35

La última vez que hablé con mamá en persona fue el 2 de agosto, el día que dije adiós y cogí un avión para Dublín. Habíamos tenido una fuerte discusión por mi viaje a Irlanda. No quería perder a una segunda hija en lo que ella llamaba «ese maldito lugar». En ese momento pensé que estaba siendo melodramática. Ahora sé que tenía motivos para creer que nunca debería haber dejado ir a Alina y se asustó al verme seguirla. Me arrepiento muchísimo de que las últimas palabras que nos dijimos cara a cara fueran tan duras. Aunque he hablado con ella por teléfono, no es lo mismo desde entonces.

Vi a papá tres semanas más tarde, cuando llegó a la librería buscándome. Barrons usó la Voz para hacer que regresara a casa y le plantó unas órdenes subliminales para evitar que volviera a Irlanda. Funcionaron. Papá fue al aeropuerto varias veces para volver a por mí, pero no consiguió subir a ningún avión.

Los vi de nuevo dos semanas después de Navidad, cuando dejé de ser pri-ya y V’lane me había llevado a Ashford para demostrarme que él había ayudado a restaurar mi ciudad natal y a mantener a mi gente a salvo.

No pude hablar con ellos entonces. Había estado agachada entre los arbustos detrás de mi casa y los vi en la terraza, hablando de mí y de cómo iba, supuestamente, a condenar al mundo.

Los vi cuando Darroc los mantenía prisioneros. Los habían amordazado y atado.

Y después los vi aquí, en el Chester’s, la noche que el Sinsar Dubh tomó el control de Fade y mató a Barrons y Ryodan, pero eso fue solo a través de un cristal.

Cronológicamente, habían pasado nueve meses desde que me vieran por última vez. Con el tiempo que había perdido en Faery, siendo pri-ya, y en los Espejos, a mí me parecían más bien tres meses, aunque fueran los más largos y más ajetreados de mi vida.

Tenía ganas de verlos. Ahora. A pesar de que no había aceptado a V’lane en la forma en que él había querido, tampoco lo había apuñalado, lo que resultó ser una casualidad porque, al final, había conseguido decirme que debíamos reunirnos en el Chester’s al mediodía para acabar de pulir los planes para capturar el Libro. Lo habían enviado como mensajero para avisarnos a todos.

Entonces decidí que mis recados podían esperar. Saber que estábamos tan cerca de intentar capturar seriamente al Libro me había llenado de unas ganas urgentes de ver a mamá y papá antes de la gran reunión. Antes del ritual. Antes de que cualquier otra cosa en mi vida pudiera torcerse. Dejando a un lado mi crisis de identidad personal, estaban mis padres y siempre lo estarían. Si yo hubiera vivido antes como otra persona o cosa, seguro que esa vida no tendría ni punto de comparación con esta.

Llegué al Chester’s, pasé tranquilamente delante de las barras, que estaban llenas de gente a pesar de lo temprano que era, y me fui hacia las escaleras. No tenía ganas de hablar con ninguno de los crípticos moradores del club.

Al pie de la escalera, Lor, el enorme hombre musculoso con el pelo negro largo, piel pálida y ojos ardientes, se me acercó y me cortó el paso.

Empecé a pensar qué tenía en mi profundo lago cristalino y que podría usar —Barrons había sorbido mis runas carmesí como si fueran trufas—, cuando Ryodan gritó:

—Déjala subir.

Eché la cabeza hacia atrás. El propietario urbano del mayor antro de sexo, drogas y emociones exóticas en la ciudad estaba detrás de la balaustrada metálica, con sus grandes manos aferradas a la barandilla de cromo, las gruesas muñecas adornadas con cadenas de plata y las facciones oscurecidas por una sombra de lo más oportuna. Parecía un modelo de Gucci marcado con cicatrices. Independientemente del tipo de vida que este hombre hubiera vivido antes de convertirse en lo que era, seguro que había sido violenta y dura. Igual que ellos.

—¿Por qué? —quiso saber Lor.

—Porque yo lo digo.

—Aún no es hora de la reunión.

—Quiere ver a sus padres. Va a insistir.

—¿Y?

—Cree que tiene algo que demostrar. Está agresiva.

—Vaya, qué bien. Ni siquiera tengo que hablar —susurré. Y sí, me sentía agresiva. Ryodan sacaba lo peor que había en mí. Igual que Rowena, me había prejuzgado.

—Hoy despides emoción a raudales. Los seres humanos emocionales sois impredecibles y tú eres más impredecible que la mayoría, para empezar. Además —Ryodan parecía divertido—, está Jack que cada vez es más inmune a la Voz de Barrons. Ha estado exigiendo verte. Dijo que tomará como rehén a la reina si no te llevamos con él. No me preocupa la seguridad de la reina. A Rainey le gusta y a Jack no le gusta nada que a Rainey le guste. Pero me preocupa que esto nos enfrente.

Esbocé una sonrisa. Si alguien podía ganar, ese era mi padre. Empujé a Lor, pasé por su lado y le di un golpe con el hombro. Extendió el brazo recto como una barra a la altura del cuello y me detuvo.

—Mírame, mujer —gruñó Lor.

Volví la cabeza y lo miré con suma frialdad.

