9
—¡Mac! ¡Hey, Mac! ¿No me has oído? Te he dicho, «¿Qué coño estás haciendo?».
Me pongo tensa. Voy a la deriva en un lugar oscuro en el que no siento nada, ya que, si lo hiciera, me mataría. No hay bien, no hay mal. Solamente distracción.
—No le hagas caso. —Darroc gruñe.
—¡Mac, soy yo! Dani. Hey, ¿a quién coño estás besando?
Siento su silbido mientras se mueve de lado a lado detrás de mí, moviendo mi pelo con la brisa que crea, mientras intenta ver a quién tengo contra la pared. Lo ha visto dos veces antes y puede que lo reconozca. Lo último que necesito es que vuelva con noticias a la abadía: «¡Mac se ha unido a lord Master, tal como hizo su hermana! ¡Como dijo Ro! ¡Maldita traidora, le debe correr por la sangre!».
Rowena lo explotaría sin piedad, enviando a cada uno de sus sidhe-seer para entrometerse en mi camino y quitarme de en medio. La muy puta, de mente estrecha, pondría más esfuerzo en cazarme a mí que el que ha utilizado cazando un fae.
Una ráfaga inesperada mueve mi camisa, y mi pelo vuela hacia arriba.
—¡Ese no es Barrons! —exclama Dani indignada.
El nombre me atraviesa como un cuchillo. No, no es Barrons y, a no ser que sea convincente, jamás lo volverá a ser.
—Tampoco es V’lane! —En su voz se mezclan la ira y el desconcierto—. Mac, ¿qué estás haciendo? ¿Dónde coño has estado? Te he estado buscando por todas partes. Desde hace un mes. ¡Maaac! —Gime la última parte de forma lastimera—. ¡Tengo noticias! ¡Préstame atención!
—¿Puedo deshacerme de ella? —murmura Darroc.
—Resulta un poco difícil deshacerse de ella —murmuro—. Dame un minuto.
Doy un paso atrás, sonriéndole. Nadie puede acusar a los fae de fallar en la parte de lujuria. Arde en sus ojos no tan humanos. Con todo ese calor acumulado, veo sorpresa. La intenta ocultar, pero fracasa en el intento. Sospecho que mi hermana era un poco más… refinada de lo que yo soy.
—Vuelvo en un momento —le prometo, y me doy la vuelta despacio, haciendo tiempo para enfrentarme a Dani. Voy a tener que hacerle daño si me quiero deshacer de ella.
Su cara desprende luz, desprende impaciencia. La rebelde masa de rizos caoba se halla controlada por un negro casco de bicicleta con las luces encendidas. Lleva puesto un largo abrigo de piel y unas zapatillas deportivas negras que le cubren los tobillos. En algún lugar bajo ese abrigo está la Espada de la Luz, a no ser que Darroc la sintiera y se la haya quedado también. Si todavía la tiene, me pregunto si sería capaz de cogerla lo suficientemente rápido como para clavármela antes de que ella pudiera pararme.
Tengo objetivos. Me centro en ellos. No hay tiempo para satisfacer mi consciencia culpable y menos en este momento. Cuando termine lo que he planeado hacer, todo lo que ocurra esta noche en este callejón jamás habrá ocurrido, así que no importa si hiero a esta Dani, porque no tendrá que vivir en el futuro que voy a crear.
La enorme libertad que eso me otorga me deja, de repente, sin aliento. Nada de lo que haga a partir de este momento podrá volver para morderme en el culo. Estoy en una zona libre de castigo. He estado en ella desde que decidí rehacerlo todo.
Examino a Dani con una extraña objetividad, preguntándome cuántas cosas voy a tener que cambiar por ella. Tendría que evitar que mataran a su madre. Darle una vida que no la endureciera, que le permitiera ser abierta, dulce. Dejar que se divirtiera como Alina y yo, jugar en la playa; en lugar de estar en las calles persiguiendo y matando monstruos a la tierna edad de… cualquiera que fuera su edad cuando Rowena la convirtió en un arma. ¿Ocho? ¿Diez?
Ahora que tiene mi atención, sonríe, y cuando Dani sonríe toda su cara se ilumina. Da saltitos de un pie a otro, quemando el exceso de energía.
—¿Dónde has estado, Mac? ¡Te he echado de menos! Colega, digo, Mac —se corrige Dani a toda prisa, con una sonrisa traviesa, antes de que pueda cumplir la amenaza que le hice, en lo que parece otra vida, sobre llamarla por su nombre completo si me llamaba «colega» otra vez—. ¡No te vas a creer lo que ha estado pasando! He inventado unos Cazasombras, y toda la abadía los ha estado utilizando, aunque nadie ha dicho nada sobre lo inteligente que soy, como si me hubiera tropezado con ellos accidentalmente o algo parecido, cuando esos estúpidos sidhe-borregos no lo harían ni en un millón de años. ¡No te lo vas a creer, casi ni yo me lo creo, pero le pateé el culo a un Cazador y me cargué al muy cabrón! ¡Y joder, nunca lo adivinarías, colega! —Empieza a dar saltitos tan rápida y agitadamente que se convierte en un mancha negra de piel en la noche—. El puto Sinsar Dubh vino a la abadía y…
De repente, para de saltar y se queda quieta, mirándome, con la boca abierta, pero ningún sonido sale de ella.
Mira detrás de mí, a mí, y a mi espalda otra vez. Sus labios se tensan y entrecierra los ojos. Su mano se dirige fugazmente hacia el interior de su abrigo.
Puedo decir por su cara que encuentra el vacío donde debería estar su espada. Pero no se echa atrás, Dani no. Mantiene su posición. Si quedara algo en mi interior, sonreiría. Trece años y tiene el corazón de un león.
