41

Quería explorar. Me habría puesto a explorar si no hubiera oído llorar a un niño.

De todas las cosas que esperaba que Barrons tuviera ocultas ante el mundo y protegidas hasta la muerte, un niño no estaba en mi lista.

¿Habría pistas sobre su identidad? Seguro.

¿Una lujosa casa? Sin duda.

¿Un niño? Nunca.

Anonadada, busqué el origen del sonido. Era muy tenue y venía de abajo. El niño sollozaba como si el mundo se fuera a acabar. No podía distinguir si era una niña o un niño, pero el dolor que sentía partía el corazón a cualquiera. Quería hacer que callara. Necesitaba hacer que callara. Me estaba partiendo el corazón.

Pasé de una sala a otra, casi sin fijarme en lo que me rodeaba, abriendo y cerrando puertas, buscando una forma de bajar. En el fondo era consciente de que las verdaderas joyas de la colección de Barrons estaban aquí, en su refugio subterráneo. Pasé junto a objetos que había visto en museos y que ahora sabía que eran copias. Barrons no tenía copias. Amaba sus antigüedades. El lugar zumbaba con ODP en algún lugar. Al final los encontraría.

Pero, primero, el niño.

El sonido de su llanto me estaba matando.

¿Tenía hijos Jericho Barrons? ¿Tal vez había tenido un hijo con Fiona?

Resoplé y me di cuenta de lo fae que sonaba, así que fingí que no acababa de hacerlo. Me detuve y me sujeté la cabeza. Como si el niño hubiera oído mi suspiro con los labios cerrados, empezó a llorar más fuerte, como diciendo: «Estoy aquí, estoy cerca. Por favor, encuéntrame. Tengo mucho miedo y estoy solo».

Tenía que haber escaleras en algún sitio.

Recorrí el lugar, abriendo una puerta tras otra. El lloro estaba afectando hasta mi último nervio de instinto maternal. Al final, encontré la puerta correcta y entré.

Barrons había tomado grandes precauciones.

Me encontraba en la sala de una casa de la risa como las de las ferias, llena de espejos. Podía ver escaleras en una docena de lugares distintos, pero no tenía forma de distinguir entre reflejo y realidad.

Además, conociendo a Barrons tan bien como lo conocía, si me dirigía hacia el reflejo, seguro que me pasaba algo muy malo. Estaba claro que se preocupaba mucho por proteger a ese niño.

Mi lago oscuro se ofreció, pero no lo necesitaba.

—Muéstrame qué es real —murmuré. Los espejos se oscurecieron, uno tras otro, hasta que una escalera cromada apareció brillando bajo una tenue luz.

Me dirigí hacia ella y empecé a bajar los escalones, atraída por el canto de sirena del llanto de un niño.

De nuevo, mis expectativas se vieron superadas por lo que me encontré.

El llanto provenía de detrás de unas altas puertas cerradas con unas cadenas, con candados y grabadas con runas. No debería haber sido capaz de oírlo. Estaba alucinada por ser capaz de oír los gruñidos de Barrons con tanta distancia de por medio.

Tardé veinte minutos en romper las cadenas, candados y runas. Estaba claro que quería proteger a ese niño hasta la muerte. ¿Por qué? ¿Qué era tan importante? ¿Qué estaba pasando?

Cuando abrí las puertas empujándolas, el lloro se detuvo de manera abrupta.

Entré en la habitación y miré a mi alrededor. Fuera lo que fuera lo que me esperaba, no era esto. No había nada opulento allí, ningún tesoro ni objetos de coleccionista. Era poco mejor que la cueva de Mallucé situada debajo del Burren.

La habitación estaba excavada en la piedra, una cueva abierta en las entrañas rocosas de la Tierra. Un pequeño riachuelo la atravesaba, apareciendo por la pared de levante y desapareciendo hacia poniente. Había cámaras por todas partes. Barrons sabría que había estado ahí aunque me fuera en ese preciso instante.

En el centro de la habitación había una jaula que medía medio metro por medio metro, fabricada con unas enormes barras de hierro con muy poca separación entre ellas. Como las puertas, estaban llenas de runas. También estaba vacía.

Me acerqué a ella.

Y me detuve, sorprendida.

