VEINTICUATRO
VEINTICUATRO
Salieron a través de una puerta que se abría dentro de la chimenea del gran salón. Se encontraron con una pelea. Genevieve, con los ojos rojos y los afilados colmillos visibles, retrocedía en torno a la larga mesa, porque Zschokke, el mayordomo, la perseguía con una pica.
—Haz algo —sugirió Antonia.
Kloszowski no sabía qué hacer. No sabía si Genevieve se interponía o no entre él la fortuna de Udolpho. Tal vez su muerte lo acercaría un paso más a la posesión de aquellas riquezas, al cumplimiento de su destino.
Entró en la estancia.
—Soy Montoni —anunció—. ¡He regresado del mar para reclamar mis derechos de primogenitura!
Todos se detuvieron y lo miraron.
Él se erguía en toda su estatura, decidido a demostrar, mediante la prestancia, que era de verdad el legítimo heredero. Sus años de vagabundeo quedaron olvidados. Ahora estaba de regreso en el hogar y dispuesto a luchar por lo que era suyo…
—No —dijo otra voz—. Montoni soy yo, y he venido a reclamar mis derechos de primogenitura.
Era D’Amato, vestido como un ridículo bandido c6mico, con fajines, y armado con una espada que apenas podía levantar.
—¿Te has vuelto loco? —preguntó Antonia—. Primero eres un revolucionario, y ahora eres el heredero desaparecido.
—Acabo de recordarlo. Debo de haber sufrido amnesia, pero ahora lo recuerdo. Soy el verdadero Montoni.
D’Amato se sentía afrentado y agitó la espada.
—Jamás me birlarás mi herencia, cerdo. Ni mi tesoro. Es mío, ¿entiendes? Mío. Todas las monedas, las montañas de monedas. ¡Mías, mías, mías!
El comerciante era un demente patético.
La espada de D’Amato se bamboleaba en el aire. Kloszowski no tenía arma ninguna.
—¡Mías!, ¿me oyes? ¡Todas mías!
Antonia le entregó un atizador de un metro de largo rematado por un tridente. Kloszowski recordó cómo D’Amato había maltratado a su amada. Antonia era una princesa gitana vendida cuando era un bebé al brujo del agua, quien la había maltratado a diario. Kloszowski alzó el atizador, contra el cual chocó la espada de D’Amato.
—Resistíos, estúpidos —les gritó Genevieve—. Esto no es real, sino un hechizo del viejo Melmoth.
El comerciante lanzó un tajo salvaje, y Kloszowski apenas pudo evitar que lo alcanzara. Aferró el atizador con ambas manos y lo descargó sobre la cabeza de D’Amato, que cayó contra una pesada silla.
¡Muy bien por el usurpador!
D’Amato cayó hecho un ovillo.
—Es mío, todo mío —mascullaba—. Yo soy Montoni, el verdadero Montoni Udolpho…
Kloszowski atrajo a Antonia hacia sí rodeándole los agitados hombros con un brazo, y besó a la muchacha, a quien convertiría en señora de Udolpho.
—Montoni soy yo —dijo.
Los miró a todos y esperó a que lo aceptaran.
—¡N0! —rugió una voz que le resultaba familiar. La palabra flotó en el aire y resonó como un rayo—. ¡NO!
Había hablado Zschokke, quien, después de todo, no era mudo.
El mayordomo tenía la voz de un toro. Kloszowski había oído antes esa voz, antes de que cayera la noche, antes de que estallara la tormenta. Zschokke era el jefe de los bandidos que le habían robado los caballos al sacerdote de Morr. Tenía que haber adivinado desde el principio que Kloszowski iba disfrazado.
—Yo soy el verdadero Montoni Udolpho —declaró.
Las armaduras vacías que se encontraban en hilera contra el muro del otro lado de la estancia, despertaron a la vida con las viseras levantadas.
—Y éstos son mis leales servidores.
Se trataba de bandidos encallecidos, a muchos de los cuales les faltaba un ojo o la nariz.
—Esta casa y todo lo que hay en ella me pertenece por legítimo derecho.
Zschokke se dio un puñetazo en el pecho para conferir más fuerza a la afirmación. La punta de la pica apareció entre su cuello y una de sus clavículas, y lo ensartó hacia arriba Zschokke miró aquella cosa que sobresalía de su cuerpo y abrió la boca para proferir un ensordecedor alarido de furia.
Lo levantaron del piso como si fuera un juguete, y se deslizó a lo largo del asta de la pica mientras de su boca manaban goterones de sangre que le empapaban la cara. Detrás de Zschokke había un gigante con armadura que lo mantenía ensartado en su propia pica. Al gigante lo acompañaba Christabel, vestida de novia con una cola y un velo blancos y apolillados. Kloszowski se quedó atónito.