23

Aparqué el Viper detrás de la librería y me quedé mirando hacia lo que antes era la mayor Zona Oscura de la ciudad, repleta de Sombras y con un monstruo enorme y amorfo que te succionaba la vida y que parecía disfrutar amenazándome tanto como yo a él.

Me pregunté dónde estaría ahora. Esperaba tener la oportunidad de cazarlo y poner a prueba algunas de mis recién encontradas runas, destruirlo de una vez por todas, porque con lo grande que era antes de que escapara la noche que las luces se apagaron en Dublín, imaginé que ahora podría devorar pequeños pueblos de un solo bocado.

Miré rápidamente el garaje y luego la librería. Suspiré.

Lo echaba de menos. Irónicamente, ahora que me obsesionaba saber quién y qué era yo, me preocupaba menos quién y qué era él. Empezaba a comprender por qué siempre había insistido en que lo juzgara por sus actos. ¿Y qué si las sidhe-seers eran realmente unseelie? ¿Eso nos hacía innatamente malas? ¿O solo significaba que nosotras, igual que el resto de la raza humana, teníamos que escoger si ser buenas o malas?

Salí del auto, lo cerré y me volví hacia la librería.

—¿Te dijo Barrons que podías conducir su Viper? —me preguntó Lor, detrás de mí. Con la mano en la puerta, me doy la vuelta con el llavero colgando de un dedo.

—Posesión. La novena parte de la ley.

Esbozó una sonrisa irónica.

—Has estado demasiado tiempo cerca de él.

—¿Dónde está Fade? ¿Lo atrapaste?

—El Libro lo mató.

—¿Y cuándo esperas que vuelva? —dije yo, dulcemente.

—Informa. ¿De qué te enteraste en la abadía?

—¿Es que ahora tengo que informarte de las cosas a ti?

—Hasta que Barrons regrese y vuelva a asumir el control de ti.

—¿Es eso lo que piensas? ¿Que me controla? —Estaba que trinaba.

—Será mejor que lo haga porque, de lo contrario, te mataremos nosotros —manifestó sin modulación alguna, con un completo desinterés. Era escalofriante—. Nosotros no existimos. Así ha sido hasta ahora y siempre lo será. Si alguien se entera de nuestra existencia, lo matamos. No es nada personal.

—Bueno, pues perdonadme si intentáis matarme y yo decido tomármelo de forma personal.

—No lo intentamos. De momento. Venga, informa.

Resoplé y me di la vuelta para entrar en la tienda.

Estaba detrás de mí; con su mano sobre la mía en el pomo de la puerta, su rostro en mi pelo y sus labios cerca de mi oreja. Inhaló.

—No hueles como las demás personas, Mac. Me pregunto por qué. No soy como Barrons. Ryodan está absolutamente civilizado. No tengo los problemas de Kasteo, y Fade sigue divirtiéndose. La muerte es como mi café de la mañana. Me gusta la sangre y el sonido de los huesos rompiéndose. Me excita. Dime qué has averiguado de la profecía y, la próxima vez, tráeme el libro de las sidhe-seer. Si quieres que tus padres permanezcan… intactos, cooperarás únicamente con nosotros. Les mentirás a todos los demás. Nos perteneces. No me hagas darte una lección. Hay cosas que pueden romperte. No creerías la locura a la que ciertos tipos de dolor pueden inducir.

Me di la vuelta para enfrentarme a él. Por un momento no me lo permitió, me empujó contra su cuerpo y forcejeé para poder moverme. Su cuerpo era tan eléctrico como el de Barrons y el de Ryodan. Y sabía que estaba disfrutando, quizás a un nivel de carnalidad tan primitiva que no alcanzaba a entender.

«Hay cosas que pueden romperte», me había dicho. Casi me echo a reír. No tenía ni idea de que lo que me había roto completamente era la creencia de que Barrons estaba muerto.

Miré a Lor a los ojos y decidí esperar hasta que Barrons regresara antes de rebatirle nada.

—Piensas que Barrons tiene una debilidad por mí —dije—. Eso es lo que te preocupa.

—Está prohibido.

—Me desprecia. Piensa que me acosté con Darroc, ¿te acuerdas?

—A él le preocupa que te acostaras con Darroc.

—También le preocupó que le quemara la alfombra. Se pone muy pesado con respecto a las cosas que le gusta creer que son de su propiedad.

