VEINTINUEVE
VEINTINUEVE
A solas en su habitación, el viejo Melmoth disfrutaba del punto culminante del argumento de esa noche. El fuego siempre resultaba satisfactorio, siempre purificador.
El gigante acorazado estaba bien. Había sido un añadido excelente. Una había escapado, pero había otro nuevo. Era un intercambio justo. El reparto contaba con el mismo número de actores que tenía al caer la noche.
La quebrantada Mathilda volvía a estar en su habitación, más cambiada que nunca.
Ahora sólo lloviznaba en el exterior, y aparecían las primeras manchas de color del alba.
Christabel gritaba al quemarse, con el vestido de bodas ajado y arrugado derritiéndose sobre su piel. Y Tanja lanzaba veneno sobre la cara de Ambrosio para devolverle sus atenciones.
Schedoni se había asado en el sitio, sobre la bandeja. Tal vez se lo podrían comer, frío, para desayunar. No sería la primera vez que se servía carne humana en la mesa de Udolpho.
Se relajó y aguardó a que llegara el sueño.
Resultaría interesante ver qué había sucedido con el trozo de mapa de Montoni. La maldición del Cisne Negro había acabado con la vida de muchos cazadores de tesoros a lo largo de los años. Tal vez Flaminea debería escabullirse de su retrato con mayor frecuencia para perseguir una nueva presa peligrosa con sus perros de caza.
Había realizado el hechizo por primera vez en la biblioteca, prometiéndoles a los poderes oscuros una porción de su alma con la condición de que jamás volviese a sentirse aburrido. Ahora formaba parte de sus queridos melodramas y estaba siempre entretenido con la danza de sus conspiradoras marionetas. Comenzó a dormirse, pero volvió a despertar a causa de un ligero sonido.
—¿Vathek? —graznó—. ¿Valdemar?
Eran pasos de dos personas, ligeros y subrepticios. Los visitantes no le respondieron.
Sintió que se tensaban las ropas de cama cuando ambos subieron a ella, abriéndose paso a través de las cortinas. Eran ligeros, pero él sabía que sus dientes y uñas serían afilados y que los usarían con destreza. Los oyó proferir risillas entre ellos y sintió su primer contacto. La cortina de la cama se desprendió y cayó al suelo.
—¿Melmoth? —preguntó con cariño—. ¿Flora?
Era la escena final, antes de la caída del telón.