—Como te diga algo de nosotros, te vamos a matar. ¿Entiendes? Una palabra y eres mujer muerta. Así que si vas por ahí pavoneándote, sintiéndote altanera y protegida porque a Barrons le gusta follarte, vas lista. Cuanto más le gustes, más probable es que uno de nosotros acabe matándote.

Miré a Ryodan.

El propietario del Chester’s asintió con la cabeza.

—Nadie mató a Fiona.

—No era más que un felpudo.

Le aparté el brazo de mi cuello.

—¡No me toques!

—Te sugiero que lo cures de su pequeño problema si quieres sobrevivir —dijo Lor.

—Pues claro que voy a sobrevivir.

—Cuanto más lejos de él estés, más segura estarás.

—¿Quieres encontrar el Libro o no?

Ryodan contestó:

—Nos da igual que el Libro esté ahí fuera. O que los muros hayan caído. Los tiempos cambian, nosotros seguimos adelante.

—¿Entonces por qué nos estáis ayudando con el ritual? V’lane me dijo que Barrons os pidió a ti y a Lor que os encargarais de las otras piedras.

—Por Barrons. Pero como diga una sola palabra sobre él mismo, estás muerta.

—Pensé que él era vuestro jefe.

—Lo es. Hizo las normas bajo las que vivimos. Aun así te arrancaremos de él.

«Te arrancaremos de él.» A veces era un poco dura de mollera.

—Y él lo sabe.

—Ya hemos tenido que hacerlo antes —dijo Lor—. Kasteo no nos dirige la palabra desde entonces. Opino que hay que superarlo ya. Llevamos mil años así. ¿Qué vale una mujer?

Inspiré profundamente cuando entendí las ramificaciones de lo que acababan de decir. Por esta razón Barrons nunca contestaba ninguna de mis preguntas y nunca lo haría. Él sabía lo que me harían si me decía, fuera lo que fuera que le hubieran hecho a la mujer de Kasteo hace mil años.

—No tienes que preocuparte por eso. No me ha dicho nada.

—Todavía —dijo Lor.

—Pero lo más importante —dije, mirando a Ryodan—, no le preguntaré nada. No necesito saberlo. —Me di cuenta entonces de que era verdad. Ya no estaba obsesionada con tener un nombre y una explicación para Jericho Barrons. Era lo que era. Sin nombre, sin razones. Eso no le cambiaría en nada ni cambiaría la forma en que yo me sentía.

—Lo mismo han dicho las demás mujeres en algún momento u otro. ¿Te suena el cuento de Barba Azul?

Claro. Él les pedía solamente una cosa a sus esposas: que no miraran en la habitación prohibida de arriba; allí guardaba los cadáveres de todas las esposas a las que había matado, precisamente, por haber mirado en la habitación.

—Las esposas de Barba Azul no tenían una vida. —Le observé fijamente. Todos eran tan controlados, tan duros y despiadados—. ¿Así que cuántas habéis matado los unos de los otros? ¿Tantas que ya no soportáis miraros a la cara? ¿Se ha convertido la alegre banda de hermanos en, digamos, una interminable guerra fría andante y parlante?

Su semblante se oscureció.

—Desnúdate si vas a subir.

Lo fulminé con la mirada.

—Llevo ropa muy ceñida.

—No es negociable. Todo. Nada más que piel.

Lor se cruzó de brazos, se apoyó en la escalera y se rio.

—Tiene un buen culo. Si tenemos suerte, seguro que lleva puesto un tanga.

El hombre de pelo blanco rio como si estuviera rugiendo.

—Nunca le has obligado a nadie a desnudarse —le dije.

—Nuevas reglas —repuso Ryodan, sonriendo.

—No voy a…

—… ver a tus padres si no lo haces —me interrumpió él.

—No quiero verlos si tengo que estar desnuda. Mi madre no se recuperaría nunca.

Sostuvo una túnica corta.

—Tú planeaste esto. —Sería cabrón.

—Te lo dije. Nuevas reglas. No se puede tener demasiado cuidado con la reina aquí.

Creía que lo haría. Se equivocaba.

Cabreada, me quité los zapatos, me saqué la camisa por la cabeza, me quité los vaqueros ajustados, me desabroché el sostén y me quité el tanga también. Entonces me puse la cartuchera al hombro, metí la lanza en él y subí las escaleras desnuda. Meneé las caderas al andar y no dejé de mirarle a los ojos en todo el tiempo.

En la planta superior, Ryodan prácticamente se abalanzó sobre mí con la túnica en las manos. Miré de nuevo a Lor y al otro guardia. Los dos estaban mirándome. Ninguno de los dos se reía ya.

El segundo piso del Chester’s olía bien. Incliné la cabeza, olfateando. ¿Perfumes y… cocina? ¿Había una cocina aquí?

Tres mujeres salieron de detrás de un muro, hablando y riendo, cargadas con bandejas cubiertas, y luego desaparecieron tras otro panel. Me quedé estupefacta. Ellas sabían cómo abrir y cerrar las puertas y yo no.

Ryodan me dio la ropa de mala gana.

—Las mujeres Keltar están descontroladas. Cocinan, charlan, se ríen. ¡Serán idiotas!

Lo miré. Se estaba alejando. Tuve que reprimirme mucho para no reír. Me fui a un lado de la sala y me vestí cuando lo vi desaparecer en una de las salas con paneles de cristal.

