TRES

TRES

En otros tiempos, sobre este pico de las Montañas Grises había un castillo que se alzaba contra el cielo con siete torreones que parecían las garras de una mano deforme. Se trataba de la fortaleza de Constant Drachenfels, el Gran Hechicero. Ahora sólo podía observarse un montón de ruinas que resbalaban como nieve hacia el valle y se extendían varias millas. Habían colocado explosivos por toda la estructura y, al detonarlos, la fortaleza de Drachenfels se había estremecido y derrumbado en pedazos.

Donde antes se había alzado una plaza fuerte, ahora había sólo ruinas. La intención había sido destruir hasta el último rastro del señor del castillo pero, aunque la roca y la pizarra podían hacerse pedazos, resultaba imposible borrar de la tierra los horrores que perduraban en los recuerdos.

Enterrado entre las ruinas durante los cinco años transcurridos desde entonces, se encontraba el Animus, una criatura pensante sin forma propia. En esos momentos residía dentro de una máscara, un óvalo liso como la mitad de la cáscara de un gran huevo, forjado en un metal ligero y tan fino que era casi transparente. Tenía rasgos, pero éstos eran informes e indefinidos. Para que adquiriera carácter, la máscara debía ponerse sobre un rostro.

El Animus no estaba seguro de qué era. Constant Drachenfels lo había creado o conjurado. Homúnculo o espíritu, le debía su existencia al Gran Hechicero. Drachenfels se había puesto la máscara una sola vez y había dejado en ella algo de sí mismo, cosa que al Animus le confería un propósito.

Cuando Drachenfels se marchó de este mundo, él había sido dejado entre las ruinas por una razón concreta: la venganza.

Genevieve Dieudonné. Detlef Sierck. La mujer vampiro y el actor de teatro. Los que habían desbaratado el gran designio. Habían destruido a Drachenfels y ahora debían ser destruidos.

El Animus era paciente. El tiempo pasaba, pero él podía esperar. No moriría ni cambiaría. No podía razonarse con él ni se le podía disuadir. No había forma de apartarlo de su propósito.

Percibió un movimiento entre las ruinas, y supo que iban a aproximarlo más a Genevieve y Detlef.

El Animus no sintió entusiasmo del mismo modo que no sentía odio, amor, dolor, placer, satisfacción ni incomodidad. El mundo, era como era y no había nada que él pudiese hacer para cambiarlo.

Al ponerse las lunas, el movimiento se aproximó más al Animus.

* * *

Mientras hacían el amor, Genevieve lamía el fino hilillo de sangre que manaba de las viejas heridas del cuello de Detlef. A lo largo de los años, los dientes de la mujer vampiro habían dejado marcas permanentes en él, como un sello; Detlef se habituó a llevar cuellos altos y todas sus camisas tenían diminutas manchas rojas allá donde la tela rozaba contra los mordiscos de ella.

El actor hundió la cabeza en la almohada y fijó los ojos en el techo, donde su visión se enfocaba y desenfocaba mientras la mujer vampiro succionaba su sangre. Tenía una mano sobre el cuello de Genevieve cuya forma percibía bajo la rubia cortina de cabellos. Estaban unidos entrepierna con entrepierna, boca con cuello. Eran una sola carne, una sola sangre.

Él había intentado describir aquella experiencia con palabras en uno de los sonetos que aún conservaba en secreto, pero nunca lograba captar a su entera satisfacción las sensaciones, leves como mariposas, de dolor y placer. La herramienta que había escogido —el lenguaje articulado—, le fallaba en muchos sentidos.

Genevieve le hacía olvidar las actrices a las que a veces se llevaba a la cama, y se preguntaba si también a ella aquella unión le resultaba más especial que las breves aventuras que tenía con los hombres de sangre joven. La relación de pareja que tenían no era convencional, ni siquiera conveniente. Pero en esos momentos en que sentía que la oscuridad se cerraba en torno a él, ella era la llama a la que debía aferrarse. Desde lo sucedido en Drachenfels, habían estado juntos y compartido secretos.

