ONCE
ONCE
Zschokke se detuvo y gruñó al tiempo que le daba unos golpecitos en el pecho a D’Amato. El comerciante de agua retrocedió con paso tambaleante, como si le hubiesen propinado un golpe tremendo.
El enorme mayordomo abrió una puerta que, por supuesto, chirrió, y condujo a D’Amato a través de ella. A continuación alzó la vela que llevaba y continuó pasillo abajo.
Kloszowski no sabía en qué parte de la casa se hallaban. Los habían llevado a bastante distancia del gran salón a través de corredores y escaleras, y podían encontrarse tanto en las profundidades de Udolpho como en lo alto de una de sus torres.
Habían atravesado una zona ruinosa del edificio, y entonces se dio cuenta de que Zschokke se mostraba algo asustado y lanzaba demasiadas miradas cautelosas a su alrededor, apartándose de los nichos de los muros y de las habitaciones que ocultaba la oscuridad. Kloszowski detestaba pensar en qué podía darle miedo a aquel gigantesco bruto.
Aquéllas eran las dependencias de los huéspedes.
Antonia intentaba sonreír y le formulaba al mayordomo preguntas acerca de la familia y de la casa. Zschokke intercalaba algunos gemidos entre sus gruñidos de respuesta.
—Esto —estaba diciendo la bailarina— me recuerda mucho a la posada plagada de demonios de la obra de von Diehl titulada El destino de la bella Florence, o Torturada y abandonada.
Llegaron a otra puerta y Zschokke la empujó para abrirla. Ardía un fuego en el hogar de la habitación que estaba decorada al estilo de Catai, con sedas, mesas bajas y piezas de porcelana. El mayordomo señaló a Antonia con un dedo.
—¿Para mí? —preguntó ella—. Gracias. Tiene un aspecto encantador, muy acogedora.
A Kloszowski le asignó la habitación contigua, una diminuta celda con un camastro desnudo, una sola vela y una manta fina. Era lo que creían adecuado para un sacerdote, obviamente. La próxima vez que se viese obligado a disfrazarse, escogería algo con más posibilidades de proporcionarle un alojamiento mejor que éste. Zschokke cerró de golpe la puerta a sus espaldas, y lo dejó a solas.
Había una ventana de cristal fino en la cual la lluvia tamborileaba sin parar. Kloszowski miró a través del cristal, pero no pudo ver nada más que los regueros de agua.
Se quitó el hábito y las botas del novicio. Aún tenía los pies sucios del fango del bosque, y el resto de sus ropas estaban rasgadas y mugrientas debido a su estancia en las mazmorras de Zeluco. Se arrancó a trozos los calzones, y se despegó del pecho y los brazos los jirones de camisa que le quedaban.
Había un barreño de agua junto a la cama. Recordó la fiebre amarilla de D’Amato, pero supuso que allí, en la montaña, no le comprarían a un chupasangre como aquél, ya que resultaba obvio que tenían la lluvia suficiente para llenar sus propios toneles. Se lavó con esmero y se sintió mejor que en muchos meses.
Cosa extraña, en la habitación había un espejo de cuerpo entero, el único detalle no ascético del mobiliario.
Desnudo, se situó ante él y alzó la vela.
Las mazmorras no le habían hecho ningún bien. Tenía cardenales en las muñecas, los tobillos, la espalda y el pecho, y se había hecho rasguños en las rodillas y las caderas. Podía verse los huesos con demasiada claridad a través de la piel, y su rostro estaba más macilento que románticamente delgado.
No obstante, ya había acabado aquella penosa experiencia en particular.
Entonces, la imagen del espejo se estremeció y distorsionó como si una ola pequeña recorriera la superficie de un estanque encalmado. El marco se movió hacia delante, el espejo giró sobre un lado y se abrió como una puerta.
Kloszowski intentó cubrirse con una toalla. El corazón le latía demasiado aprisa. Algo salió del espacio oscuro situado detrás del espejo, lo cogió por el cuello y le hizo bajar la cabeza.