Cuando empecé a caminar de nuevo, Lor apareció a mi lado. No me gustó la forma en que me miraba: con la mirada fija y abrasadora de un hombre intensamente sexual que me había visto desnuda y contoneando las caderas, y que no lo olvidaría pronto.

—Jack y Rainey están por aquí. —Giró a la izquierda en el laberinto de cromo y cristal, por un pasillo que ni siquiera sabía que estuviera allí. Las paredes de cristal reflectante creaban la ilusión de una sala de espejos. El segundo piso del Chester’s era aún más grande de lo que esperaba.

—Los has trasladado.

—Con la reina aquí necesitábamos un lugar donde vigilarlos mejor.

Más adelante, Drustan y Dageus estaban de pie en el pasillo, hablando con un… me quedé mirando. ¿Fae? No me daba la sensación de que fuera un fae. ¿Qué era? Tenía el pelo negro y largo, la piel dorada y despedía grandes dosis de carisma. Era fae, pero no del todo.

Cuando nos acercamos, oí decir a Dageus con impaciencia:

—Lo único que pedimos es que confirmes que es realmente Aoibheal. Fuiste su favorito durante cinco mil años, Adam. Tú la conoces mejor que cualquiera de nosotros. Está muy cansada y débil y, aunque estamos casi seguros de que es ella, nos quedaríamos mucho más tranquilos si lo escucháramos de alguien que alguna vez fue su mano derecha.

—Yo soy mortal, Gab está embarazada y no pienso morir en una puta guerra fae. No es mi batalla. Esta ya no es mi vida.

—Solo te pedimos una confirmación de que es ella. Haremos que V’lane te tamice fuera de aquí…

—Como le digáis a ese cabrón que estoy aquí, no os explicaré una mierda. Nadie debe saber que estoy en Irlanda. Ni un solo fae. ¿Entendido?

—¿Crees que todavía van a por ti?

—Tienen una memoria prodigiosa, la reina es débil y yo nunca fui su favorito. Algunos de ellos no beben del caldero tan a menudo como me gustaría. Una mirada. Os lo confirmaré, pero luego me largo de aquí. No vengáis a buscarme otra vez.

Dageus dijo fríamente:

—Tuviste la oportunidad de matar a Darroc. Pero en lugar de eso lo hiciste mortal.

Los ojos oscuros de Adam brillaban.

—Ya sabía que algún hijo de puta de los vuestros trataría de echarme la culpa por lo sucedido. Lo dejé vivo. Los humanos dejaron vivir a Hitler. No soy responsable de la destrucción de un tercio de la población del mundo.

—Puedes estar contento de que las víctimas no fueran Keltar o seríamos nosotros los que iríamos a buscarte.

—No me amenaces, escocés. No me llamaban sin siriche du por nada y no lo hubiera hecho sin tomar precauciones. Todavía tengo un par de ases en la manga. Tengo mi propio clan que proteger.

Lo miré cuando nos cruzamos. De repente, giró la cabeza y me miró directamente con los ojos ligeramente entrecerrados. Su mirada me siguió hasta que le adelanté.

—¿Quién es? —le oí preguntar.

—Una de las elegidas de la reina, al parecer. Puede localizar el Libro.

—Seguro que sí —murmuró Adam.

Lo miré fijamente por encima del hombro y empecé a darme la vuelta. Quería saber por qué había dicho eso.

Lor me agarró el brazo.

—Sigue caminando. El horario de visita en Chester’s… bueno, para ti, no hay.

Se detuvo al otro extremo de la sala frente a una pared lisa de cristal que estaba cubierta de runas oscuras y apretó la mano contra el panel. Cuando la puerta se deslizó a un lado, miré hacia abajo y vi que el suelo también estaba lleno de runas.

—Si te cansas de Barrons. —Sus fríos ojos fijos se posaron en mi cara—. Eso suponiendo que sobrevivas.

Le lancé una mirada de asombro y burla.

—¿Las sorpresas nunca terminan? Esa es la idea que tiene Lor de una proposición. Que alguien me sujete que me desmayo.

—Ser encantador requiere una energía que es mejor gastar follando. Prefiero que me den con un bate en la cabeza. —Se dio la vuelta y comenzó a alejarse.

Puse los ojos en blanco y, cuadrando los hombros, pasé por encima de las runas.

O más bien traté de pasar por encima de las runas.

Me rechazaron violentamente y saltaron todas las alarmas del edificio.

—¡No llevo el libro encima! Me has visto desnuda. ¡Suéltame!

El brazo de Lor me rodeaba la garganta y me aplastaba la tráquea. Un poco más de presión y me desmayaría por falta de oxígeno.

—¿Qué ha pasado? —quiso saber Ryodan, que apareció en el piso de arriba.

—Ha tropezado con las guardas.

—¿Y por qué ocurre eso, Mac?

—Sácame a este imbécil de encima —dije.

—Suéltala. —Barrons se había sumado a Ryodan en la sala—. Ahora.

Ryodan miró a Barrons y algo pasó entre ellos; me di cuenta de que llevaban un tiempo esperando algo. Sabían que en algún momento pediría ver a mis padres. La única razón por la que Ryodan me había dejado subir era para someterme a esta prueba. ¿Pero qué había demostrado con eso?