Lo recorrió un estremecimiento y oyó que ella jadeaba con la sangre borboteándole en la garganta al tiempo que le arañaba la curtida piel del cuello con los colmillos afilados como cuchillos. Rodaron juntos y Genevieve se aferró a Detlef mientras sus cuerpos se separaban y acercaban. Entre ellos había sangre y dulce sudor. En la penumbra contempló el sonriente rostro de ella y la vio lamerse la sangre de los labios. Sintió que llegaba al clímax, comenzando por las plantas de los pies y luego…

El corazón le golpeaba el pecho con fuerza. Genevieve abrió los ojos, se estremeció, y sus colmillos superiores e inferiores, desnudos y ensangrentados, se retrajeron. Con los codos rígidos, él se sostuvo sobre ella y luego se desplomó al tiempo que intentaba no descansar su peso sobre Genevieve. Sus cuerpos se deslizaron hasta separarse y ella se le acercó hasta casi subírsele encima para presionar su rostro contra la mejilla de él; su cabello cubrió el rostro del actor y comenzó a besarlo. Él subió la ropa de cama para taparlos a ambos, y se acurrucaron en un capullo de calidez mientras el sol se alzaba tras las cortinas de la habitación.

Por una vez, ambos se durmieron al mismo tiempo.

Con la representación, la fiesta posterior y sus abrazos, ambos habían permanecido despiertos durante toda la noche. Detlef estaba exhausto y Genevieve era presa de la lasitud del vampiro que la acometía cada pocas semanas.

Los ojos del actor se cerraron y quedó a solas en la oscuridad de su mente.

Dormía, pero su pensamiento continuaba activo. Tenía que trabajar más en esgrima para evitar otros accidentes, y debía dedicarle más atención a Illona para compensar la floreciente actuación de Eva. Y al segundo acto le irían bien unos delicados retoques. La parte cómica relacionada con el ministro del zar no era más que unas tediosas sobras de Tiodorov. Soñó con rostros cambiantes.

* * *

A aquella altitud, en las Montañas Grises, el aire era cortante como una navaja, y él inhaló y sintió cómo lo hería al penetrar en sus pulmones. Mientras intentaba desesperadamente no jadear y perder así su habitual decoro, Bernabé Scheydt concluyó sus devociones de media mañana a los dioses de la Ley: Sol kan, Arianka y Alluminas. En la excavación, lo primero que había mandado erigir fue un reloj de sol. Punto fijo en el mundo cuya sombra giraba de manera precisa con el inexorable movimiento del sol y las lunas, aquel reloj era un altar perfecto para la veneración del orden.

—Maestro Scheydt —dijo el hermano Jacinto al tiempo que se tocaba la frente en señal de respeto—, durante la noche se ha producido un hundimiento. Se ha desplomado el suelo donde estuvimos excavando ayer.

—Muéstramelo.

El acólito lo llevó hasta el lugar del que hablaba. Scheydt estaba acostumbrado a saltar entre las ruinas y a saber qué montones de escombros eran lo bastante sólidos para pisarlos. Era importante no caerse, ya que cada vez que alguien tropezaba, aunque fuera lentamente, dos o tres de los trabajadores desertaban durante la noche. Las gentes del lugar recordaban demasiado bien a Drachenfels y temían su retorno. Hasta el más leve inconveniente era atribuido al hecho de que el espíritu del Gran Hechicero permanecía en el lugar. Si se marchaban muchos más, la expedición se vería reducida a Scheydt y los acólitos que el archilector le había cedido. Y los acólitos no excavaban ni con mucho tan bien como los montañeses.

La fiebre supersticiosa de la gente del lugar era una tontería. Al principio de la expedición, Scheydt había invocado el temido nombre de Solkan y realizado un rito de exorcismo. Si quedaba allí algún rastro del monstruo, ahora había sido desterrado a la Oscuridad Exterior y el orden reinaba donde en otros tiempos había habido caos. A pesar de todo, se habían producido «incidentes».

—Aquí —indicó Jacinto.

Scheydt lo vio. Había una viga medio podrida que pendía sobre un pozo cuadrado, y unas cuantas losas sobresalían de los bordes como los dientes de un gigante. Un hedor a tierra, excrementos y muerte emanaba del agujero.

—Tiene que haber sido una de las bodegas.

—Sí —convino Scheydt.

Los trabajadores que se habían levantado más temprano, se encontraban de pie cerca de ellos. Jacinto era el único acólito que esa mañana había salido de los comparativamente cómodos alojamientos que ocupaban en el pueblo. El hermano Nachbar y los otros estaban absortos en catalogar los primeros hallazgos de la expedición. En la Universidad de Altdorf, el archilector debía sentirse complacido con el éxito de aquella excavación. La adquisición de conocimiento, incluso de conocimiento de lo maligno e impío, era una de las formas mediante las cuales el culto de Solkan lograba la primacía del orden sobre el caos.

—Debemos rezar —declaró Scheydt—, para garantizar nuestra seguridad.

Oyó que alguien reprimía un gemido. Aquellos campesinos preferían cavar antes que rezar y beber antes que cavar. No entendían la ley, no comprendían lo importantes que eran el orden y el decoro para el mundo. Estaban allí sólo porque Solkan, señor de la venganza, les inspiraba tanto miedo como a los fantasmas del castillo, o incluso más.

