31
Me quedé mirando la puerta principal de Barrons, Libros y Curiosidades sin saber qué era lo que sorprendía más: que los cómodos asientos delanteros estuvieran intactos o que Barrons estuviera sentado allí, con las botas apoyadas sobre una mesa, rodeado de montones de libros y unos mapas dibujados a mano colgados en las paredes.
No podía contar el número de noches que había estado sentada en ese mismo lugar y en esa misma postura, revisando libros en busca de respuestas, mirando de vez en cuando por las ventanas la noche de Dublín y esperando a que él apareciera. Me gustaba pensar que él estaba esperando a que apareciera.
Me incliné y me acerqué hasta pegar la nariz en el cristal. Había renovado la librería por completo. ¿Cuánto tiempo llevaba fuera?
Ahí estaba mi puesto de revistas y el mostrador, había una nueva caja registradora de estilo antiguo, un pequeño televisor de pantalla plana con DVD que pertenecía a esta década y una base de sonido para mi iPod. En ella había un iPod Nano negro nuevo y elegante. Había hecho algo más que amueblar el lugar. Ya puestos podría haber colgado una pancarta que dijera: «Bienvenida a casa, Mac».
Al entrar tintineó una campanilla.
Él volvió la cabeza y, al incorporarse, los libros resbalaron y cayeron al suelo.
La última vez que le había visto, él estaba muerto. Me quedé de pie en la puerta, olvidándome de respirar, viéndole levantarse del sofá de un salto en una demostración de gracia animal. Él hacía que la enorme sala de cuatro pisos pareciera un cuartucho, empequeñeciéndola con su mera presencia. Durante un momento ninguno de los dos dijo nada.
Era típico de Barrons: aunque el mundo se estuviera hundiendo, seguía vistiendo como un acaudalado hombre de negocios. Su traje era exquisito, llevaba la camisa almidonada y la corbata tenía un intrincado motivo de colores vivos. La plata le brillaba en su muñeca: era ese brazalete ancho decorado con antiguos diseños célticos que llevaban tanto él como Ryodan.
A pesar de todos los problemas que tenía, me temblaban las piernas. De repente sentía como si volviera a estar en ese sótano. Tenía las manos atadas a la cama. Él estaba entre mis piernas, pero sin darme lo que quería. Utilizaba su boca, luego se frotaba contra mi clítoris y apenas entraba en mí para volver a salir; luego con la boca, luego él, una y otra vez, mirándome a los ojos en todo momento, con la mirada fija en mí.
«¿Qué soy, Mac?», me decía.
«Mi mundo», le contestaba yo, ronroneando, y se lo decía en serio. Y temía que, a pesar de que ahora ya no fuera pri-ya, estuviera tan fuera de control en la cama con él como lo estaba entonces. Me derretiría, ronronearía, le entregaría mi corazón. Y no tendría excusa; no habría nada que culpar. Y si se levantara, se alejara de mí y no regresara a mi cama, no me recuperaría nunca. Seguiría esperando a un hombre como él y no existe nadie como él. Tendría que morirme de vieja, sola, con el mejor sexo de mi vida convertido en un doloroso recuerdo.
«Así que estás viva», dijeron sus ojos oscuros. «Me indigna estar expectante. Haz algo al respecto.»
«¿Como qué? No todos podemos ser como tú, Barrons.»
Sus ojos se hicieron más negros, como llenos de sombra, y no entendí una sola palabra. Era impaciencia, ira, algo antiguo y despiadado. Esos ojos fríos me miraron, calculadores, como si sopesaran las cosas y meditaran; una palabra que papá solía decir que era la mayor parte de la palabra premeditación. Me decía: «Querida, una vez que empiezas a pensar sobre eso, estás buscando la manera de hacerlo». ¿Había algo que Barrons quería hacer?
Me estremecí.
—¿Dónde coño has estado? Llevas fuera más de un mes. Como vuelvas a hacer una maniobra así sin decirme primero lo que pretendes, te ataré a la cama cuando regreses.
¿Se supone que eso era un elemento disuasivo o un incentivo? Me imaginé a mí misma tendida de espaldas con su oscura cabeza moviéndose entre mis piernas. Me imaginé a la Mac 1.0 sabiendo lo que sabía ahora: que en unos meses Barrons estaría haciendo todo lo que un hombre puede hacerle a una mujer en la cama. ¿Hubiera salido corriendo o se hubiera arrancado la ropa ahí mismo?
Cuando salió de detrás del sofá de respaldo alto, descubrió a la menuda mujer en mis brazos, con el cabello plateado arrastrándose por el suelo. Se quedó mirando incrédulo, lo que, para Jericho, correspondía a una leve inclinación de cabeza y a entrecerrar un poco los ojos.
—¿Dónde diablos la has encontrado?
Le pasé el frágil cuerpo y él lo acogió entre sus brazos. Yo ya la había tocado lo suficiente. Mis sentimientos eran demasiado complejos para aclararme ahora.
—En la prisión de unseelie. En una tumba de hielo.
—¡V’lane, ese cabrón…! ¡Sabía que era un traidor!
Suspiré. Eso significaba que Jericho también pensaba que ella era la reina. Y él debería saberlo. Había pasado un tiempo en su corte. Pero yo sabía que era la concubina. Por lo tanto, ¿quién había muerto realmente en el antiguo tocador del rey unseelie hace ya una eternidad? ¿Había muerto alguien? La concubina no se había suicidado. ¿Cómo había cruzado los Espejos Plateados hasta Faery y había terminado por convertirse en la actual reina? ¿Me había mentido V’lane? ¿O es que todos habían bebido del caldero tantas veces que los fae ya no conocían correctamente ni siquiera un poco de su propia historia? Tal vez alguien había saboteado sus registros escritos.
—¿Cómo la sacaste de allí? Los Espejos Plateados tendrían que haberla matado.
—Al parecer la reina tiene el mismo tipo de inmunidad a los Espejos Plateados que el Sinsar Dubh. —Me sorprendió gratamente lo bien que mentí. Barrons tiene un sentido muy agudo para el engaño—. Puede tocarlos a los dos. Parece ser que el rey y la reina no pueden lanzar hechizos que el otro no sepa romper. —Las mejores mentiras están siempre bien cimentadas en las excepciones que confirman la regla y, por su propia naturaleza como matriarca y gobernante de ambas cortes, la reina era la excepción universal a todas las reglas que obligan a los seres inferiores de la corte fae. Era capaz de explotar lo que garantizara mi protección hasta que supiera más allá de toda duda quién era yo. En su oscura mirada, vi el preciso instante en el que aceptó la lógica de mi mentira.