—No cambia nada —dijo Barrons finalmente.

—No —convino Ryodan.

—¿Qué? —exigí.

—Las guardas te reconocen como fae —dijo Barrons.

—Eso es imposible. Todos sabemos que no lo soy. Debe captar que he comido fae.

—¿Has comido fae? —Adam parecía asqueado.

—¿La reconoces? La has mirado extrañado al pasar —dijo Lor.

—Solo he notado que tiene un ligero toque fae —respondió Adam—. En algún lugar de su linaje. Realeza. No conozco la casa. No es la mía.

Todos me miraban.

—Vosotros tampoco podéis hablar mucho. Ninguno de vosotros es humano. Bueno, tal vez Cian y Drustan que, por otro lado, son los elegidos por la reina y fuisteis entrenados como sus druidas. Así que no me miréis como si fuera un bicho raro. Tal vez cualquier sidhe-seer podría activarlas. Nunca hacía saltar las alarmas en la abadía y eso que se diseñaron para mantener fuera a los fae.

¿O quizá sí? Cada vez que había ido allí, me habían encontrado rápidamente. Luego estaba la mujer rubia que recorría el pasillo con su implacable: «No se te permite el acceso aquí. No eres una de nosotras». ¿Había algo que no pudiera ser ya? ¿Una sidhe-seer? ¿Un miembro del Refugio? ¿Un ser humano?

—Quiero ver a mis padres —dije con frialdad.

Barrons y Ryodan se miraron de nuevo; Ryodan se encogió de hombros.

—Déjala. Acomódalos en la sala de al lado.

—¡Mac! —exclamó Jack, corriendo hacia mí en cuanto entré por la puerta—. ¡Ay, Dios, cuánto te he echado de menos, cariño!

Me engulló en un abrazo de oso que olía a menta y a loción de afeitar. Dicen que con el olor asociamos más los recuerdos que con cualquier otro sentido. El olor del abrazo de mi padre hizo desaparecer todos esos meses, como las páginas de un calendario que se arrancan y se tiran al cubo de la basura.

Yo no era fae, tampoco podía ser el rey unseelie y no iba a condenar al mundo. Estaba a salvo, protegida, cuidada, amada. Era su niña y siempre lo sería.

—¡Papá! —Acerqué la nariz a su camisa—. Y, mamá —dije, con la voz entrecortada, hundiendo la cara en su hombro. Los tres nos aferramos los unos a los otros, abrazándonos como si no hubiera mañana.

Me eché hacia atrás y los miré. Jack Lane estaba alto, guapo y tranquilo como siempre. Rainey sonreía, radiante.

—Estáis fantásticos. Y, mamá, ¡mírate! —No había ni rastro de dolor o de miedo en su rostro de facciones suaves. Tenía los ojos claros y el semblante luminoso.

—¿A que está guapa? —dijo Jack, dándole un apretón en la mano—. Tu mamá es una mujer cambiada.

—¿Qué ha pasado?

Rainey se echó a reír.

—Vivir en una habitación de cristal con la reina de los fairies podría tener algo que ver con eso. También está la música que viene de las otras plantas a todas horas. Y no nos olvidemos de toda la gente desnuda que pasa por aquí.

Papá gruñó.

Sonreí. Me preguntaba cómo estaban llevando todo esto mis padres. Mamá estaba haciendo un curso intensivo de cosas raras.

—Bienvenida a Dublín —le dije.

—No es que hayamos visto mucho, precisamente. —Lanzó una mirada resentida al cristal, como si supiera exactamente dónde estaba parado Ryodan—. Ya me gustaría a mí. —Me miró—. Pero no te creas, ¿eh? Lo pasé bastante mal cuando llegamos. Tu padre no paraba ni un momento. Pero una mañana me desperté y fue como si todos mis temores se hubieran desvanecido mientras dormía. Y no volvieron más.

—¿Porque todo era tan extraño que el miedo ya no tenía cabida? —le pregunté.

—¡Exactamente! Ya no se aplicaba ninguna de las normas por las que solía regirse mi vida. Las cosas eran tan distintas de lo que conocía, que tenía que volverme loca o bien cambiar el chip. Me emociona estar viva de una manera que no he sentido desde que erais pequeñas, antes de empezar a preocuparme por ti y tu hermana todo el tiempo. Ahora lo único que me ha estado preocupando era cuándo podría volver a verte y aquí estás… y estás increíble. Mac, ¡me encanta el pelo que llevas! El corte te queda perfecto. Pero has perdido peso, cariño. Demasiado. ¿Comes bien? No creo que estés comiendo mucho. No se puede estar comiendo lo suficiente y estar tan delgada. ¿Qué has desayunado hoy? —quiso saber su madre.

Miré a papá y sacudí la cabeza.

—¿Sigue haciendo sémola con queso y chuletas de cerdo para desayunar? ¿La dejan entrar en la cocina?

—Lor la lleva de vez en cuando.

—¿Lor?

—Le gustan sus tortitas.

Me quedé perpleja. ¿Lor llevaba furtivamente a mi madre a la cocina para que preparara tortitas?

—Tu Barrons prefiere mi tarta de manzana —dijo Rainey, radiante.

