UNO

UNO

Había tenido un nombre en otros tiempos, pero hacía años que no lo oía pronunciar y a veces le resultaba difícil recordar cuál era. Incluso él pensaba en sí mismo como en el Demonio de la Trampilla. Cuando se atrevían a hablar de él, la compañía del Vargr Breughel lo llamaba su fantasma.

Hacía tantos años que encantaba aquel edificio, que conocía todos sus caminos secretos. Tras accionar el cierre de la trampilla oculta, se deslizaba al interior del palco siete, primero colgándose de sus fuertes tentáculos y luego dejándose caer desde pocos centímetros de altura hasta la alfombra que le era tan familiar. Esa noche se estrenaba La extraña historia del doctor Zhiekhill y el señor Chaida originalmente escrita por el dramaturgo kislevita V. I. Tiodorov, y ahora adaptada por el genio residente del Vargr Breughel, Detlef Sierck.

El Demonio de la Trampilla conocía el vetusto melodrama de Tiodorov a través de traducciones anteriores, y se preguntaba cómo haría Detlef para devolverlo a la vida. Se había interesado por los ensayos, especialmente en los progresos que hacía su protegida, Eva Savinien, pero hasta esa noche había evitado deliberadamente ver toda la obra. Cuando el telón cayera al final del quinto acto, el fantasma decidiría si la obra era acreedora de su bendición o de su maldición.

Se le reconocía como el ocupante permanente y honorario del palco siete y se le invocaba siempre, tanto si una producción marchaba bien como si iba mal. El éxito de Una farsa en la niebla fue atribuido a su aprobación de la comedia, y también lo hicieron responsable de la desastrosa serie de accidentes que plagó la jamás estrenada versión moderna de la obra de Manfred von Diehl, Flor extraña. Algunos lo habían atisbado, y bastantes más imaginaban haberlo visto. Ningún teatro lo era de verdad sin un fantasma, y siempre había viejos tramoyistas y actores secundarios deseosos de hacer correr historias que asustaran a las jóvenes coristas y los aprendices que pasaban por el Teatro Memorial Vargr Breughel.

Incluso Detlef Sierck, actor y director de la compañía del Vargr Breughel, a veces hablaba de él con afecto, y continuaba con la costumbre del anterior director, de hacer dejar una ofrenda en el palco siete la primera noche de cualquier producción.

De hecho, para el fantasma las cosas mejoraron mucho desde que Detlef se hizo cargo del teatro. Cuando el teatro se llamaba Amado de Shallya, especializado en dramas sin patrocinadores aunque edificantemente religiosos, las ofrendas habían consistido en incienso y un cabritillo vivo. Ahora, como reflejo de su enfoque más terrenal y popular, las ofrendas habían adoptado la forma de una gran bandeja de madera cargada de carnes y verduras preparadas por el diestro cocinero de la compañía, regado todo ello con un par de botellas de vino bretoniano.

El Demonio de la Trampilla se preguntaba si Detlef comprendía por instinto que sus necesidades eran más las de un ser físico que las de un espíritu incorpóreo.

Comer sin manos le resultaba difícil, pero los años lo habían obligado a habituarse a su gorguera de musculosos apéndices, y era capaz de llevar los bocados desde la bandeja hasta el succionante y picudo agujero que tenía por boca, con algo parecido a la destreza. Había descorchado la primera botella con una rápida contracción, y bebía frecuentes sorbos de un caldo que debían haber puesto en reposó en torno al año de su nacimiento. Apartó de sí esa idea —su vida anterior le parecía ahora menos real que las ficciones que se sucedían ante él cada velada—, y se instaló en el nido hecho con sillas rotas y cojines que se adaptaba a su forma, en espera de que se alzara el telón. Percibía la emoción del público de estreno y, desde la oscuridad del palco siete, veía el centelleo de las joyas y sedas de allá abajo. En Altdorf, un estreno de Detlef Sierck constituía una ocasión para que la corte saliera lucirse.

El demonio de la Trampilla sabía que el emperador, no se encontraba presente —desde la experiencia vivida en la fortaleza de Drachenfels, a Karl-Franz le disgustaba el teatro en general y las obras de Detlef Sierck en particular—, pero el príncipe Luitpold ocuparía el palco imperial. Muchos de los mejores y más destacados del Imperio estarían allí, tanto con la intención de ser vistos como de ver la obra. Los críticos ocupaban su rincón, con las plumas erizadas y los tinteros a punto. Los adinerados comerciantes abarrotaban el patio de butacas y alzaban los ojos hacia los cortesanos y aristócratas que estaban reunidos en el anfiteatro, los cuales a su vez miraban a sus contactos imperiales situados en los palcos privados.

