SEIS

SEIS

Doremus estaba en el bosque, de cacería con su padre. «La segunda presa más peligrosa —había dicho el conde Rudiger—. La yegua del hombre…»

Corrían a gran velocidad, más rápido que los caballos, más que los lobos, lanzados entre los altos árboles, zigzagueando.

La presa se mantenía siempre justo fiera de la vista. Magnus permanecía junto a Doremus, con las heridas de la cara abiertas y ensangrentadas.

Bakhus estaba con ellos, como un perro, mordiéndoles los talones, lamiéndose la nariz y la frente con una larga lengua. Y su muchacha vampiro planeaba sobre ellos con alas de murciélago extendidas entre las muñecas y los tobillos, los labios separados, dejando ver unos dientes que le abarcaban media cara. Rudiger continuaba corriendo y arrastrándolos a todos consigo.

Se movían a tal velocidad que parecía que estaban inmóviles mientras los árboles se lanzaban hacia ellos con ferocidad y el suelo ondulaba bajo sus pies.

Doremus sentía una punzada dolorosa como una puñalada de daga.

Estaban aproximándose a la presa.

Al salir de entre los árboles, irrumpieron en un claro y avistaron la presa.

Con la honda, Rudiger lanzó una piedra que acertó en la parte inferior de las piernas a la presa que cayó en un enredo de extremidades y se estrelló contra el tronco de un árbol, al tiempo que se oía el sonido de huesos al partirse.

La luz de la luna bañó a la presa caída.

Rudiger profirió un aullido de triunfo que hizo salir vapor de su boca abierta, y Doremus vio la cara de la presa derribada.

Reconoció a su madre…

… y despertó, tembloroso y cubierto de sudor.

—Muchacho —dijo Rudiger—. Esta noche vamos de cacería.

El padre estaba de pie en la puerta de su dormitorio, donde combaba el arco para meter un extremo de la madera en el correspondiente lazo de la cuerda; tenía el cuello tenso bajo la barba.

Había un sirviente que ya tenía preparadas las ropas de caza de Doremus. El muchacho salió de la cama, y el frío suelo de piedra heló los pies descalzos.

La conmoción del escalofrío no bastó para convencerlo de que ya no estaba soñando.

El conde Magnus estaba con su padre, así como Bakhus y Genevieve.

Doremus no entendía… «la segunda presa más peligrosa».

Se puso la ropa y forcejeó para calzarse las botas. Poco a poco, despertó del todo. En el exterior aún reinaba la oscura noche.

Los unicornios se cazaban de día. Esto era algo diferente.

—Cazamos por nuestro honor, Doremus. Por el nombre de los von Unheimlich. Por nuestro legado.

Ya vestido, Doremus se vio arrastrado corredor abajo, hacia la entrada del refugio.

El aire de la noche constituyó otra conmoción para él, frío y perfumado. Magnus había encendido unos faroles y se encargaba de ellos. Bakhus llevaba los dos perros, Kiwi y Franz, y los azuzaba hasta ponerlos frenéticos.

Ahora el suelo estaba espolvoreado de nieve, y los copos continuaban cayendo perezosamente. Sobre su rostro se fundieron algunos que dejaron puntos fríos y mojados.

—Esta ramera ha deshonrado nuestra casa —dijo Rudiger—. Debemos restaurar nuestro honor.

Sylvana estaba temblando, de pie entre dos sirvientes que se cuidaban mucho de tocarla, como si fuese portadora de la peste. Iba vestida con una extraña combinación de prendas masculinas y femeninas, algunas costosas y otras baratas. Su blusa de seda estaba metida dentro de unos pantalones de cuero, y sus pies estaban calzados con un par de viejas botas de caza pertenecientes a Rudiger. Llevaba también un chaleco de piel de vaca, y tenía el cabello enredado sobre la cara.

—Y este estúpido ha insultado nuestra hospitalidad y demostrado ser indigno del cargo que ocupa.

El estúpido era Otho Waernicke, que estaba vestido con prendas similares a las de Sylvana y reía con mal fingida indiferencia.

—Esto es una broma, ¿verdad? Dorrie, explícale a tu padre…

Con frialdad, Sylvana abofeteó al maestre de logia de la Liga de Karl-Franz.

—Idiota —le dijo—. No te humilles más, no le des la satisfacción…

Otho volvió a reír, su barbilla y su papada se estremecieron, y Doremus vio que estaba llorando.

—No, quiero decir, bueno, sólo es…

Rudiger contemplaba a Odio con ojos impasibles y duros.