¿Cómo podría ser yo el rey de unseelie? No me sentía como el rey. Me sentía como Mac, con un montón de recuerdos que no podía explicar. Bueno, eso no era del todo cierto. También estaba ese lugar en mi cabeza donde tenía esas pequeñas cosas ingeniosas, como las runas parasitarias de origen antiguo y… terminé con esa línea de pensamientos. No tenía ganas de hacer un recuento de todas las cosas que no podría explicar de mí misma. La lista era sórdidamente larga.
Él la llevó al sofá, la envolvió con mantas y empujó el sofá cerca de la chimenea, que luego encendió.
—Se está congelando. Estoy a punto de llevarla allí otra vez y dejar que ese lugar termine con ella —dijo en un tono amenazante.
—La necesitamos.
—Quizá. —Parecía escéptico—. Putos fairies.
Parpadeé, incrédula, y ya no lo vi junto al sofá sino a escasos centímetros de mi rostro. Se me aceleró la respiración. Era la primera vez que usaba su velocidad sobrenatural ante mí.
Me puso un mechón de pelo detrás de la oreja y me acarició la mejilla. Luego trazó la forma de mis labios con los dedos, tras lo que dejó caer la mano.
Me relamí los labios y le miré. La lujuria que sentía al estar tan cerca de él era casi insoportable. Quería apoyarme en él. Quería atraer su cabeza y besarle. Quería desnudarme para él y empujarlo hacia atrás, ser su vaquera, montarlo con fuerza hasta que emitiera esos sonidos sensuales y ásperos mientras se corría.
—¿Cuánto tiempo hace que sabes que es la concubina del rey unseelie? —Aunque su voz era suave, sus palabras eran demasiado precisas. La tensión era palpable en su boca. Conocía hasta el último matiz de esa boca. La furia le corroía y necesitaba canalizarla—. Te metiste en los Espejos Plateados sin dudar que podías atravesarlos.
Mi risa tenía un deje de histeria. ¡Ay, ojalá fueran esos mis problemas!
¿Era yo una mujer obsesionada con la mujer que yacía sobre el sofá?
¿O era un hombre, rey de los fae, obsesionado con Jericho?
Me considero de mente abierta sobre las preferencias de género —el amor es el amor; ¿quién dice cómo puede el cuerpo seguir al corazón?— pero estas dos posibilidades se me hacían difíciles de aceptar. Ninguna de ellas me encajaba como un guante y la sexualidad debería ser así. Cuando es correcto, te sientes bien, como en tu propia piel, y lo único que sentía así era la relación entre hombre y mujer. Luego estaba todo ese «¡Vaya, soy la responsable de todo este lío!». Ya no podía culpar al rey unseelie por tomar tantas malas decisiones y dejar mi mundo patas arriba. ¿Fui yo quien trastornó el suyo? De ser así, soportaba una cantidad insufrible de culpa.
Me pasé las manos por el pelo y me lo aparté de la cara. Si continuaba pensando en eso, perdería la cabeza.
«No soy la concubina, Jericho. Me temo que debo ser una parte del rey unseelie en forma humana.»
—No mucho —mentí—. Reconocí cosas en la Mansión Blanca y seguía teniendo sueños que solamente tenían sentido si yo fuera ella. Sabía que había una manera de demostrarlo.
—¡Serás tonta, si te hubieras equivocado te habría matado!
—Pero no me equivoqué.
—¡Eres obtusa e ilógica!
Me encogí de hombros. Al parecer, había sido mucho peor que eso.
—No vuelvas a hacer una estupidez así —me dijo; se le marcaban los músculos en la mandíbula.
Dada mi trayectoria, estaba bastante segura de que lo haría. Quiero decir, a ver, si de algún modo yo fuera el rey unseelie —el más poderoso fae que jamás existió— de alguna manera había acabado humana y desorientada. Eso significaba que no solo era mala, obsesionada y destructiva, sino también vergonzosamente mema.
Me rodeó, mirándome de arriba abajo como si fuera una especie exótica en un zoológico.
—Y pensaste que era yo el rey. Por eso intentaste arrastrarme a través de eso contigo. No tenías suficiente con matarme, ¿verdad? ¿Qué fue lo último que me dijiste? —se burló él con un tono agudo—: «¿Qué es lo peor que puede pasar? ¿Que te lleve a una trampa y mueras durante el tiempo que sea que tardes en volver?».
No dije nada. De poco servía intentar justificarme más.
—Me imagino que has echado a volar tus ideas románticas otra vez, ¿verdad?
—¿Qué dices?
—¿Pensaste que éramos unos amantes desventurados y condenados a terminar mal, señorita Lane? ¿Necesitas esa excusa?
Me lanzó una sonrisa lobuna y pensé: «Cierto, amantes desventurados con una espada de doble filo». Porque eso es lo que era este hombre: brusco, tenso y peligroso. Sin un lado seguro. Y, sí, de hecho, había pensado que éramos unos amantes desgraciados pero no estaba dispuesta a reconocérselo.
Me di la vuelta para devolverle esa mirada oscura y hostil.
—Pensaba que ya había dejado ese punto bien claro en la Mansión, Jericho. Soy Mac.
—Eres Mac cuando te estoy follando, joder. El resto del tiempo serás la señorita Lane. Acostúmbrate de una vez.
—¿Límites, Barrons?
—Exactamente. ¿Dónde está el rey, señorita Lane?
—¿Te crees que me llama para decírmelo? ¿Que me dice: «Cariño, volveré sobre las siete para cenar»? ¿Cómo quieres que lo sepa? —Eso era técnicamente cierto. Hasta Christian lo hubiera tenido difícil. No sabía dónde estaban todas sus partes.
La concubina emitió un débil sonido y los dos nos dimos la vuelta para mirarla.
Él entrecerró los ojos.
—Tengo que sacarla de aquí. No voy a tener a toda la raza fae intentando atravesar mis guardas. Supongo que tendremos que protegerla. —Su disgusto no podía ser más evidente. Si se le diera a elegir un enema con hoja de afeitar y proteger a un fae —si hubiera sido cualquier otro fae y no la todopoderosa reina— Barrons habría muerto unas cuantas veces de una hemorragia interna, voluntariamente.
Pero ella era la única fae que él no estaba dispuesto a sacrificar… aún.
Yo también quería llevarla a cualquier otra parte y cuanto más lejos de mí, mejor. Me preocupaba que él quisiera tenerla en la librería y me había preparado para defender que, por muy formidables que fueran sus guardas, como los dos íbamos y veníamos constantemente, ella se quedaría sola demasiado tiempo como para garantizar su seguridad.
—¿Qué tienes en mente? —le pregunté.
Medio Diario de Dani ondeaba en una farola por la brisa de esa fría noche. Lo arranqué, examiné la fecha TCM e hice algunos cálculos apresuradamente. Si lo habían publicado hoy —que probablemente no había sido así teniendo en cuenta la condición en la que estaba— era el 23 de marzo. Quizás había pasado una semana.