—No es mi Barrons y no me creo que ese hombre coma tarta de manzana. —Barrons y tarta de manzana eran una combinación tan mala como… bueno, vampiros y cachorros. Incluso era difícil ponerlos en el mismo pensamiento.

—Pero sin helado. No le gusta nada el helado.

Mi madre sabía más sobre los hábitos alimenticios de Barrons que yo. A menos que contara todos los restos de animales que había dejado a su paso cuando adoptaba su forma animal. Sabía que no le gustaban las patas y que los únicos huesos que masticaba eran los que tenían médula dentro. Los corazones siempre desaparecían, como si no comiera otra cosa.

—Me dijeron que tienen pensado hacer el ritual pronto —dijo Jack.

—¿Es que os lo dicen todo? —pregunté, exasperada. ¿Confiaban en mis padres pero no en mí? Increíble.

—Los hombres Keltar hablan mucho —dijo Rainey—. Y las esposas están de visita.

—Y es posible que curioseemos un poco. —Papá me guiñó un ojo. Me pregunté cuánto tiempo tardarían las esposas Keltar en darse cuenta de que toda esa atención lisonjera que Jack Lane podía prestar, haciéndote sentir al instante la persona más especial e interesante del mundo, era una mera tapadera para sus interrogatorios. Que quería volverlas del revés en busca de pruebas admisibles y no admisibles. Había obtenido más confesiones de sus presas cautivas y desarmadas que cualquier otro abogado de Ashford y los nueve condados circundantes.

—Ahora que hablamos de hablar —dije—, tengo que haceros una confesión.

—Viniste a vernos en enero pero no te quedaste —dijo Rainey—. Lo sabemos. Nos dejaste una foto de Alina. Nos sorprendió que la dejaras en el buzón. Puede que no la hubiéramos visto nunca. La encontramos solo porque tu padre buscaba un nido de avispas que se había instalado en la lechera que sujeta el poste.

Las cosas más simples se me escapaban.

—Claro, el correo no funciona.

—Funcionó durante un tiempo, pero murieron demasiados carteros en esos cambios dimensionales o los atacaron los unseelie. Nadie está dispuesto ya a hacer las rutas —explicó Jack.

—La encontramos el día que vino ese hombre y nos secuestró —dijo Rainey.

—Sin embargo, ese día no fue cuando la dejé. —Miré a papá—. Estuve allí una noche en la que tú y mamá estabais en la terraza trasera, hablando. Sobre mí.

Jack indagó en mis ojos, de izquierda a derecha, rápidamente.

—Creo que recuerdo esa noche.

—Tú y mamá hablábais de cómo había cosas que nunca me habíais dicho. —Era agradable e inofensivo. Sabía que Ryodan y Barrons estaban fuera, escuchando cada palabra que dijera. Quería saber algo de la profecía, pero no lo suficiente para preguntarlo directamente. Teniendo en cuenta que acababa de activar las guardas, me preocupaba que si decíamos algo de que yo condenaría el mundo, al final me excluirían del ritual. Y tenía que estar allí. No iba a dejar que me excluyeran en ese momento tan decisivo. Tenía un papel que desempeñar. Un papel bueno e importante. Lo único que tenía que hacer era volar en el Cazador y localizar al Libro diabólico.

—Sí —dijo Jack, mirándome—, de eso hablábamos. Siempre piensas en las cosas que te gustaría haber dicho cuando temes que nunca tendrás otra oportunidad. No estábamos seguros de poder volver a verte alguna vez.

—Bueno, pues aquí estoy —repuse yo, alegremente.

—Y te echábamos mucho de menos, cariño —dijo Jack. Sabía que había captado el mensaje.

Entonces se nos pusieron los ojos un poco llorosos, nos abrazamos un poco más y entablamos una conversación sin importancia. Me hablaron de Ashford, de quiénes habían sobrevivido y quiénes habían muerto. Me contaron que las Sombras habían tratado de tomar el control (las habían reconocido por las cáscaras), luego llegaron los rhino-boys, pero «el guapo príncipe faery que está completamente enamorado de ti y ya sabes lo mucho que te convendría un príncipe, cariño, porque él podría protegerte y mantenerte a salvo y con estilo», según mi madre, llegó al instante y salvó a mi ciudad sin ayuda de nadie.

La alenté a que hablara abiertamente sobre V’lane, esperando que eso ahuyentara a Barrons y a Ryodan. O, por lo menos, que les hiciera enfadar.

El tiempo pasó demasiado rápido. Cuando me di cuenta, había pasado ya media hora y alguien empezó a golpear el cristal, gritando que eran las once cuarenta y cinco y que se me había acabado el tiempo.

Abracé a ambos a la salida y los ojos se me pusieron llorosos de nuevo.

—Volveré a verte tan pronto como pueda. Te quiero, mamá.

—Yo también, cariño. No tardes en volver. —Me aferré a ella un momento, luego me volví hacia papá, que me envolvió en un abrazo de oso.

—Te quiero, Mac. —Me susurró al oído—: La mujer loca era Augusta O’Clare de Devonshire. Tenía una nieta llamada Tellie que dijo haber ayudado a tu madre a sacaros a vosotras dos del país. Eres el sol y la luz, cielo. No hay ninguna cosa malvada en ti; no lo olvides nunca. —Él se apartó y me sonrió. El amor y el orgullo brillaban en sus ojos.