Un digno estallido de aplausos saludó a la orquesta cuando Félix Hubermann, su director, condujo a sus músicos a través del himno nacional imperial: Salve la Casa del Segundo Wilhelm. El fantasma resistió la tentación de hacer entrechocar sus apéndices en un schlumphing símil de aplauso. El futuro emperador apareció en el palco imperial y aceptó con gracia la admiración de sus futuros súbditos. El príncipe Luitpold era un hermoso niño a punto de convertirse en un apuesto joven. Su compañera de aquella noche también era guapa, aunque el Demonio de la Trampilla sabía que no era joven. Genevieve Dieudonné, vestida con mucha más sencillez que Luitpold —envuelto en brocados y cintas—, parecía una jovencita de unas dieciséis primaveras, aunque era bien sabido que la amante de Detlef Sierck tenía casi seiscientos sesenta y ocho años.

Una heroína para el Imperio, aunque algo embarazosa, no parecía del todo cómoda en la presencia imperial e intentaba mantenerse en las sombrar mientras el príncipe saludaba a la multitud. Al otro lado de la sala, el fantasma percibió un vivo destello rojo en los ojos de Genevieve y se preguntó si la visión nocturna de la mujer vampiro sería capaz de atravesar la oscuridad que exudaba de sus poros como tinta de calamar. Si la muchacha lo vio, no dio señal de ello. Probablemente estaba demasiado nerviosa respecto a su propia situación para prestarle atención a él. Heroína o no, la posición de un vampiro es siempre precaria dentro de la sociedad humana. Eran demasiados los que recordaban los siglos de sufrimiento de Kislev bajo dominación de la zarina Kattarin.

Mornan Tybalt, el tesorero de la casa imperial, hombre de rostros que se había, hecho a sí mismo, también formaba parte del séquito del príncipe, así como el conde Rudiger von Unheimlich, hombre de corazón duro y enérgico promotor de la Liga de Karl-Franz, defensora hasta la muerte del privilegio aristocrático. Se sabía que ambos hombres se odiaban con enconado fervor debido a que el advenedizo Tybalt tenía la osadía de creer que, para los altos cargos, la habilidad personal y el intelecto eran cualificaciones más importantes que la crianza, el linaje y los títulos nobiliarios, mientras que el cazador de pura sangre von Unheimlich sostenía que lo único que la política de Tybalt le había proporcionado al Imperio, eran disturbios y revueltas. El Demonio de la Trampilla suponía que ni el canciller ni el conde dedicarían mucha atención a la obra teatral, dado que ambos se consumían de rabia por la obligación que les imponía la orden imperial de no atentar físicamente el uno contra el otro durante el curso de la velada.

El teatro se aquietó y el príncipe ocupó su asiento. Había llegado el momento de iniciar la representación. El fantasma adoptó una postura más cómoda y centró su atención en el telón que se abría. Tras el terciopelo rojo reinaba la oscuridad. Hubermann se llevó una flauta a los labios y tocó una melodía extraña y aguda. Luego se encendieron los proyectores y el público se vio transportado a otro país, a otro siglo.

La acción de El doctor Zhiekhill y el señor Chaida estaba ambientada en el Kislev anterior a Kattarin, y trataba de un humilde clérigo de Shallya que, bajo la influencia de una poción mágica, se transformaba en una persona por completo diferente, un prodigio de maldad. En la primera escena, Zhiekhill estaba debatiendo acerca del bien y el mal con su hermano filósofo, mientras la oscuridad iba en aumento fuera del templo y se deslizaba entre las majestuosas columnas.

Resultaba fácil ver qué elementos de la obra de Tiodorov atraían a Detlef Sierck como adaptador y actor de la misma…

El doble papel constituía un: reto muy superior al de cualquier otro personaje que hubiese encarnado antes, y el tema era una obvia elaboración de la vena macabra que últimamente aparecía en las obras del dramaturgo. Incluso en la comedia Una farsa en la niebla, había encontrado espacio para un canalla degollador y para muchos diálogos acerca de la hipocresía de los hombres supuestamente buenos. Los críticos atribuían las obsesiones de Detlef a su famoso estreno interrumpido de Drachenfels, durante el cual el actor habla vencido en combate al mismísimo Gran Hechicero, Constant Drachenfels, y no a un monstruo de ficción. Detlef había abordado sin tapujos aquella experiencia en La traición de Oswald en la cual había encarnado el papel del poseído Laszlo Lowenstein, y ahora volvía a hurgar en la herida de su interior regresando a los temas de la dualidad, la traición y la existencia de un mundo monstruoso bajo la realidad cotidiana.

