VEINTE

VEINTE

El espacio que les quedaba apenas tenía setenta centímetros de altura. Estaban tendidos en el suelo y entrelazados, con las extremidades en posturas incómodas, y el techo continuaba bajando.

Kloszowski no podía tomarse aquella situación en serio. ¡Era una forma tan estúpida de morir!

—Antonia —dijo—. Debo decirte que soy un revolucionario famoso, condenado a muerte en todo el Viejo Mundo. Soy el príncipe Kloszowski.

En el rostro de ella, próximo al suyo, apareció una débil sonrisa.

—No me importa —respondió.

Intentaron besarse, pero una rodilla de él estaba en medio. Poco más de cincuenta centímetros. Esto era peor que el carro de cadáveres. El suelo estaba mojado, ya que chorreaba agua desde alguna parte.

Pensó en todo lo que habría podido tener si no hubiese consagrado su vida a la causa de la revolución. La aprobación de la princesa viuda, una hermosa casa, ropa de calidad, una gran hacienda, una esposa guapa e hijos maravillosos, una amante acomodadiza, una vida regalada…

—Si llegamos a salir de ésta —dijo él—, me gustaría pedirte que…

Se produjo una corriente de aire y el techo se retiró, ascendiendo a gran velocidad. La pared se deslizó en una rendija del piso, y el pasadizo quedó abierto ante ellos.

—¿Sí…?

Kloszowski no pudo acabar la frase.

—¿Sí? —insistió Antonia con los ojos cargados de lágrimas de felicidad.

—Me gustaría pedirte que… que…

A la muchacha le tembló el labio inferior.

—… que me consigas un par de invitaciones para el teatro, la próxima vez que bailes. Estoy seguro de que eres una artista maravillosa.

Antonia se tragó su obvia decepción y le sonrió con los labios al tiempo que se encogía de hombros. Luego lo abrazó.

—Sí —asintió—, claro. Venga, salgamos de estos túneles antes de que suceda algo más.