VEINTITRÉS

VEINTITRÉS

En la oscuridad, con sus heridas y un monstruo muerto que había sido un hombre, Detlef dominó el impulso de llorar. Era un genio, no un cobarde. Su amor no moriría. Nada que él pudiese hacer extinguiría ese sentimiento. Acabaría dedicándole millones de palabras y continuaría sin poder sofocarlo. Su serie de poemas titulada: A mi inalterable dama no estaba acabada, y la separación inspiraría un tercer grupo de poemas. Tal vez lo impelería a realizar la más grandiosa de sus obras.

El olor era terrible, el olor de la muerte, el conocido olor de la muerte. Detlef sentía una afinidad con el dramaturgo.

—Bruno —dijo—, yo reviviré tus obras. Mereces al menos eso por mi parte. Tu nombre volverá a vivir. Te lo juro.

El ser muerto no respondió, pero no había esperado que lo hiciera.

—Por supuesto, puede que las revise un poco, que actualice un poco tu trabajo…

Genevieve se había marchado y nunca regresaría. La pérdida era peor que cualquiera de las heridas que tenía.

Intentó pensar en algo, cualquier cosa que hiciera desaparecer el dolor, que lo mitigara.

Por último, volvió a hablar.

—Bruno, recuerdo algo que me dijo Poppa Fritz sobre un actor joven que fue a visitar al mismísimo Tarradasch cuando éste producía sus propias obras en Altdorf y dirigía el viejo teatro Amado de Ulric del otro lado de la calle, aunque también lo oí contar con relación a un joven juglar que fue a visitar al gran Orfeo…

Ahora su respiración era fuerte y se desvanecía el dolor de su pierna. Pronto irían a buscarlo. Gené enviaría a alguien para que lo sacara de allí. Guglielmo no lo dejaría abandonado, con una fractura, durante mucho tiempo.

—En fin, Bruno, ésta es la historia. Un joven actor del campo llega a la gran ciudad dispuesto a lograr fama y fortuna sobre el escenario. Sabe cantar, bailar y hacer prestidigitación, y había sido una estrella en la compañía de actores de la universidad. Su sangre joven se gana la simpatía del Tarradasch, y el gran hombre queda bastante impresionado aunque no lo suficiente como para ofrecerle ocupar un lugar en su compañía.

»Eres bueno —dice Tarradasch—, tienes mucho talento, cuentas con la apariencia de una estrella, la fuerza de un acróbata y la gracilidad de un bailarín. Has aprendido muy bien las piezas para la audición, pero hay una cosa que no tienes. Careces de experiencia. Aún no has cumplido los dieciocho años y no sabes nada de la vida. No has amado, no has vivido. Antes de poder ser un gran actor y no sólo un maniquí con talento, debes salir a vivir la vida en plenitud. Vuelve a yerme dentro de seis meses y cuéntame cómo te han ido las cosas.

El rostro de Detlef estaba surcado por las lágrimas, pero su entrenada voz no se quebró.

—Así que, Bruno, el muchacho se marcha del teatro, dándole vueltas en la cabeza al consejo de Tarradasch Cuando regresa seis meses después, tiene una nueva historia que contar.

»Estabas en lo cierto, maestro —le dice al gran hombre—. He estado ahí fuera, en la ciudad, viviendo por mis propios medios y experimentándolo todo. Conocí a una muchacha que me ha enseñado cosas de mí mismo que nunca podría haber imaginado. Esto no me había ocurrido antes. Estamos enamorados, y todo en mi vida danza como las flores en una brisa de primavera.

Detlef miró el desplomado bulto del hombre que había sido el Demonio de la Trampilla.

—Me parece perfecto —dice Tarradasch—, a menos que ella quisiera dejarte…