamentó su fracaso cuando él murió. Era una herramienta que se había roto. Sólo eso.
Malvoisin se desplomó mientras el fuego ardía en su interior.
Un túnel blanco se abrió en la oscuridad, y apareció una silueta. Era Salli Spaak, que no estaba ni vieja ni encorvada como cuando había muerto, sino otra vez joven, apetitosa y atractiva.
—Bruno —ronroneó—, es a ti a quien siempre he amado, siempre a ti…
El túnel blanco aumentó y aumentó de tamaño hasta ser lo único que él podía ver.
Genevieve dejó a Detlef y gateó hasta Malvoisin. Temblaba, pero estaba muerto. Había desaparecido para siempre.
Algo en él había cambiado. El bulto de su cuerpo era aún la criatura marina en que se había convertido, pero su cabeza estaba encogida y blanca. Donde lo había tocado la máscara, había un rostro que debía ser su cara original. Estaba en reposo.
La máscara era como la poción del doctor Zhiekhill. Hacía aflorar lo que había dentro de la gente, soterrado en sus profundidades. En Eva y Reinhardt había sacado a la superficie crueldad, rencor, maldad. En Bruno Malvoisin, nada de eso era importante, así que había hecho aflorar la bondad y belleza que había dejado atrás.
—¿Está muerto, eso? —preguntó Detlef.
—Sí, él está muerto —replicó Genevieve.
—Bendito sea Sigmar —suspiró él, sin entenderla.
Ella ya sabía qué debía hacer. Era lo único que podía salvarlos a ambos. Gateó hasta él para asegurarse de que estaba cómodo y no corría ningún peligro inmediato.
—¿Qué era eso?
—Un hombre. Malvoisin.
—Eso pensé.
Le acarició el pelo chamuscado de la cabeza.
—Supongo que tendremos que suspender las representaciones… por un tiempo.
Genevieve intentaba hallar fuerzas.
—Detlef —dijo—, voy a marcharme…
Supo de inmediato a qué se refería, pero a pesar de todo tenía necesidad de insistir.
—¿Marcharte? ¿Dejarme?
—Y dejar esta ciudad —asintió ella.
Él guardó silencio, y sólo sus ojos parecían vivos en el rostro ennegrecido.
—No nos hacemos ningún bien el uno al otro. Cuando estamos juntos, esto es lo que sucede…
—Gené, te amo.
—Y yo te amo a ti —replicó ella mientras una gruesa lágrima le rozaba una comisura de la boca—. Pero no puedo estar contigo.
Se enjuagó la lágrima con la lengua y disfrutó del sabor salado de su propia sangre.
—Somos como esa cosa de Drachenfels o como la poción del doctor Zhiekhill; hacemos aflorar lo peor del otro. Sin mí, no estarás obsesionado por temas enfermizos. Tal vez serás un escritor mejor si no estoy yo para anclarte a la oscuridad.
Genevieve estaba casi sollozando. Por lo general, sólo se sentía así cuando moría uno de sus amantes, viejo y decrépito, mientras ella permanecía intemporal, cuando la juventud de él se extinguía como una mosca de mayo y la dejaba atrás.
—Siempre supimos que esto no iba a durar.
—Gené…
—Lamento que te haga daño, Detlef.
Lo besó y abandonó la cámara. Tenía que haber un camino de salida de esa alcantarilla.