Lo leí y esbocé una sonrisa. Había cogido el toro por los cuernos, mientras yo no estaba. La chica no le temía a nada.
El Diario de Dani
147 días TCM
¡Un par de reglas y normas simples os mantendrán vivos! 1. ¡O ropa ceñida o nada de nada! No tengáis vergüenza, no seáis tímidos. No dejéis ningún lugar para esconder un libro. ¡El cabronazo se esconde entre nosotros; lleva semanas a la fuga! Tenéis que ver con vuestros propios ojos que no lleváis nada oculto. 2. ¡No os separéis! NO vayáis solos a ninguna parte. Ahí es cuando os atrapará. Si veis un libro, ¡NO LO RECOJÁIS! 3. ¡No salgáis de vuestro escondite durante la noche! No sé por qué, pero le gusta la oscuridad. Sí, estoy hablando del Sinsar Dubh. Ya lo he dicho y ya me habéis oído. Para los que no hayáis leído mi diario, es un libro de magia oscura que el rey unseelie creó hace casi un millón de años. A estas alturas debéis saber la verdad. Si lo recogéis, hará que MATÉIS a TODOS LOS QUE ESTÉN A VUESTRO ALREDEDOR, empezando con las personas a las que más queréis. ¡Así que seguid estas reglas! No os las saltéis, no hagáis gilipolleces… |
Habían arrancado la mitad inferior pero no me hacía falta ver más. Solo quería saber la fecha. Me había perdido su cumpleaños. Chocolate con más chocolate, había dicho ella. Había pensado en hacerle un pastel yo misma. Haría una fiesta para ella más adelante, aunque solo fuera para nosotras dos.
Eso difícilmente sería algo en lo que pensaría el rey unseelie: fiestas de cumpleaños para los humanos.
—Es posible que tengas toda la noche, pero algunos de nosotros no —gruñó Barrons por encima del hombro.
Me metí el papel en el bolsillo y corrí para alcanzarle. Habíamos aparcado el Viper a una manzana de distancia. La reina llevaba una capa con capucha y estaba envuelta en mantas.
—Tienes toda esta noche y mañana por la noche y toda la eternidad, para el caso. Así que, ¿cuánto tiempo estuviste muerto esta vez? —pregunté para provocarle.
Un músculo se movió en su garganta.
Me producía un inmenso placer irritarle.
—¿Un día? ¿Tres? ¿Cinco? ¿De qué depende? ¿De lo malherido que estés?
—Yo que tú, señorita Lane, nunca volvería a plantearme eso. ¿Crees que de repente eres una persona importante, solo porque has cruzado los Espejos Plateados…?
—Dejé a Christian en el espejo. Lo encontré en la prisión —le corté.
Entonces cerró la boca.
—¿Por qué mierda tardas tanto en decirme las cosas importantes?
—Porque siempre hay muchas cosas importantes —repuse yo, a la defensiva—. Lleva el pelo arrastrando otra vez.
—Recógeselo tú. Tengo las manos ocupadas.
—No pienso tocarla.
Me fulminó con la mirada.
—¿Tanto te molesta, señora concubina?
—Ni siquiera es la verdadera reina —le dije, irritada—. No es la que arruinó la vida de la concubina. Simplemente no me gustan los fae. Soy una sidhe-seer, ¿recuerdas?
—¿Lo eres?
—¿Por qué estás tan enfadado conmigo? No tengo la culpa de ser lo que soy. De la única cosa que soy culpable es de lo que elijo hacer con eso.
Me lanzó una mirada de soslayo que decía: «Eso podría ser lo único inteligente que has dicho en toda la noche».
Miré al fondo, hacia la fachada destrozada del Chester’s que teníamos delante y durante un momento me pareció una ruina de piedras negras recortadas contra un cielo negro azulado, como si fuera de un tiempo lejano y en otro lugar. Una luna llena colgaba por encima de ella, con un halo carmesí y el semblante redondo salpicado de cráteres de sangre. Más cambios fae en nuestro mundo.
—Al entrar, dirígete a las escaleras y uno de ellos te escoltará hacia arriba. Sube directamente por las escaleras —me dijo, remarcando bien las palabras—. Trata de no meterte en problemas o causar ningún disturbio por el camino.
—No creo que esto sea justo. La vida no siempre es caótica a mi alrededor.
—¿Por ejemplo?
—Pues cuando estoy… —pensé un momento—. Sola —añadí, enfadada—. O dormida. —No le pregunté por mis padres. Me parecía… incorrecto, como si ya no tuviera ningún derecho a preguntar por Jack y Rainey Lane. Tenía un nudo en el estómago—. ¿Adónde irás tú?
—Nos encontraremos en el interior.
—Porque si supiera de alguna puerta trasera secreta que quisieras usar —dije sarcásticamente—podría difundirlo a todos los fae, ¿es eso, verdad? —Confiaba en mí incluso menos ahora que cuando pensaba que yo era la amante mortal del rey. ¿Cómo me trataría si pensara que yo era el mismísimo malo malísimo?
—Muévete, señorita Lane —fue lo único que dijo.
Descendí hacia el vientre de la ballena y lo encontré lleno hasta los topes de seres humanos y unseelie: esta noche solo había sitio de pie en el Chester’s.
Yo no podía ser el rey. Estos serían mis «hijos». Y no me sentía nada maternal. En todo caso, homicida. Eso lo sentenció todo. Yo era un ser humano. No tenía ni idea de por qué el espejo me había dejado pasar, pero pensaba descubrirlo en un futuro.
Miré alrededor, estupefacta. Las cosas habían cambiado mientras estuve fuera. El mundo simplemente siguió transformándose en algo nuevo sin mí.
Ahora también había algunos seelie en el Chester’s. No muchos y no parecía que estuvieran recibiendo la más calurosa de las bienvenidas por parte de los unseelie, pero ya había visto a una docena y los humanos se estaban volviendo locos por ellos. Dos de esos pequeños monstruos horribles que te harían morir de risa estaban bombardeando a la multitud, agarrando los cubatas que luego derramaban mientras volaban. Tres de esos destellos de luz cegadora zumbaban entre el gentío. En una jaula suspendida del techo había hombres desnudos bailando, retorciéndose en un éxtasis sexual, avivado por unas ninfas etéreas de alas delicadas como telas de araña.
Seguí explorando el club y me puse tensa. Sobre una plataforma elevada, en uno de los pequeños clubes que atendía a las personas con un gusto especial por seres humanos muy jóvenes, estaba el dios dorado que había consolado a Dree’lia cuando V’lane le había quitado la boca.
Tuve que reprimirme mucho para no ir hacia allí, apuñalarlo con la lanza y denunciar a V’lane por traidor.