Tellie. Era el mismo nombre que Barrons había mencionado en su conversación telefónica con Ryodan la mañana después de descubrir que estaba vivo. Él quería saber si Ryodan había localizado ya a Tellie y le dio instrucciones para que se involucraran más personas en la búsqueda.

—Sigue salvando al mundo, cariño.

Asentí; el labio inferior me temblaba. Podía cazar monstruos. Podía tener relaciones sexuales con hombres que se convertían en bestias. Podía matar a sangre fría.

Y papá podía hacerme llorar solo por creer en mí.

—No quiero tenerla aquí con nosotros —decía Rowena quince minutos más tarde—. No hay ningún motivo. Llevaremos las radios. Ella solo necesita volar, encontrar el Libro, decirnos la posición con las piedras y luego alejarse volando en su demonio alado. —Me lanzó una mirada llena de veneno que me dio a entender que ninguna sidhe-seer viva montaría un Cazador y que allí estaban todas las pruebas que necesitaba de mi traición—. Los Keltar entonarán el cántico y lo llevarán a la abadía, donde les enseñarán a mis chicas a enterrarlo. No le veo ningún propósito a su presencia.

Solté un bufido. El aire estaba tan lleno de tensión que me mareaba la falta de oxígeno. Nunca había estado en una habitación repleta de tanta desconfianza y agresión como en la que estaba hoy. Que Ryodan hubiera obligado a todo el mundo a desnudarse y que registrara su ropa antes de subir no había hecho más que ponerles de mal humor. Yo sabía por qué lo había hecho. No era por las nuevas normas. Era por desequilibrarlos a todos, estableciendo desde el primer momento que no tenían el control de nada, ni siquiera de su persona. Estar desnudo delante de guardias vestidos hace que cualquiera se sienta increíblemente vulnerable.

Examiné la sala. En la pared este de la habitación de cristal había cinco Keltar cubiertos de tatuajes plantados como un armatoste, vestidos con camisas y pantalones ajustados.

En la pared sur, Rowena, Kat, Jo y otras tres sidhe-seers (todas con unos monótonos pantalones de vestir ajustados) estaban serias y tenían cierto aire marcial, menos Dani. Me sorprendió que Rowena no la hubiera traído, pero supuse que había pensado que los riesgos superaban los beneficios; el más arriesgado de sus defectos era que yo le caía bien.

En la pared norte, V’lane, Velvet, Dree’lia (que volvía a tener boca pero la tenía cerrada; un gran acierto por su parte) y otros tres seelie de la misma casta adoptaban una postura arrogante, ataviados con unos trajes cortos y transparentes; sus semblantes perfectos hacían juego con sus impecables genitales.

Barrons, Lor, Ryodan y yo ocupábamos la pared oeste, la más cercana a la puerta.

Rowena fulminó con la mirada a los cinco escoceses que estaban alineados como la defensa de un equipo de fútbol americano.

—Sabéis cómo sellarlo, ¿verdad? —preguntó ella.

Irradiando diversos grados de hostilidad, ellos le devolvieron la mirada. Los Keltar no eran del tipo de hombres que una mujer podía mangonear y aún menos una vieja como Rowena, que no se había molestado en demostrar ni una pizca de diplomacia o de encanto desde que la habían escoltado con los ojos vendados a una de las habitaciones de cristal en la planta superior del Chester’s.

«Perversión y decadencia —espetó ella en cuanto le quitaron la venda de los ojos—. ¿Consientes esta… esta… confraternización? La carne de humanos y fae alternando en este lugar. ¡Ay, Dios, y tú condenarás la raza humana! —le había dicho entre dientes a Ryodan.

«Que se joda la raza humana. No es mi problema.»

Entonces estuve a punto de echarme a reír al ver la expresión en la cara de la mujer pero ahora no reía. La cabrona intentaba dejarme fuera del ritual. Hacía como si yo fuera una paria a quien ni siquiera deberían permitir estar en la habitación donde se celebraba esta reunión.

—Pues claro que lo sabemos. —El que habló fue Drustan, el Keltar que cogería el Sinsar Dubh y lo llevaría a la abadía. Según su hermano, lo habían quemado en una hoguera especial y tenía un corazón incorruptible. No me lo creí ni por un minuto. Nadie tiene un corazón incorruptible. Todos tenemos debilidades. Pero tenía que reconocer que el hombre que se asomaba por esos ojos plateados despedía una especie de… serenidad, algo que entraba en contradicción total con su apariencia. Parecía un hombre que habría estado más cómodo en siglos anteriores, pisando fuerte por las Highlands, las Tierras Altas escocesas, con un garrote en una mano y una espada en la otra. Todos daban esa impresión, a excepción de Christopher, que se parecía mucho a Drustan. Pero Drustan tenía más presencia. Tenía facilidad de palabra y una voz grave, que infundía respeto pero era suave. Hablaba más bajo que cualquiera de los otros Keltar, pero era el único con el que me hallaba haciendo el mayor esfuerzo por escuchar cuando todos hablaban a la vez, que ocurría casi todo el tiempo.

Miré a Christian y esbocé una ligera sonrisa, pero su expresión no se descongeló ni un poco.