—Pero yo soy el maestre de logia —dijo—. ¡Salve Karl-Franz! ¡Salve la Casa del segundo Wilhelm!

Hizo el saludo de la logia con mano temblorosa.

Rudiger le cruzó la cara con un par de guantes de cuero.

—Cobarde —dijo—. Si te atreves a mencionar otra vez al emperador, te mataré aquí mismo y dejaré que los perros se coman tu hígado. ¿Me has entendido?

Otho asintió con un vigoroso movimiento de cabeza y guardó silencio. Luego se aferró el estómago y la cara se le puso de un grasiento tono verde grisáceo.

Eructó, y un reguero de vómito manó de su boca. Todos, Sylvana incluida, retrocedieron.

Otho cayó sobre manos y rodillas y todo su cuerpo se estremeció como el de un cerdo herido. Abrió la boca de par en par y, en una cascada, regurgitó hasta la última partícula de lo que había comido durante la cena. Fue una vomitera prodigiosa, digna de una leyenda. Se atragantó, tuvo arcadas y siguió devolviendo hasta que no pudo sacar nada más que líquido transparente.

—Siete veces —comentó el conde Magnus—. Sospecho que es un récord.

Otho sufrió otra dolorosa náusea y llegó a ocho.

—Levántate, cerdo —ordenó Rudiger.

Otho obedeció de inmediato y se puso de pie.

—El lobo tiene sus colmillos, el oso sus garras, el unicornio su cuerno —prosiguió Rudiger—. Vosotros también tenéis vuestras armas. Contáis con vuestro ingenio.

Otho miró a Sylvana. La mujer estaba serena, desafiante. Sin maquillaje, parecía mayor y más fuerte.

—Y tenéis esto.

Rudiger sacó dos afilados cuchillos y se los entregó a Sylvana y Odio. Sylvana comprobó el equilibrio del suyo y besó la hoja con una expresión fría en los ojos.

Otho no sabía muy bien cómo coger el suyo.

—Debes saber —le dijo Rudiger a Sylvana—, que cuando te doy caza te amo. Es algo puro, sin ánimo de venganza. El daño que me has causado queda a un lado, desaparece. Tú eres la presa y yo el cazador. Es la máxima intimidad a la que podremos llegar jamás, estamos mucho más íntimamente unidos que lo estuvimos como hombre y amante. Es importante que comprendas esto.

Sylvana asintió con la cabeza y Doremus tuvo la certeza de que estaba tan loca como su padre. Éste era un juego que acabaría con la muerte.

—Padre —dijo—, no podemos…

Rudiger lo miró con enfado y decepción en los ojos.

—Tienes el corazón de tu madre, muchacho —dijo—. Compórtate como un hombre, compórtate como un cazador.

Doremus recordó el sueño que había tenido y se estremeció. Continuaba viendo las cosas de modo diferente. La sangre del unicornio estaba en su interior.

—Si llegáis con vida al alba —les dijo su padre a Sylvana y Otho—, quedaréis libres.

Rudiger cogió una paja encerada de manos de un sirviente y la acercó a la llama de uno de los faroles de Magnus, donde prendió y comenzó a arder lentamente.

—Tenéis tiempo hasta que la paja se haya consumido. Luego os seguiremos.

Sylvana volvió a asentir con la cabeza y se adentró en la noche, donde desapareció silenciosamente.

—Conde Rudiger… —Otho se atragantó y luego se enjugó la boca.

—No te queda mucho tiempo, cerdo.

Otho contempló el extremo encendido de la paja.

—Ponte en marcha, Waernicke —le aconsejó el conde Magnus.

El maestre de logia se decidió y, tras rehacerse, se alejó corriendo, con la grasa sacudiéndose bajo sus ropas.

—La nevada está amainando —comentó Magnus—, y derritiéndose. Es una lástima. La nevada habría ido en tu favor.

—No necesito nieve para seguir rastros.

La paja ya se había consumido casi hasta la mitad. Rudiger cogió las correas de los perros de manos de Bakhus, y las reunió en una sola mano.

—Tú y tu perra chupasangres quedaos aquí —le ordenó a su guía—. Sólo me llevaré a Magnus y a mi hijo. Deberíamos bastar.

Bakhus pareció aliviado, aunque Genevieve, que esa noche parecía algo más viva, se sintió fastidiada por el hecho de que la dejaran allí. Por alguna razón, la mujer vampiro había querido formar parte de la cacería. Por supuesto, debía ser una experta en la caza de la segunda presa más peligrosa.

La paja era una mera chispa entre los dedos índice y pulgar de Rudiger, y éste la apagó.

—Vamos —dijo—, tenemos piezas que cobrar.