Entonces se me ocurrió una idea mejor.
Me abrí paso entre la multitud, me puse al lado de él y le dije:
—Oye, ¿te acuerdas de mí?
No me hizo ni caso. Supuse que había oído eso muchas veces en este lugar. Me detuve a su lado y miré por encima del mar de cabezas.
—Soy la mujer que estaba con Darroc la noche que nos conocimos en la calle. Necesito que invoques a V’lane.
El dios dorado volvió la cabeza. Con el desprecio patente en sus rasgos inmortales dijo:
—Invocar. V’lane. Esas dos palabras no van juntas en ningún idioma, humana.
—Tenía su nombre en mi lengua hasta que Barrons me lo quitó. Le necesito ahora mismo. —Este dios dorado podría desconcertarme antes, pero ahora tenía una lanza en la funda y un oscuro secreto en el corazón, y nada me iba a desconcertar más. Quería a V’lane ya mismo. Tenía cosas de las que responder.
—V’lane no te dio su nombre.
—En múltiples ocasiones. Y su furia contigo no tendrá límites si se entera de que te pedí que lo llamaras por mí y te negaste.
Me miró en silencio.
Me encogí de hombros.
—Muy bien. Es tu decisión. Solo recuerda lo que le hizo a Dree’lia. —Me di la vuelta y me alejé.
Entonces apareció delante de mí.
—Oye, ¿qué coño crees que estás haciendo? ¡Nada de tamizarse dentro del club! —gritó alguien. El dios dorado se sacudió y se zafó del brazo que se había materializado a su alrededor. Pareció deslizarse de su cuerpo, como si el cuerpo que le contenía se hubiera convertido repentinamente en energía, no en materia.
El tipo a quien pertenecía el brazo era joven, llevaba una cresta, una expresión petulante en el rostro y tenía una mirada nerviosa e inquieta. Se aferró a su apéndice, ofendido, frotándolo como si se le hubiera dormido. Entonces vio lo que se había tamizado justo a su lado y se le pusieron unos ojos como platos; fue muy cómico.
Una bebida apareció en la mano del dios dorado. Se la ofreció al tipo con un lastimero murmullo.
—No tenía la intención de romper las reglas del club. Te pondrás bien en un momento.
—Genial, hombre —exclamó el tipo al aceptar la bebida—. No te preocupes. —Miró fijamente al fae con veneración—. ¿Qué puedo hacer por ti? —dijo, casi sin aliento—. Quiero decir, hombre, yo haría cualquier cosa, ¿sabes? ¡Cualquier cosa!
El dios dorado se inclinó y se le acercó.
—¿Morirías por mí?
—¡Claro! ¡Cualquier cosa, hombre! Pero ¿me llevarás a Faery primero?
Me apoyé en la espalda del dios dorado y acerqué la boca a su oreja.
—Llevo una lanza en una funda debajo del brazo. Te tamizaste y rompiste una regla. Apuesto a que eso significa que yo también puedo romper una. ¿Quieres probarlo?
Él hizo ese silbido fae de disgusto pero luego se relajó y se enderezó.
—Sé un buen faery —le susurré—, y ve a buscarme a V’lane. —Dudé, sopesando las palabras que diría a continuación—. Dile que tengo noticias sobre el Sinsar Dubh.
Entonces se apagaron las risas y las voces; el club se quedó en silencio.
El movimiento cesó.
Miré a mi alrededor, absorbiéndolo todo. Era como si el lugar se hubiera congelado con solo mencionar el Sinsar Dubh.
Aunque el club era una burbuja congelada en el tiempo, juro que sentía cómo decenas de miradas se posaban sobre mí. ¿Le habrían echado algún tipo de hechizo a este lugar para que, si alguien pronunciaba el nombre del libro prohibido del rey, todo el mundo, a excepción de la persona que había dicho las palabras y la persona que había lanzado el encanto se congelara al instante?
Examiné el pequeño club.
El aire silbó entre mis dientes. Dos pistas de baile con gradas más abajo, se hallaba un hombre con un traje blanco impecable, en el centro de la pista congelada, sentado en una majestuosa butaca blanca, rodeado de decenas de asistentes también vestidos de blanco.
No le había visto desde aquella noche hacía mucho tiempo, cuando Barrons y yo habíamos investigado la Mansión Blanca. Pero, al igual que yo, no estaba congelado.
McCabe asintió con la cabeza mirándome a través del mar de estatuas.
Y tan de repente como todo se había paralizado, la vida se reanudó.
—Me has ofendido, humana —estaba diciendo el dios dorado—y te mataré por semejante desaire. No aquí. No esta noche. Pero pronto.
—Claro, lo que tú digas —murmuré—. Solo tráemelo hasta aquí. —Me di la vuelta y empecé a caminar entre la multitud pero, cuando llegué a la majestuosa silla blanca, McCabe ya se había ido.
Tuve que pasar por el club secundario, donde el tío de ojos soñadores atendía la barra, para llegar a las escaleras. Como era una imposición, digamos, geográfica, no descarté parar a medio camino: estaba sedienta y tenía algunas preguntas acerca de una carta del tarot así que golpeé con los nudillos en la barra para pedir un trago.
Apenas recordaba qué se sentía al mezclar bebidas y fiesta con mis amigos, llenos a rebosar de ignorancia y sueños de grandeza.
A unos cinco taburetes de distancia, vislumbré entre la oscuridad un sombrero de copa con telarañas, como una chimenea sin usar que necesitaba que la deshollinaran. Bajo el sombrero, un pelo seco como la paja caía sobre los hombros, huesudos como palos de escoba, de un ser que llevaba un traje de raya diplomática. El dorcha temible estaba pasando el rato con el tío de ojos soñadores otra vez. Era escalofriante.
No había nadie sentado a su lado. El hombre del sombrero de copa se volvió hacia mí cuando tomé asiento en uno de los cuatro taburetes vacíos. Llevaba una baraja de cartas del tarot bien puesta en el bolsillo del traje, como un pañuelo pulido, en un abanico de naipes. Tenía los nudosos tobillos cruzados y llevaba unos zapatos de charol brillantes y puntiagudos.
—¿Llevas el peso del mundo sobre los hombros? —preguntó en voz alta como un feriante vendiendo productos en su puesto.
Miré fijamente el oscuro tornado bajo el ala del sombrero de copa. Los fragmentos de un rostro, la mitad de un ojo verde y una ceja, parte de la nariz, aparecieron y desaparecieron como retazos de imágenes arrancadas de una revista que momentáneamente se han pegado a una ventana y luego han salido volando por la ráfaga de una tormenta. De repente pensé que ese tocado elegante y misterioso era tan antiguo como los propios fae. ¿El dorcha temible hizo el sombrero o fue el sombrero el que construyó un dorcha temible?
