VEINTIUNO
VEINTIUNO
Mientras la gente lo pateaba con pesadas botas y gritaba ¡muerte al monstruo!, Malvoisin recordaba por qué había pasado todos esos años en las catacumbas. Extendiendo los tentáculos, el Demonio de la Trampilla se arrastraba para alejarse de sus perseguidores, se encogía ante la luz y de su pico salían chillidos.
Sabía dónde estaba la trampilla más cercana y se deslizó por ella, experimentando una ola de alivio cuando la madera golpeó detrás de él y lo aisló del caos que reinaba en el mundo superior.
El tobogán lo hizo descender hacia las aguas.
Necesitaba mojarse la piel y dormir. Allí, en la oscuridad, su oscuridad, reinaba la paz.
Pero podía oír pasos, gritos y fuego.
Incluso irían a buscarlo hasta allí. Ahora ya nunca tendría paz.
* * *
Genevieve continuaba corriendo, con Detlef pisándole los talones. Allí abajo había kilómetros de túneles, y tal vez la cosa que había poseído a Reinhardt no sería capaz de seguirlos. Se hallaban en uno de los pasillos principales y se encaminaban hacia los dominios del Demonio de la Trampilla. Cuando hallaran un refugio, descansarían y pensarían qué hacer.
Ella debería haber muerto treinta años atrás, durante su primera incursión en la fortaleza de Drachenfels. Eso habría evitado muchísimos problemas, muchísimo derramamiento de sangre.
Detlef parloteaba pero ella no tenía tiempo para escucharlo. Percibía mucho calor. Allí abajo había fuego, un fuego que se les aproximaba cada vez más.
Una cortina cayó ante ellos y Genevieve la apartó de un golpe. Se trataba de una polvorienta telaraña que se rompió y le dejó sucios jirones de pegajosa seda adheridos a la cara y a la ropa. En torno a sus pies huían animales pequeños e insectos grandes.
El fuego estaba detrás de ellos, cerca de la trampilla por la que habían entrado.
Ella volvía a ser un animal, puro instinto y sed de sangre que huía de un gato más grande y aplastaba con los pies a los seres más pequeños. Ese era su señor Chaida, el corazón cruel que latía en su interior y estaba siempre dispuesto a hacerse con el control.
Dieron de bruces contra una pared y, al mirar en torno, ella se dio cuenta de que estaban en un almacén. En una pared había una estantería cargada de espadas y dagas, todas peligrosamente inclinadas hacia fuera. Habían tenido suerte de no estrellarse contra ellas.
No debería haber olvidado que era probable que hubiese trampas por todo el laberinto.
—En el suelo —dijo Detlef al tiempo que señalaba la tapa de un agujero.
Ella se arrodilló para tirar de la anula. Al oír pasos tiró con más fuerza, y la anula se desprendió con un chirrido de protesta.
—Está acerrojada por debajo.
—Tiene que tener un truco.
Los pasos eran tremendos, golpeaban el suelo como los puños de un gigante y hacían estremecer los túneles. Ella percibía olor a humo y le lloraban los ojos. En la oscuridad danzaban llamas lejanas.
—Es de hierro —dijo ella—. Conduce a las alcantarillas. —¿Y? Ya estamos en la mierda.
Ella se encogió de hombros y convirtió sus dedos en leznas que comenzaron a agujerear el metal con agónica lentitud. Luego cerró los dedos a través de los agujeros que acababa de hacer, y tiró, lo que le causó un intenso dolor en hombros y codos.
* * *
Un horno ambulante entró en la cámara, un horno ambulante que tenía la cara de Reinhardt Jessner.
Genevieve tiró y oyó que los cerrojos se rompían. La tapa se soltó de golpe y ella se atragantó con una vaharada de aire realmente nauseabundo. Luego se encontraron todos en medio de una explosión.
Detlef se dio cuenta de que al abrir la tapa del agujero, habían dejado salir una nube de gas de alcantarilla. Sintió el liquido calor en la cara, el chamuscarse de su barba y sus cejas, y se vio lanzado contra la dura pared. A pesar de tener los ojos cerrados con fuerza, la luz era tan brillante como la del sol.
Supo que algo se rompía en su interior.
Al intentar ponerse de pie, se dio cuenta de que la pierna izquierda no le respondía. Abrió los ojos y vio que la explosión había acabado. Ardían trozos de telaraña y detritus, pero la mayor parte del fuego había desaparecido.
Reinhardt había sido proyectado contra una panoplia de armas antiguas. Su cuerpo estaba ennegrecido por el hollín y las quemaduras, pero las aceradas hojas brillaban allí donde lo habían atravesado. De su pecho sobresalían tres hojas de punta destellante. Se había cocinado vivo y ahora estaba espetado. El amargo hedor de la carne humana quemada colmaba la boca y las fosas nasales de Detlef.
Aparte de todo lo demás, la cabeza de Reinhardt colgaba en un ángulo extraño, con el cuello partido.
Genevieve estaba de pie. Tenía el rostro tiznado y la ropa destrozada, pero estaba bien. Mejor que él.
—Se acabó —dijo ella.
Lo tomó en sus brazos y le examinó las heridas. Cuando le tocó la rodilla, lo recorrió un rayo de dolor.
—¿Está… muy mal?
—No lo sé —replicó ella mientras sacudía la cabeza—. Creo que es sólo una fractura limpia.
—¡Por el sagrado martillo de Sigmar!
—Ya puedes decirlo.
Detlef le acarició la cara para quitar el grasiento hollín de su piel de muchacha. Sus colmillos estaban retrayéndose y la chispa roja de sus ojos se extinguía.
—Estoy bien —le aseguró Genevieve.
Detrás de ella, los ojos de Reinhardt Jessner se abrieron en su rostro ennegrecido, y él se lanzó hacia delante arrancando de la pared la panoplia de las espadas que lo atravesaban.
Rugió, y Genevieve abrazó a Detlef con gesto desesperanzado.
Si Reinhardt caía sobre ellos, serían ensartados por las espadas que asomaban de su cuerpo. Los tres morirían abajo.