Al marcharse su hermano, Zhiekhill se encerraba en la capilla para manipular líquidos borboteantes que mezclaba con el fin de hacer la poción. Detlef, con la intención de retrasar lo esperado, representaba la escena con un toque cómico, como si Zhiekhill no fuese del todo consciente de lo que estaba haciendo. En sus obras recientes, la visión que Detlef tenía del mal estaba cambiando, como si comenzase a creer que no se trataba de algo externo como cuando Drachenfels usurpó el cuerpo de Lowenstein, sino que era una gangrena procedente del interior como la traición que anidó en el corazón de Oswald, o como el asesino, lascivo y maligno Chaida que luchaba por escapar del confinamiento a que lo sometía el piadoso, devoto y amable Zhiekhill.

En el escenario, la poción ya estaba preparada. Detlef en el papel de Zhiekhill la apuró de un trago, y la misteriosa tonada de Hubermann volvió a comenzar mientras hacía su efecto la influencia de la magia. El doctor Zhiekhill el señor Chaida hizo que el Demonio de la Trampilla reflexionara sobre cosas que habría preferido olvidar. Cuando Chaida apareció por primera vez, con Detlef realizando maravillas de magia escenográfica y contorsiones faciales para sugerir la violenta transformación, recordó su propia forma antigua y los cambios impuestos por Tzeentch que se apoderaron de él poco a poco. En el momento en que Chaida, que estaba estrangulando al hermano de Zhiekhill, se ve arrastrado de nuevo al interior del clérigo que, conmocionado y tembloroso queda descubierto ante el filósofo, el fantasma se sintió conmocionado al darse cuenta de que eso jamás le sucedería a él. Puede que Zhiekhill y Chaida sostuvieran una lucha eterna sin obtener ninguno de ellos el control absoluto, pero él sería por siempre más, y para bien o para mal, el Demonio de la Trampilla. Jamás volvería a ser como antaño.

Luego el drama volvió a captar su atención y lo arrancó de sus pensamientos, cautivado por la forma en que Detlef había reescrito la historia. En la versión de Tiodorov, las dos personalidades del protagonista se reflejaban en las dos mujeres relacionadas con cada una de ellas, Zhiekhill con su virtuosa consorte y Chaida con una desvergonzada ramera de la calle. Detlef había reemplazado los gastados personajes de aquellos arquetipos por seres humanos.

Sonja Zhiekhill, encarnada por Illona Horvathy, era una mujer inquieta y apasionada que estaba lo bastante aburrida con su marido para tomar por amante a un joven cosaco y sentirse atraída, a pesar de sí misma, por el retorcido y peligroso señor Chaida. Mientras que Nita, la meretriz encarnada por Eva Savinien, era presentada como una niña perdida que soportaba voluntariamente el trato brutal al que la sometía Chaida porque el monstruo al menos le prestaba alguna atención.

La escena del asesinato arrancó exclamaciones ahogadas entre el público, y el fantasma supo que Detlef, con el fin de aumentar la demanda de entradas, haría correr el rumor de que las damas se habían desmayado por docenas. Aunque el Chaida de Detlef pudiera ser un éxito en el escenario, la más escalofriante representación del mal que él había visto jamás, no cabía duda de que la revelación de la obra era la trágica Nita de Eva Savinien. En Una farsa en la niebla, a Eva le habían dado el más aburrido de los personajes —el cual había transformado—, y ésta era su primera oportunidad para consagrarse en algo parecido a un papel protagonista. La deslumbrante actuación de Eva hizo que el pecho del fantasma se hinchara de orgullo, dado que en ese momento sentía por ella un interés especial.

Tras fijarse en la joven cuando ésta ingresó en la compañía, había utilizado su influencia para ayudarla en la carrera teatral. El triunfo de Eva también era suyo. Su Nita eclipsaba a la mismísima heroína encarnada por Illona Horvathy, y el Demonio de la Trampilla se preguntó si no habría algo de Genevieve Dieudonné en el tratamiento que Detlef le había dado al personaje.