Como mis padres me criaron para ser educada y los viejos hábitos tardan en morir, me resultó difícil morderme la lengua. Pero no pensaba cometer dos veces el error de hablarle.
—¿Controlas tus relaciones? —gritó con la exuberancia de un anuncio de la teletienda. Casi esperaba ver fotos en el aire mientras vendía su mercancía, fuera lo que fuera que vendiera.
Puse los ojos en blanco.
—¡Una noche en la ciudad podría ser justamente lo que necesitas! —exclamó con un entusiasmo excesivo.
Se deslizó del taburete extendiendo sus largos brazos huesudos y unas manos esqueléticas.
—Concédenos un baile, cariño. Dicen que soy igualito a Fred Astaire. —Se marcó unos pasos rápidos e hizo una reverencia al tiempo que extendía los delgados brazos.
Un vaso de whisky me llegó deslizándose por la barra. Lo devolví rápidamente con un empujoncito.
—Veo que has aprendido la lección, guapa.
—Aprendo mucho últimamente.
—Soy todo oídos.
—La baraja de tarot era mi vida. ¿Cómo es eso?
—Ya te lo dije. Profecías. Todo cambia.
—¿Por qué me diste «El Mundo»?
—No lo hice. ¿Te gustaría que lo hiciera?
—¿Estás flirteando conmigo?
—¿Y si lo estuviera?
—Saldría corriendo y gritando.
—Chica lista.
Nos echamos a reír.
—¿Has visto a Christian últimamente?
—Sí.
Sus manos se posaron en las botellas y esperó.
—Creo que se está convirtiendo en algo.
—Todas las cosas cambian.
—Creo que se ha convertido en unseelie.
—Fae. Como las estrellas de mar, guapa.
—¿Y eso?
—Les vuelven a crecer las partes que les faltan.
—¿Qué estás diciendo?
—Equilibrio. El mundo tiende a él.
—Pensé que era una entropía.
—Implica una idiotez innata. La gente lo es. El universo, no.
—¿Así que si un príncipe unseelie muere, alguien le sustituye al final? ¿Y si no es fae, es un humano?
—He oído que las princesas también están muertas.
Me callé. ¿Las mujeres humanas cambiarían por comer unseelie y acabarían convirtiéndose en ellos al mismo tiempo? ¿Qué más le robarían los fae a mi mundo? Bueno, ¿qué es lo que yo haría y mi…? Cambié de tema rápidamente.
—¿Quién me dio la carta?
El chico señaló al dorcha temible.
No me lo creí ni por asomo.
—¿Qué se supone que debo sacar de eso?
—Pregúntaselo.
—Me dijiste que no lo hiciera.
—Es un problema.
—¿Y la solución?
—Quizá no sea sobre el mundo.
—¿Sobre qué más podría ser?
—Tienes ojos, guapa, úsalos.
—Y tú tienes boca, tío, úsala.
Él se alejó, haciendo malabares con las botellas como un profesional. Observé cómo movía las manos y traté de averiguar cómo hacer para que hablara.
Sabía cosas. Me lo olía. Sabía muchas cosas.
Puso cinco vasos de chupito sobre la barra. Los llenó hasta los topes y los deslizó en cinco direcciones distintas con una precisión envidiable.
Levanté la vista hacia el espejo de detrás de la barra que estaba orientado hacia abajo y reflejaba la lustrosa parte superior de la barra negra. Me vi a mí misma. Veía al dorcha temible. Veía docenas de otros clientes sentados a la barra. No era un bar con demasiado movimiento. Era uno de los clubes secundarios más pequeños y menos populares. Por aquí no había sexo ni violencia, solo telarañas y cartas del tarot.
El tío de los ojos soñadores no estaba en el reflejo. Veía los vasos y las botellas brillando mientras daban vueltas en el aire pero a nadie cogiéndolas.
Volví a mirarle a él y luego arriba otra vez. Confirmado. No había reflejo.
Dejé el vaso vacío en la barra. Y otro, esta vez lleno, vino a hacerle compañía. Me lo bebí de este, observándole, esperando a que volviera.
Se tomó su tiempo.
—Pareces confundida, guapa.
—No te veo en el espejo.
—Quizá yo tampoco te vea.
Me congelé. ¿Era eso posible? ¿Yo no salía en el espejo?
Se echó a reír.
—Era broma. Estás ahí.
—No me hace gracia.
—No es mi espejo.
—¿Qué quiere decir eso?
—No soy responsable de lo que muestra o deja de mostrar.
—¿Quién eres?
—¿Quién eres tú?
Entrecerré los ojos.
—De alguna manera me parece que estás intentando ayudarme. Quizás estaba equivocada.
—Ayuda. Una medicina peligrosa.
—¿Cómo?
—Es difícil calcular la dosis correcta. Sobre todo si hay más de un médico.
Se me cortó la respiración. El tío de los ojos soñadores ya no los tenía soñadores. Estaban… No sé. Estaban… Me mordí el labio inferior. ¿Qué estaba viendo? ¿Qué era lo que me estaba ocurriendo?
Ya no estaba detrás de la barra sino sentado en un taburete a mi lado, a mi izquierda… No, a mi derecha.
No, estaba sentado en el taburete conmigo. Estaba detrás de mí, con su boca en mi oreja.
—Demasiado es mucho. Demasiado poco no te prepara lo suficiente. El cirujano más fino tiene dedos como mariposas. Etéreos. Delicados.
Como sus dedos en mi pelo. El toque era fascinante.
—¿Soy el rey unseelie? —susurré.
Como sus dedos en mi cabello. El toque era fascinante.
—¿Soy yo el rey unseelie? —susurré.
Oí una risa tan suave como las alas de una polilla que me nubló la mente, removiendo los sedimentos en las profundidades de mi alma.
—No más de lo que lo soy yo. —Volvía a estar tras la barra—. Se acerca el cascarrabias —dijo mientras señalaba las escaleras con la cabeza.
Seguí la dirección de su mirada y vi a Barrons bajando los escalones. Cuando volví a mirar, el tío de los ojos soñadores no era más visible que su reflejo.
—Iba de camino —dije, irritada. Barrons me agarró la muñeca y me arrastró hacia las escaleras.
—¿Qué parte de «directamente» no has entendido?
—La misma parte de «juega limpio con los demás» que tú nunca entiendes, cascarrabias —repuse yo.
Él se rio y me dejó sorprendida. Nunca sé lo que le va a hacer reír. En los momentos más extraños parecía encontrar el humor en su mal genio.
—Sería mucho menos cascarrabias si reconocieras que quieres follarme y lo hiciéramos.
La lujuria me invadió. Barrons decía «follar» y a mí me ponía a cien.
—¿Eso bastaría para ponerte de buen humor?