Jacinto se había arrodillado y los demás, refunfuñando, lo imitaron. Entonces, Scheydt leyó la Bendición de Solkan.

—Líbrame de los deseos de mi cuerpo, guíame por el sendero de la Ley, instrúyeme en los caminos del decoro, ayúdame a aniquilar a los enemigos del orden.

Desde que había abrazado el culto, Scheydt había sido riguroso con sus propios hábitos. Célibe, vegetariano, abstemio, ordenado. Incluso los movimientos de su intestino estaban regidos por el reloj de sol. Llevaba un tosco hábito de clérigo, no levantaba su mano contra nadie que no fuera un malvado, y rezaba a intervalos perfectamente definidos.

Había logrado el equilibrio consigo mismo y con el mundo tal como debería ser.

La oración concluyó y Scheydt examinó el agujero que había en el suelo.

El archilector lo había enviado a Drachenfels con la orden de buscar objetos de interés espiritual, ya que el Gran Hechicero habla sido un hombre muy malvado pero poseía una biblioteca incomparable, una amplia colección de objetos de poder, una acumulación de los más secretos arcanos.

Sólo mediante la comprensión del Caos, podría el culto de Solkan imponer el orden. Era importante entablar batalla con el enemigo, enfrentarse a la brujería con el fuego purificador, descubrir y destruir a los devotos de los dioses impuros.

Sólo los de mente más, fuerte estaban cualificados para esta expedición, y Scheydt se vio honrado cuando se lo seleccionó como director de la misma.

—Allí abajo hay algo —dijo Jacinto— que refleja la luz.

El sol se había elevado y ahora su luz entraba en la cavidad, donde se reflejaba en un objeto que tenía la forma de un rostro.

—Cógelo —dijo Scheydt.

El acólito obedeció la orden, pues conocía su lugar dentro del reloj de sol. Dos de los trabajadores bajaron al joven al interior del pozo mediante una cuerda, y él trepó por la misma para salir, tras lo cual le entregó, a Scheydt lo que había recogido del fondo del pozo.

Se trataba de una delicada máscara de metal.

—¿Es algo importante? —preguntó Jacinto.

Scheydt no estaba seguro. El objeto parecía extraño, tibio al tacto como si retuviera el calor del sol. No era pesado, y no tenía dónde atarle un cordel para sujetarlo a la cabeza.

Sintió un cosquilleo en las manos al sujetar la máscara ante sí. Miró a través de los orificios oculares y vio que, al otro lado de la máscara, el rostro del acólito aparecía distorsionado. Daba la impresión de que Jacinto se burlaba de su maestro —algo imposible—, con la lengua fuera, agitando las manos junto a las orejas y bizqueando con los ojos.

Una ráfaga de cólera recorrió el corazón de Scheydt cuando la máscara entró en contacto con la piel de su rostro. Al instante, algo saltó al interior de su cráneo y se aferró a su cerebro. La máscara quedó pegada a su rostro como una capa de pintura. Sus mejillas se convulsionaron y sintió qué el metal se movía junto con la contracción de sus músculos.

Ahora veía bien a Jacinto, que retrocedía a tropezones ante él.

Continuaba siendo Bernabe Scheydt, clérigo de Solkan, pero también era algo más. Era el Animus.

Sus manos encontraron al acólito y lo alzaron en el aire. Con una fuerza nueva levantó en alto al joven que forcejeaba y lo arrojó al pozo. Al caer, Jacinto rompió los restos de la viga y, ya destrozado, chocó con un golpe sordo contra el invisible suelo de losas de piedra.

Los trabajadores huían del lugar, unos gritando y otros rezando, y él disfrutaba con el miedo de los hombres.

Scheydt, devoto de la Ley, intentó arrancarse la máscara del rostro, horrorizado ante el desorden que acababa de crear, pero al instante el Animus se hizo fuerte y detuvo sus manos.

El Animus se sumió en las profundidades de Bernabé en busca de semillas de exceso prisioneras en su corazón, y las alentó a germinar. Scheydt deseaba una mujer, un cerdo asado y un barril de vino. El Animus había hallado deseos en el interior de su anfitrión, y estaba dispuesto a ayudarlo a satisfacerlos. Luego, viajaría.

Hasta Altdorf. Hasta la mujer vampiro y el actor de teatro.

Mientras los trabajadores tropezaban y huían por la ladera de la montaña, Scheydt inspiró profundamente y rio como un demonio. Los rectos árboles que crecían entre los escombros se doblaron en la brisa de sus carcajadas.