VEINTISIETE
VEINTISIETE
Christabel no podía recordar quién era realmente. No importaba. Desde que había llegado a Udolpho, estaba en su hogar.
Su nuevo amante había matado a Zschokke, y ahora destrozaría al resto de sus enemigos. El último de los secuaces del bandido había muerto dentro de su armadura aplastada.
Cerró de un golpe la tapa del clavicordio y abrió los brazos para sentir la fría caricia del viento en su cuerpo.
Ravaglioli llegó arrastrándose de la bodega al salón. Ella asintió con la cabeza y el gigante pisó la espalda de su padre.
Tanja, la doncella lagarto, disparó una lengua bífida al aire y atrapó una mosca.
—Misericordiosa Shallya —dijo Flaminea cuando la cuerda estranguladora le rodeó el cuello. Christabel apretó con fuerza.
—Fuego, fuego…
Pintaldi lanzó al aire una antorcha que cayó en ardientes fragmentos.
La cola del traje de Christabel se encendió, y las llamas la rodearon en un instante y se propagaron a Flaminea.
—Ramera —graznó su madre, y escupió.
Christabel mantuvo tensa la cuerda incluso mientras el fuego aumentaba en torno a ambas. Pintaldi tenía razón. Las llamas eran frías y cortantes. El propio Pintaldi estaba en llamas y las propagaba por todas partes, abrazaba a todos los presentes.
Estaban todos allí: Schedoni, Ravaglioli, Vathek, Ambrosio, el doctor Valdemar, Flaminea, Zschokke, Pintaldi, Montoni, las doncellas. Los incendios se propagaban por todo el gran salón. Otra ala de la casa quedaría asolada antes de que la tormenta extinguiera el fuego. El gigante permanecía de pie, impertérrito ante el incendio. Había otros con él: Flamíneo, el Cazador Fantasma, el Semblante Azul de Udolpho, el Mayordomo Estrangulador, la Abadesa Gimiente, la Novia Espectral, el Barón Sangrante, y muchos, muchos más.
Christabel sintió que se le derretía la cara… y supo que no sería algo definitivo.