No fue hasta anoche cuando V’lane y los Keltar pudieron reconectar el dolmen en el número 1247 de LaRuhe a la prisión unseelie, irrumpieron en la fortaleza del rey para rescatarlo. Había estado fuera casi dieciséis horas y no tenía mejor aspecto que dentro de los Espejos. Ya no era un retrato en mármol, cobalto y negro azabache, pero estaba… bueno, no tenía demasiado sentido, pero daba la impresión que esos colores seguían estando ahí. Si le miraba al pelo directamente, distinguía mechones cobrizos e incluso un toque o dos de oro bruñido al sol en esa oscura cola de caballo que llevaba, pero si lo miraba por el rabillo del ojo, parecía de ébano y más largo de lo que era. Sus labios eran rosados y daban ganas de besarlos, a menos que volviera la cabeza de repente. Pero después, por un momento, juraría que los vi amoratados de frío y ligeramente escarchados. Tenía la piel dorada y suave pero si miraba rápidamente en su dirección, brillaba como el hielo a contraluz.

Sus ojos también estaban cambiando. Ese detector extraordinario de mentiras ahora parecía estar mirando alrededor como si contemplara el mundo de una manera completamente diferente a la del resto.

Su padre, Christopher, lo miraba cuando pensaba que Christian no se daba cuenta. Alguien tenía que decirle que nunca había un momento en el que su hijo no estuviera prestando atención a todo. Podía parecer que Christian estuviera echando un vistazo pero, si lo mirabas a los ojos con atención, veías que estaba más que concentrado en su entorno, tanto que se había quedado quieto y en apariencia ausente, como si usara un oído interno que exigía una concentración absoluta.

—Mentira —dijo él en ese momento.

Drustan miró a Christopher, enfadado.

—Te dije que te aseguraras de que cerraría la puta boca.

—Ya no cerraré la puta boca por nadie —dijo Christian rotundamente.

—¿Qué quieres decir con eso de mentira? —quiso saber Rowena.

—No saben con seguridad si el cántico va a funcionar. Los textos antiguos almacenados en la torre de Silvan estaban deteriorados, así que no tuvieron más remedio que improvisar.

—Y se nos da de vicio. Te rescatamos a ti, ¿no? —gruñó Cian.

—Es por tu culpa que terminé allí para empezar. —Christian hizo un gesto con la cabeza hacia Barrons—. Ni siquiera sé por qué está aquí.

—Él está aquí —dijo Barrons fríamente—porque tiene tres de las piedras necesarias para acorralar al Libro.

—Pues entrégalas y vete a la mierda.

—No es culpa mía que te estés convirtiendo en un fairy.

V’lane dijo secamente:

Fae. No fairy.

—Sabías que mis tatuajes no eran suficiente protección…

—No soy tu niñera…

Christopher dijo entre dientes:

—Tendrías que haberlo comprobado…

—Por el amor de Dios —espetó Rowena—. ¡Tengo una plaga de bárbaros y mentecatos!

—… y tatuarte no fue cosa mía. Hazte tu propio paracaídas. Ni siquiera recaía en mí el tratar de mantener los…

Drustan dijo en voz baja:

—Tendríamos que haberlo comprobado…

Dageus gruñó:

—No hagas como si le hubieras hecho un favor…

—Ni siquiera intentaste sacarme de los Espejos. ¿Le dijiste a alguien que estaba allí?

—… pero se hizo tarde —dijo Drustan—y el tiempo ya no puede deshacerse.

—… a la raza humana; eres parte de ella —terminó Dageus.

—… muros en pie. Y fue un favor, joder, aunque no lo parece por los agradecimientos que he recibido y no me metas en el mismo saco genético que tú, escocés.

—Callaos todos de una vez —dije, exasperada—. Podéis pelearos más tarde; ahora mismo tenemos trabajo que hacer. —A los Keltar, les dije—: ¿Cómo de seguros estáis de las partes que habéis improvisado?

Durante un rato no habló nadie; la batalla estaba terminando en silencio, con miradas y amenazas sin mediar palabra.

—Todo lo seguros que podemos estar —dijo Dageus finalmente—. No somos nuevos en esto. Somos los druidas de la reina desde antes de que se negociara el Pacto. En aquellos tiempos solíamos reunirnos, cuando la gran colina de Tara aún no había sido construida, y aprendimos sus costumbres. Además tenemos algunas otras… tradiciones arcanas a nuestra disposición.

—Y ya sabemos lo bien que acabasteis la última vez —dijo Barrons con voz sedosa.

—Quizá no estabas ayudando sino obstaculizando —gruñó Dageus—. Sabemos que tienes tus propios intereses. ¿Cuáles son?

—¡Basta! ¡Callaos! —estalló Rowena.

La tensión no hizo más que aumentar.

—Barrons y sus hombres colocarán tres de las piedras —dije, en un intento de poner las cosas de nuevo en marcha.

—Él se las dará a mis sidhe-seers —dijo Rowena con severidad—. Nosotras colocaremos las piedras.

Barrons le lanzó una mirada incrédula arqueando sutilmente una ceja.

—¿En qué maldita realidad crees que va a pasar?

—Tú ni pinchas ni cortas aquí.

—Vieja, me caes mal —dijo Barrons—. Ándate con cuidado cuando esté cerca. Ten mucho, mucho cuidado.

Rowena cerró la boca, se puso las gafas y arrugó los labios.