—Sería una forma de conseguirlo, sí.
—¿Estamos teniendo esta conversación de verdad, Barrons? ¿Estás expresando sentimientos?
—Si quieres llamar sentimientos a una polla dura, señorita Lane, pues sí.
Un alboroto repentino en la entrada del club, dos plantas por arriba de nosotros, llamó su atención. Era más alto que yo y podía ver sobre la multitud.
—Tienes que estar de coña. —Su semblante se endureció cuando levantó la mirada hacia el vestíbulo.
—¿Qué? ¿Quién? —dije, saltando de puntillas para alcanzar a ver algo—. ¿Es V’lane?
—¿Por qué sería…? —Me miró—. Te arranqué su nombre de la lengua. No ha habido ninguna oportunidad para que lo recuperes.
—Le pedí a alguien de su corte que le fuera a buscar. No me mires así. Quiero saber lo que está pasando.
—Lo que está pasando, señorita Lane, es que encontraste a la reina seelie en la prisión de los unseelie. Lo que está pasando, dada la condición en la que se encuentra, es que V’lane obviamente ha estado mintiendo sobre su paradero durante meses y ahora, eso puede significar solo una cosa.
—Que me fue imposible permitir que la corte supiera que la reina estaba perdida y que ha estado perdida durante muchos años humanos —dijo V’lane parado detrás de nosotros, en voz muy baja—. Se hubieran derrumbado. Sin ella refrenándoles, una docena de facciones distintas habría asaltado tu mundo. Hace mucho que se dan disturbios en Faery. Pero este no es el lugar para tratar semejantes cuestiones.
Barrons y yo nos dimos la vuelta como si fuéramos una sola persona.
—Velvet me ha dicho que requerías mi presencia, MacKayla —continuó V’lane—, pero dijo que tus noticias eran acerca del Libro, no sobre nuestra alianza. —Él me escudriñó el rostro con una frialdad que no había visto desde que lo conociera, muy al principio. Supuse que mi método de invocación le había ofendido. Los fae eran demasiado rápidos—. ¿La has encontrado de verdad? ¿Está viva? He estado buscándola en mis momentos libres. Eso me ha impedido atenderte como deseaba.
—¿Velvet es un nombre fae?
—Su nombre real es impronunciable en tu lengua. ¿Está aquí?
Asentí.
—Tengo que verla. ¿Cómo está?
La mano de Barrons salió disparada y se cerró alrededor de la garganta de V’lane.
—Eres un cabrón mentiroso.
V’lane agarró el brazo de Barrons con una mano y con la otra le cogió por el cuello.
Miré, fascinada. Estaba demasiado confundida por el reciente desarrollo de los acontecimientos como para darme cuenta de que Barrons y V’lane estaban de pie cara a cara en una pista de baile llena de gente, probablemente por primera vez en toda la eternidad, a punto de matarse el uno al otro. Bueno, a punto de que Barrons matara a V’lane. Barrons miraba al príncipe fae como si fuera finalmente quien hubiera cogido a una hormiga roja que lo hubiera estado torturando durante siglos tumbado en el desierto y recubierto de miel. V’lane miraba a Barrons como si no pudiera creer que hubiera sido tan estúpido.
—Tenemos asuntos más grandes que tus simples quejas personales —dijo V’lane con un frío desdén—. Si no puedes dejar de mirarte el ombligo y ver lo que pasa, te mereces lo que le ocurrirá a tu mundo.
—Quizá no me importa lo que le ocurra al mundo.
V’lane volvió la cabeza y me miró con frialdad.
—Te he permitido conservar tu lanza, MacKayla. No dejarás que me haga daño. Le matarás…
Barrons le apretó el cuello.
—He dicho que te calles.
—Él tiene la cuarta piedra —le recordé a Barrons—. Le necesitamos.
—¡Keltars! —exclamó V’lane mirando hacia el vestíbulo. Siseó a través de los dientes.
—Lo sé. Hoy va a haber una fiesta de cojones —dijo Barrons.
—¿Dónde? ¿Es ese que acaba de entrar? —pregunté.
Barrons se acercó más a V’lane y le olfateó. Se le hinchó la nariz, como si encontrara el olor repulsivo y a la vez apetecible.
—¿Dónde está ella? —bramó un hombre. El acento era escocés, como el de Christian pero algo más fuerte.
V’lane ordenó:
—Cállale antes de que su siguiente pregunta sea «¿Dónde está la reina?» y todos los unseelie entren y descubran que está aquí.
Barrons se movió demasiado rápido para que lo viera. V’lane pasó de estar tan espléndido como siempre a tener la nariz rota y sangrando en cuestión de segundos. Barrons añadió:
—Hasta la próxima, gilipollas. —Y se fue.
—He dicho, ¿dónde coño está la…?
Oí un gruñido, luego el ruido de puños y más gruñidos, y entonces se armó el gran follón en el Chester’s.
—Me importa una mierda lo que creas. Ella es responsabilidad nuestra…
—Pues vaya favor le has hecho a la pobre…
—Es mi reina y no irá a ninguna parte con…
—… hasta ahora no has hecho más que perderla donde los putos unseelie.
—… y la traeremos de vuelta a Escocia con nosotros, donde puedan vigilarla como es debido.
—… un par de humanos ineptos. Pertenece a Faery.
—Te enviaré de vuelta a Faery, en un puto…
—Recuerda la piedra que te falta, imbécil.
Miré al escocés, a Barrons y a V’lane; no dejaban de discutir. Llevaban ya cinco minutos en un punto muerto, sin avanzar ni llegar a ninguna conclusión. V’lane seguía pidiendo que se la devolvieran, el escocés insistía en que él la llevaría a Escocia, pero yo conocía a Barrons. No iba a permitir que ninguno de los dos la tuviera. No solo no confiaba en nadie, la reina de los fae era su mejor carta, un triunfo.
—¿Cómo coño llegaste a saber que estaba aquí? —quiso saber Barrons.
V’lane, cuya nariz volvía a ser perfecta, dijo:
—MacKayla me invocó. Al acercarme a vosotros te oí, como cualquier otro habría hecho. Pones en peligro su vida con tu falta de cuidado.
—Tú no —gruñó Barrons—. El escocés.
El escocés dijo:
—Hace casi cinco años, ella visitó a Cian en un sueño y le dijo que estaría aquí. La reina misma nos ordenó recogerla en esta dirección, esta noche. Es un derecho irrefutable. Somos los Keltar y llevamos el manto de protección para los fae. Nos la devolveréis ahora mismo.
Estuve a punto de echarme a reír pero algo en los dos escoceses me hizo pensarlo mejor. Parecía que hubieran estado viajando duro a través de vastas tierras y no se hubieran duchado o afeitado en días. Palabras como «paciencia» y «diplomacia» no estaban en su vocabulario. Ellos pensaban en términos de objetivos y resultados, y cuantas menos cosas hubiera entre esos dos conceptos, mejor. Eran como Barrons: vigorosos, concienzudos, inflexibles.