La escena transcurría ahora en el antro de baja estofa donde Chaida se alojaba, y éste estaba intentando deshacerse de Nita. En un momento anterior de la obra había fijado una cita allí con Sonja, convencido de que si seducía a la esposa a la cual aún creía virtuosa, obtendría el triunfo definitivo sobre la otra mitad de su alma que era Zhiekhill. La discusión que concluía con el asesinato, versaba sobre la cosa más insignificante, un par de zapatos sin los cuales Nita se negaba a salir a las calles cubiertas de nieve de Kislev. Poco a poco, un cierto acaloramiento se dejaba oír en las quejas de Nita que, por primera vez, intentaba hacerle frente a su brutal protector. Por último, casi como si fuese una ocurrencia repentina, Chaida derribaba a la muchacha con un golpe de guantelete de malla, tan tremendo que del cráneo de Nita saltaba un chorro de sangre como si fuese el jugo de una naranja aplastada.

La sangre voló por el escenario.

Entonces llegó el punto culminante, cuando el joven cosaco kislevita encarnado por el atlético y dinámico Reinhardt Jessner, tras haber seguido el rastro de Chaida a partir de sus primeros crímenes, irrumpía en el alojamiento del malvado junto con la esposa y el hermano de Zhiekhill, y ponía fin a la vida del monstruo durante un combate a espada. El Demonio de la Trampilla ya había visto antes un duelo entre Detlef y Reinhardt, en el punto culminante de La traición de Oswald pero la actuación de ese momento fue mucho más impresionante. El combate superó la representación hasta tal punto que se convenció de que entre ellos debía existir algún tipo de enemistad. En la vida real, Reinhardt se había casado con Illona Horvathy, a quien Detlef le había hecho el amor en las últimas tres producciones de la compañía. Además, el público aclamaba a Reinhardt como el nuevo ídolo de las matinés del teatro. Su atractivo para las jóvenes de Altdorf iba en aumento mientras que disminuía un poco el de su genial director, aunque no era precisamente disminuir lo que estaba haciendo el vientre de Detlef con el transcurso de años de buena comida y mejor vino.

Detlef y Reinhardt lucharon como encarnaciones de Chaida y el cosaco, lanzándose tajos hasta que el rostro de ambos se transformó en una rejilla de líneas sangrantes y el decorado del escenario quedó destrozado. Al rajarse una cortina quedó a la vista el cadáver de Nita que Chaida había ocultado precipitadamente, y Sonja Zhiekhill se desmayó en los brazos de su cuñado. El público no respiraba siquiera. En la versión original de Tiodorov, Chaida era derrotado cuando Zhiekhill lograba al fin imponerse y el monstruo dejaba caer la espada. Ensartado por el arma del cosaco, Chaida se convertía en Zhiekhill en el momento de morir y declamaba, en un monólogo agónico, que había aprendido la lección, que los mortales no debían entrometerse en los asuntos de los dioses. Detlef había cambiado esa parte por completo. En el momento en que comenzaba la transformación, el cosaco lanzaba su estocada mortal y Chaida la paraba para golpear luego con su guantelete homicida y fracturar la garganta del joven héroe.

Se produjo una conmoción entre el público ante esta inversión de las expectativas. Había sido Zhiekhill quien había matado al amante de su esposa, no Chaida. Aquélla no era la historia de la diferencia entre el bien y el mal dentro del alma de un hombre, sino del mal que es capaz de desplazar incluso al bien. A lo largo del tercer acto, comprendió el fantasma, Detlef había estado desdibujando las diferencias entre Zhiekhill y Chaida. Ahora, al final, resultaban indistinguibles. Ya no necesitaba la poción. En un último toque de crueldad, Zhiekhill le entregó la espada ensangrentada a su esposa, cuya corrupción aprobaba, y la animó a saborear aún más las delicias del mal asesinando al hermano de Zhiekhill. Sonja, que no necesitaba poción alguna para liberar al monstruo de su interior, lo complació. Luego, rodeados de cadáveres, Zhiekhill se llevó a su esposa al lecho de Chaida, y cayó el telón.

Durante un largo momento reinó entre el público un conmocionado silencio.

El fantasma se preguntó cómo reaccionarían. Al mirar al otro lado de la sala a oscuras, volvió a ver puntos rojos en los ojos de Genevieve y se preguntó que emociones se ocultaban tras ellos. El doctor Zhiekhill y el señor Chaida era una obra que no era fácil que gustara, pero sin duda se trataba de la obra maestra oscura de Detlef Sierck. Nadie que la hubiese visto la olvidaría jamás, por mucho que lo deseara.

Comenzaron los aplausos, que crecieron hasta transformarse en un estruendo ensordecedor. El Demonio de la Trampilla sumó su clamor al del resto.