Miré a V’lane.

—¿Has traído la cuarta piedra?

Él miró a Barrons.

—¿Ha traído él las otras tres?

Barrons le enseñó los dientes a V’lane y este bufó.

Los Keltar gruñeron.

Y así siguió la cosa.

Cuarenta y cinco minutos más tarde, cuando todos salimos de la habitación, dos de las paredes estaban destrozadas y el suelo estaba agrietado.

Pero habíamos concretado los detalles del plan.

Yo sobrevolaría la ciudad en un Cazador y localizaría el Sinsar Dubh, tras lo cual transmitiría su ubicación por radio.

Barrons, Lor, Ryodan y V’lane lo acorralarían con las cuatro piedras, mientras los Keltar empezarían el hechizo para sellar sus tapas de manera que se le pudiera mover.

Drustan lo recogería.

Barrons, Rowena, Drustan, V’lane y yo viajaríamos juntos en el Hummer de Barrons a la abadía (porque nadie confiaba en que V’lane o cualquier otro fae lo tamizara con el Libro hasta allí y esperara a que los demás llegaran).

Rowena bajaría las guardas y todos los que estábamos en esa sala hoy entraríamos a la tumba subterránea que había sido creada hace eones para contener al Sinsar Dubh.

Dageus completaría el hechizo vinculante que sellaría sus páginas y de acuerdo con la tradición, introducirían las llaves en las cerraduras que lo silenciarían en un vacío eterno, solo para siempre. «Algo infernal, sin duda», había dicho él con gravedad.

Algo de lo que él parecía saber una o dos cosas.

«No hay razón para que ella esté allí.» Rowena había seguido protestando, fulminándome con la mirada a pesar de que ella y las sidhe-seers tenían los ojos vendados. Ryodan no quería que vieran su club o supieran el camino para volver a entrar.

«No hay razón para que tú estés allí tampoco, vieja —había dicho Barrons—. En cuanto hayas bajado las guardas, ya no te necesitaremos.»

«Tú tampoco eres necesario.»

«¿Crees que solo Dageus debe entrar, con Drustan y el Libro?», pregunté yo con un tono mordaz.

Había estado echando humo todo el camino hasta la salida.

Cuando salí y vi la tarde nublada, me eché a temblar. Se había desvanecido todo rastro de primavera. El día volvía a ser tan oscuro como el crepúsculo y llovía con fuerza. Mañana por la noche nos reuniríamos en O’Connell y Beacon.

Y, con suerte, al amanecer del día siguiente el mundo sería un lugar más seguro.

Mientras tanto, estaba desesperada por pasar un poco de tiempo tranquila, lejos de todos los hombres de mi vida. Necesitaba una noche de chicas y las comodidades de una vida normal.

Me volví hacia V’lane y le toqué el brazo.

—¿Puedes encontrar a Dani y pedirle que venga a la librería hoy a las ocho?

—Tus deseos son órdenes para mí, MacKayla. —Sonrió—. ¿Quieres que mañana pasemos el día juntos en la playa?

Barrons se me puso al lado.

—Está ocupada mañana.

—¿Estás ocupada mañana, MacKayla?

—Trabajará en textos antiguos conmigo.

V’lane me miró con lástima.

—Ah. Textos antiguos. Un día excepcional en la librería.

—Estamos traduciendo el Kama Sutra —dijo Barrons—con ayudas interactivas.

Casi me ahogo.

—Pero si nunca estás durante el día.

—¿Y eso a qué se debe? —V’lane era la viva imagen de la inocencia.

—Estaré allí mañana —dijo Barrons.

—¿Todo el día? —le pregunté.

—El día entero.

—Estará desnuda en una playa conmigo.

—Nunca ha estado desnuda en una cama contigo. Cuando se corre, ruge.

—Ya sé qué sonidos hace cuando se corre. Le he dado orgasmos múltiples con solo besarla.

—Pues yo le he dado orgasmos múltiples follándomela durante meses, fairy.

—¿Y sigues follándotela? —ronroneó V’lane—. Porque ella no huele como tú. Si lo estás haciendo, no la estás marcando lo suficiente. Empieza a oler como yo. A fae.

—Increíble —oí murmurar a Christian detrás de mí.

—¿Está con los dos? —escuché preguntar a Drustan.

—¿Y ellos lo permiten? —Dageus parecía desconcertado.

Miré a V’lane y luego a Barrons.

—Esto ni siquiera es por mí.

—Te equivocas en eso. —Barrons se metió la mano en el bolsillo y sacó un teléfono móvil—. Sabes cómo encontrarme si me quieres. —Empezó a alejarse.

—¿Más acrónimos ingeniosos?

Pero ya había desaparecido.

—Y también sabes cómo encontrarme a mí, princesa. —V’lane me volvió hacia él y puso su boca sobre la mía.

—Mac, ¿qué mierda crees que estás haciendo? —preguntó Christian.

Me tambaleé un poco cuando V’lane me soltó. Volvía a tener su nombre enroscado en la lengua.

—¿Sabéis qué? —dije, irritada—. Dejad de meteros en mis asuntos. No tengo que responder ante ninguno de vosotros.

Estaba claro que había demasiada testosterona en mi vida.

Una noche de chicas era exactamente lo que necesitaba.

 


Fiebre sombría
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