Ambos iban descamisados y llevaban tatuajes por todo el cuerpo; antes de permitirnos el acceso al nivel superior del club, Lor y otro hombre de Barrons al que no había visto antes hicieron que todos nos quitáramos las prendas necesarias para asegurar que no pudiéramos ocultar un libro. Ahora los cinco estábamos de pie, parcialmente vestidos, en un cubículo de cristal sin amueblar.
El que discutía, Dageus, era alto y todo músculo, se movía con la agilidad de un gran gato y tenía unos ojos felinos dorados. Llevaba una melena negra tan larga que le rozaba el cinturón, aunque no es que lo necesitara porque llevaba puestos unos pantalones ajustados de cuero negro. Tenía un corte en el labio y un moratón en la mejilla derecha de la escaramuza que había comenzado en la puerta y se había extendido como una plaga a través de los diferentes clubes inferiores. Hicieron falta cinco de los hombres de Barrons para conseguir que las cosas volvieran a estar bajo control. Ser capaces de moverse como el viento les daba una ventaja tremenda. No avisaron a los clientes para que dejaran de pelear, simplemente aparecieron y los mataron. Cuando los humanos y los fae averiguaron qué estaba ocurriendo, el estallido de violencia ya había acabado, tan rápido como había comenzado.
El otro escocés, Cian, aún no había dicho nada y había escapado de la pelea sin un rasguño siquiera, pero con todo el torso tatuado en rojo y negro, no estaba segura de que hubiera notado si tenía sangre. Era enorme, con músculos bien definidos; era el tipo de hombre que consigue estar en forma levantando pesas en un gimnasio o ejercitándose durante una larga condena en prisión. Tenía los hombros enormes y el vientre plano; llevaba piercings y uno de sus tatuajes rezaba: JESSI. Me preguntaba qué tipo de mujer podría hacer que un hombre quisiera tatuarse su nombre en el pecho.
Esos eran los tíos de los que hablaba Christian: el hombre que había entrado en el castillo del galés la noche que Barrons y yo intentamos robar el amuleto, los que habían realizado el ritual con Barrons en Halloween. No se parecían en nada a ningún tío que hubiera visto antes. Esperaba parientes con barriga incipiente, de treinta y tantos o cuarenta, pero esos eran hombres fuertes de apenas treinta años de edad con un aspecto peligroso y atractivo. Ambos tenían una extraña distancia en la mirada, como si hubieran visto cosas tan alarmantes que solo reenfocándolo todo un poco pudieran mirar el mundo y afrontarlo.
Me preguntaba si mi mirada se estaba volviendo así también.
—Una cosa es segura: ella no te pertenece —le dijo Dageus a Barrons.
—¿Cómo lo has descubierto, escocés?
—Nosotros protegemos a los fae y él es fae, lo cual nos da a ambos más derecho que a ti.
Sentía a alguien mirándome intensamente y atisbé alrededor. V’lane me estaba observando con los ojos algo entrecerrados. Hasta ahora todos habían estado tan ocupados discutiendo sobre qué hacer con la reina que nadie se molestó en preguntarme cómo la había encontrado o cómo la había sacado de la prisión. Imaginaba que eso era lo que V’lane se estaba preguntando ahora.
Él conocía la leyenda del Espejo del rey. Sabía que solo dos personas podían cruzarlo; a menos que yo, casualmente, hubiera dado con una verdad entra esas mentiras y quienquiera que fuera la reina actual fuera inmune a la magia del rey, lo que dudaba. La única persona que el rey hubiera querido proteger por encima de todo era a la concubina, sobre todo de la reina seelie. Le había cerrado las puertas del castillo a la reina original y vengativa el día que ella había ido a su fortaleza y habían discutido. Había prohibido a todos los seelie entrar. No tenía dudas de que había usado los mismos hechizos, o peores, en el Espejo Plateado que conectaba su tocador al de la concubina. V’lane debía de estar preguntándose si tenía idea de quién era la reina en realidad, quién era yo realmente o si, quizá, su historia era tan sospechosa e inexacta como la nuestra. A pesar de eso, V’lane sabía que había algo de mí que no era lo que parecía.
Además de mí misma, solo Christian sabía que la reina era en realidad la concubina. Y solamente yo conocía esta dualidad dentro de mí que podía ser hábilmente explicada si fuera la otra mitad de su ecuación real.
Después de un buen rato de estudio, él asintió.
¿Qué demonios quería decir eso? ¿Que por ahora seguiría en silencio y no haría preguntas que enturbiaran las aguas ya de por sí revueltas? Asentí también como si tuviera alguna idea del motivo por el que estábamos asintiendo.
—¿Ni siquiera pudisteis realizar el ritual para mantener los muros levantados y ahora queréis que os confíe a la reina? Y tú —Barrons se volvió hacia V’lane, que estaba guardando las distancias—, nunca la alejarás de mí. Por lo que a mí respecta, tú la pusiste en el ataúd en el que la han encontrado.
—¿Por qué no se lo preguntas a la reina? —sugirió fríamente V’lane—. Yo no fui, ella te lo dirá.
—Por suerte para ti, no habla.
—¿Está herida?
—¿Cómo voy a saberlo? Ni siquiera sé de qué mierda estáis hechos.
—¿Por qué la pondría alguien en una prisión unseelie? —pregunté yo.
—Esa es una manera lenta pero certera de matarla, muchacha —dijo Dageus—. La prisión unseelie es todo lo opuesto a lo que es ella y, además, consume toda su esencia vital.
—Si alguien la quisiera muerta, hay maneras mucho más rápidas —protesté.
—Quizás el que la tomó no pudo conseguir la lanza o la espada.
Eso descartaba a V’lane. Él me la quitaba con cierta regularidad, como ahora. Darroc también solía hacerlo. Quienquiera que hubiera cogido a la reina tenía que haber sido lo bastante poderoso para apresarla pero no lo suficiente para conseguir una lanza o una espada, dos condiciones que parecían mutuamente excluyentes. ¿Era posible que su secuestrador tuviera una razón para querer matarla lentamente?
—V’lane me dijo que todas las princesas seelie están muertas —dije—. Hay una leyenda fae que dice que si todos los sucesores al poder de la reina están muertos, la Magia Verdadera de su raza tendrá que pasar al macho más poderoso. ¿Y si alguien estaba intentando tomar posesión del Sinsar Dubh matando a todas las hembras de la realeza y acabando con la misma Aoibheal para que, cuando la reina muriera, él terminara no solo con el poder del rey unseelie sino también con la Magia Verdadera de la reina, haciéndole el primer regidor patriarca de su raza? ¿Quién es el macho más poderoso?