No estaba vacía, tal como había pensado. En la jaula había un niño, tumbado de lado y acurrucado. Desnudo. Parecía tener diez u once años.

Le dije:

—Cielo, ¿estás bien? ¿Qué te pasa? ¿Por qué estás ahí?

El niño alzó la mirada. Me tambaleé y caí de rodillas sobre el cielo empedrado, estupefacta.

Veía el niño desde la visión que compartía con Barrons.

Todos los detalles quedaron claros como el agua en mi cabeza, como si lo hubiera vivido el día antes; un extraño vistazo al corazón de Barrons. Podía cerrar los ojos y estar de vuelta allí con él, así de fácil. Estábamos en un desierto.

Era el atardecer. Sostenemos un niño en los brazos.

«Miro hacia la noche.»

«No quiero bajar la mirada.»

«No puedo enfrentarme a sus ojos.»

«No puedo no mirar.»

«Los ojos se me van hacia abajo sin desearlo, pero ansiosos.»

«El niño me mira con una confianza ciega.»

—¡Pero estás muerto! —protesté mientras le miraba.

El niño se movió hacia mí, se incorporó hasta el borde de la jaula y rodeó con sus pequeñas manitas los barrotes de la jaula. Un niño precioso. Pelo oscuro, piel dorada, ojos oscuros. Hijo de su padre. Sus ojos son dulces y cálidos.

Y yo soy Barrons, que bajo la mirada hacia él…

«Sus ojos dicen: sé que no me dejarás morir.»

«Sus ojos dicen: sé que harás que pare este dolor.»

«Sus ojos decían: confianza, amor, adoración, eres perfecto, siempre me mantendrás a salvo, eres mi mundo.»

«Pero no pude mantenerlo a salvo.»

«Y no puedo hacer que pare su dolor.»

Hemos estado en el desierto con este niño en los brazos, justo este niño, perdiéndolo, amándolo, llorándolo, sintiendo cómo se le escapaba la vida…

«Le veo ahí. Su ayer. Su hoy. Sus mañanas que nunca llegarán.»

«Veo su dolor y me destroza.»

«Veo su amor absoluto y me da vergüenza.»

«Me sonríe. Me entrega todo su amor a través de la mirada.»

«Empieza a desvanecerse.»

«¡No!!, grito yo. ¡No morirás! ¡No me dejarás!»

«Le miro a los ojos durante lo que me parecen mil días.»

«Le veo. Lo tengo en brazos. Está ahí.»

«Ha desaparecido.»

Pero no ha desaparecido. Está ahí a mi lado. El niño presiona el rostro contra los barrotes. Me sonríe. Me da todo su amor a través de la mirada. Me deshago. Si pudiera ser la madre de alguien, tomaría a este niño y lo mantendría a salvo para siempre.

Me pongo de pie, moviéndome como si estuviera en trance. He sujetado a este niño en mis brazos, dentro de la cabeza de Barrons. Como Barrons, lo he amado y lo he perdido. Al compartir esa visión, se ha convertido también en mi herida.

«No lo entiendo. ¿Por qué estás vivo? ¿Por qué estás aquí?» ¿Por qué había Barrons experimentado su muerte? No había duda de que había sido así. Yo también lo había sentido. Me recordó a los remordimientos que sentía sobre Alina…

«Vuelve, vuelve, quieres gritar… solo un minuto más. Solo una sonrisa más… una oportunidad más para hacer las cosas bien. Pero ha desaparecido. Se ha ido. ¿Adónde se ha ido? ¿Qué pasa con la vida cuando desaparece? ¿Va a algún otro lugar o es que ha desaparecido y ya está?»

—¿Qué tal estás ahí dentro? —pregunto.

Me habla, pero no entiendo una palabra. Es un idioma muerto y olvidado. Pero oigo el tono de queja. Escucho una palabra que se parece a mamá.

Aguantándome un sollozo, alargo el brazo hacia él.

A medida que introduzco los brazos a través de los barrotes y sujeto su pequeño cuerpo desnudo entre los brazos, a medida que su cabeza oscura descansa en el espacio que queda entre la unión de mi hombro y mi cuello, unos colmillos se clavan en mi piel, y ese precioso niñito me desgarra la garganta.

 


Fiebre sombría
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