—Vosotros dos me vais a volver loco. La profecía. Habla.

Me interrogó cerca de hora y media antes de quedar satisfecho. Llegué hasta mi dormitorio en el cuarto piso, hecha polvo. Mi cuarto era un desastre: envoltorios de barritas energéticas, botellas de agua vacías y ropa desperdigada por todas partes. Me lavé la cara, me cepillé los dientes, me puse el pijama y estaba a punto de meterme en la cama, cuando me acordé de la carta de tarot de la noche anterior que el tío de los ojos soñadores me había dado.

Escarbé en el bolsillo del abrigo y la saqué. La parte de atrás era negra y estaba cubierta de símbolos plateados y runas que se parecían mucho a los grabados de plata que había vislumbrado en una de las tres formas del Sinsar Dubh; la del antiguo tomo con pesadas cerraduras.

Le di la vuelta. «El mundo» estaba inscrito en la parte superior.

Era una hermosa carta con una cenefa en rojo y negro. Había una mujer de perfil sobre un paisaje blanco con un matiz azulado que parecía helado, inhóspito. En el telón de fondo, un cielo estrellado, un planeta giraba frente a su rostro, pero ella no miraba al mundo: su mirada se perdía en la distancia. ¿O acaso miraba a alguien que no estaba en la carta? No tenía ni idea de lo que la carta «El mundo» significaba en una lectura de tarot. Nunca había necesitado que me tiraran las cartas. La Mac 1.0 pensaba que el hecho de pronosticar el futuro mediante cartas del tarot era tan ridículo como intentar llamar a un pariente muerto por medio de una tabla ouija. La Mac 5.0 aceptaría felizmente cualquier cosa de cualquier fuente. Estuve examinándola un buen rato. ¿Por qué me la había dejado el tío de los ojos soñadores? ¿Qué se suponía que aprendería de ella? ¿Que necesitaba mirar al mundo? ¿Que estaba distraída por otras causas y personas y que no veía las cosas con claridad? ¿Que yo era la persona que tenía el destino del mundo en las manos?

Daba igual cómo la mirara, la carta implicaba demasiada responsabilidad. La profecía había dejado claro que mi implicación no era de mucha importancia. La guardé entre las páginas del libro que había en la mesilla, me acosté y me tapé con las mantas hasta la cabeza.

Una vez más soñé con la triste y hermosa mujer y, de nuevo, tuve esa extraña sensación de dualidad: veía a través de sus ojos y los míos, sentía su pena y mi confusión. «Ven, tienes que darte prisa, hay algo que debes saber.»

Una sensación de urgencia se apoderó de mí.

«Solo tú puedes. No hay otra forma de entrar…» Sus palabras hacían eco en los acantilados y se volvían más débiles a cada rebote. «He intentado… durante tanto tiempo… es tan difícil…»

Entonces vi a un príncipe unseelie a su lado (a nuestro lado).

Pero no era uno de los tres que conocía, uno de los que me había violado. Era el cuarto. El único al que nunca había visto.

Por esa extraña forma de saber las cosas en los sueños, supe que era la Guerra.

«¡Corre, escóndete!», gritó ella.

No podía. Tenía los pies enraizados en el suelo y no podía apartar la vista de él. Era muchísimo más apuesto que los otros príncipes y mucho más terrorífico también. Como los otros, miraba dentro de mí, no a mí, y notaba su mirada como una navaja que se deslizaba a través de mis miedos y esperanzas más privadas. Entonces supe que la especialidad de Guerra no era simplemente enfrentar a los bandos, razas o poblaciones los unos contra los otros, sino descubrir las facetas dentro de una persona y hacer que se enfrentaran entre ellas.

Aquí estaba el mayor embaucador de todos, el más destructor.

Y comprendí que Muerte no era el príncipe al que había que temer. Guerra era el que destrozaba las vidas.

Muerte no era más que el chico de la limpieza, el conserje, la actuación final.

Aunque el mismo collar negro se retorcía alrededor del cuello de Guerra, este estaba tejido con plata. A pesar del caleidoscopio de colores que corría debajo de su piel, lo envolvía una aureola de oro y en su espalda vislumbré el destello de unas plumas negras. Guerra tenía alas.

«Llegas demasiado tarde», dijo él.

 


Fiebre sombría
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