Todas las cabezas se volvieron hacia V’lane.
—¿Cómo lo dicen los humanos? Lo tengo: ¡Venga ya! —dijo secamente. La mirada que me lanzó fue en partes iguales de enfado y de reproche. Como si dijera: «conozco tus secretos, no me provoques»—. Es una leyenda, nada más. Llevo sirviendo a Aoibheal toda la vida y sigo sirviéndole ahora.
—¿Por qué mentiste sobre su localización? —quiso saber Dageus.
—He estado ocultando su esencia durante algunos años humanos para prevenir una guerra civil fae. Con la princesa muerta, no hay un sucesor claro.
¿Muchos años humanos? Era la segunda vez que decía «muchos» pero ahora entendía la complejidad. Lo miré. Me había dicho algo más que una mentira. En Halloween me había dicho que estuvo demasiado ocupado llevando a su reina a un lugar seguro.
¿Dónde había estado realmente esa noche cuando tanto lo necesitaba? Quería saberlo ahora mismo, quería respuestas, pero ahora había demasiado lío. Cuando le interrogara, sería con mis condiciones y en mi terreno.
—¿Y cómo murieron? —dijo Barrons.
V’lane suspiró.
—Ellos desaparecieron al mismo tiempo que ella. —Me miró otra vez.
Su mirada estaba cargada de dolor y de una promesa de que hablaríamos pronto.
—Por suerte para ti, gilipollas.
V’lane le lanzó a Barrons una mirada de desdén.
—A ver si puedes ver más allá… Los príncipes unseelie son tan poderosos o más, incluso, que yo. Y el rey unseelie es más fuerte que todos nosotros juntos. La magia seguramente iría a parar a él, estuviera donde estuviera. No gano nada haciendo daño a mi reina y sí tengo todo que perder. Permíteme que se quede conmigo. Si lleva en la prisión unseelie todo el tiempo que ha estado perdida, podría estar al borde de la muerte. ¡Deja que me la lleve a Faery para que recobre fuerzas!
—Eso no va a suceder.
—Entonces serás el responsable de matar a nuestra reina —dijo V’lane con amargura.
—¿Y cómo sé que eso no es lo que llevas persiguiendo todo este tiempo?
—Nos desprecias a todos. Dejarías morir a la reina para satisfacer tus propias venganzas mezquinas.
Quería saber cuáles eran las venganzas mezquinas de Barrons, pero volvía a sentir esa maldita dualidad dentro de mí. Lo que pasaba aquí no era ni remotamente lo que pensaban todos. Solo yo sabía la verdad.
No era por la reina por quien luchaban. Era por la concubina de hace cientos de miles de años que, de alguna manera, había acabado convirtiéndose en la reina seelie. ¿El rey había conseguido por fin lo que tanto esperaba? ¿Había prolongado el tiempo en Faery para convertir a su propia amada en fae? ¿El equilibrio del mundo, como el tío de los ojos soñadores decía, había transformado a una mortal en una reina sustituta, algo que de la misma forma haría de Christian un príncipe sustituto también?
Si yo era el rey, ¿por qué no me alegraba? ¡La concubina era fae por fin! Sacudí la cabeza. No podía pensar así. No funcionaba.
—Mac —murmuré—. Solo eres Mac.
Barrons me miró con dureza como diciéndome: «Déjalo para después, señorita concubina».
—Mirad, chicos —dije. Cuatro pares de ojos me miraron y yo me dirigí a los escoceses—. Vosotros dos no sois lo que parecéis, ¿verdad?
—¿Lo es alguien en esta sala? —dijo Barrons, irritado—. ¿Qué quieres decir con eso?
—Ella está a salvo aquí —dije a modo de resumen.
—Eso es lo llevo que diciendo todo el rato —gruñó Barrons—. Esta planta está protegida igual que la librería. Nada ni nadie puede tamizarse hacia dentro…
V’lane siseó.
—… o hacia fuera. Ningún seelie ni unseelie puede llegar hasta ella. No permitiremos que nadie entre en la sala vestido. Rainey vigila que…
—¿La has llevado junto a mis padres? —pregunté—. ¿La gente está haciendo visitas desnuda?
—¿Dónde quieres que la lleve?
—¿La reina de los faery está en una sala de cristal con mi madre y mi padre? —Estaba levantando la voz. No me importaba.
Él se encogió de hombros. Sus ojos decían: «No realmente y ambos lo sabemos. Ni siquiera eres de este mundo».
Los míos decían: «Me importa una mierda quién puedo haber sido en otra vida. Sé quién soy ahora».
—Lleva mucho tiempo y recursos resguardar un lugar tan bueno como la sala donde están Jack y Rainey. No estamos duplicando nuestros esfuerzos —dijo él.
—El castillo Keltar lo protegió la reina misma —dijo Dageus—. Lejos de Dublín, por donde parece que el Sinsar Dubh se empeña en merodear, así que esta es la mejor elección.
—Ella se queda. Y basta. Si no os gusta, podéis intentar cogerla —dijo Barrons sin tapujos y en sus ojos oscuros vi que tenía ganas de pelea. Esperaba que lo hicieran. Todos en la sala sentían lo mismo. Hasta yo estaba empezando a darme cuenta. De repente me entraron ganas de ser hombre. Tenía un problema que no podía arreglar pero si podía crear uno más manejable, como una pelea, y empezaba a repartir puñetazos, seguro que me haría sentir mejor durante un rato.
—Si ella se queda, nosotros nos quedamos —dijo Dageus—. La protegeremos aquí o allá. Pero la protegeremos.
—Y si ellos se quedan, yo también me quedo. —La voz de V’lane era puro hielo—. Ningún humano protegerá a mi reina mientras yo exista.
—Para eso hay una solución muy sencilla, gilipollas. Haré que dejes de existir.
—Los seelie no son nuestros enemigos. Tócale y tendrás que vértelas con todos nosotros.
—¿Crees que no podría, escocés?
Durante un momento la tensión en la sala fue insufrible y mentalmente nos vi a todos yendo a por la yugular de los demás.
Barrons era el único de nosotros que no podía ser asesinado. Necesitaba a los escoceses para llevar a cabo el ritual y la piedra de V’lane para ayudar a acorralar al Libro y volver a enterrarlo. Una pelea ahora mismo era una idea muy mala.
—Pues esto está resuelto —dije yo, alegremente—. Nos quedamos todos. ¡Bienvenidos al Chester’s Hilton! Preparemos las camas.
Barrons me miró como si me hubiera vuelto loca.
—Entonces salgamos y busquemos cosas que matar —añadí.
Dageus y Cian gruñeron con aprobación e incluso V’lane pareció aliviado.