—¿Está pasando algo que no pillo, Mac? —pregunta con tensión—. Estoy aquí, sabes, intentando encontrar una razón, cualquiera que sea, para entender por qué estás besando a ese cabrón, pero no encuentro ninguna. —Me fulmina con la mirada—. Creo que esto es algo peor que pillarme a mí mirando porno, colega.
Ah, sí, está enfadada. Acaba de llamarme «colega» sin disculparse. Me armo de valor.
—Están pasando muchas cosas que tú no pillas —digo fríamente.
Me estudia el rostro, preguntándose si soy agente doble o algo así, o si estoy encubierta con el enemigo. Necesito convencerla, más allá de la sombra de una duda, de que no lo soy. Necesito que se vaya y que se mantenga alejada. No puedo permitirme tener una súper sabueso súper veloz interfiriendo en mis planes.
Tampoco quiero que esté por aquí el tiempo suficiente como para que Darroc se dé cuenta de que podría causarnos serios problemas si sintiera que la estoy traicionando. Zona libre de castigo o no, no existe una realidad en la que yo pudiera matar a Dani, ni ver como alguien la mataba. No siempre uno nace en una familia, a veces la encuentra.
Ha dicho que el Libro estuvo en la abadía. Necesito saber cuándo. Hasta que descubra cómo planea Darroc fusionarse con el Sinsar Dubh y esté segura de que puedo hacerlo sola, no pienso dejar que se acerque a él. Voy a hacer lo mismo que hice con V’lane y Barrons, aunque por una razón muy diferente, ahora, llamada «Esquivar el Libro Oscuro».
—¿Como qué, Mac? —Apoya los puños en la cintura. Está tan enfadada que vibra, tiembla tan rápido que su contorno se vuelve borroso—. Derrumbó las paredes, mató a miles de millones, destruyó Dublín, hizo que te violaran en grupo, yo te salvé, ¿recuerdas? ¡Y ahora te estás comiendo —hace un mueca y se estremece— la puta boca de uno que come unseelie! ¿Pero qué coño haces?
Hago caso omiso.
—¿Cuándo estuvo el Libro en la abadía? —No pregunto si alguien resultó herido. Eso no le importa a la mujer que desea aliarse con Darroc. Además, no voy a dejar que eso pase en mi nueva y mejorada versión del futuro.
—Lo intentaré de nuevo, Mac. ¿Qué coño pasa? —me lanza interrogante.
Le contesto:
—Lo intentaré de nuevo, Dani. ¿Cuándo?
Me mira fijamente durante un buen rato, entonces alza su barbilla demostrando tozudez y cruza los brazos huesudos en su pecho. Mira fijamente a Darroc, después me vuelve a mirar a mí.
—¿Vuelves a ser pri-ya o algo por el estilo, Mac? ¿Solo que sin la parte de estar desnuda y siempre cachonda? ¿Qué te ha hecho?
—Responde a mi pregunta, Dani.
Se irrita.
—¿Sabe Barrons lo que está pasando? Creo que debería saberlo. ¿Dónde está Barrons?
—Está muerto —digo rotundamente.
Su delgado cuerpo se sacude y para de vibrar. Estaba muy colgada de Barrons.
—No, no lo está —protesta—. Sea lo que sea, no lo pueden matar. Al menos no fácilmente.
—No fue fácil —le digo—. Hicieron falta las dos personas en las que más confiaba en este mundo, una lanza en la espalda, sacarle las tripas y cortarle el cuello. No llamaría a eso fácil.
Clava en mí su dura mirada, buscando la mía.
Me centro en transmitir desprecio.
Lo entiende y se pone tensa.
—¿Qué pasó?
Darroc se pone detrás de mí y desliza sus brazos alrededor de mi cintura. Me apoyo en él.
—MacKayla lo mató —dice sin rodeos—. Ahora responde a su pregunta. ¿Cuándo estuvo el Libro en la abadía? ¿Todavía está aquí?
Dani inspira profundamente. Vuelve a vibrar. No mira a Darroc, solo me mira a mí.
—No tiene gracia, Mac.
Estoy de acuerdo. No la tiene. Pero es necesario.
—Se lo merecía —miento fríamente—. Me traicionó.
Se crece, con los puños en la cintura.
—Barrons no era del tipo de los que traicionan. ¡Nunca te traicionó! ¡No haría eso!
—¡Va, crece ya de una vez! ¡No sabías una mierda sobre Barrons! ¡No eres lo suficientemente mayor como para saber una mierda sobre nada!
Se detiene, entrecierra sus brillantes ojos verdes.
—Me marché de la abadía, Mac —dice finalmente. Echa una carcajada vacía—. Creo que cerré las puertas, ¿sabes? —Analiza mi cara. Y siento otro cuchillo en mi corazón—. Las cerró por mí. Porque creía que yo estaba fuera, en algún lugar y que nos teníamos la una a la otra.
Me consuelo pensando que, al menos, no irá corriendo a Rowena para decirle que estoy durmiendo con el enemigo y no tendré un montón de sidhe-seers rabiosos detrás de mí.
—Creía que éramos amigas, Mac.
Veo en sus ojos que lo único que tengo que decir es: «Lo somos», de esa forma encontrará la manera de lidiar con lo que está viendo en estos momentos. ¿Cómo pudo poner tanta fe en mí? Nunca se lo pedí, nunca lo merecí.
—Pensaste mal. Ahora responde a la pregunta. —He sido la única que nunca la trató como a una niña. Que la llamen «niña» es lo que odia por encima de todo—. Niña —le digo—. Después puedes largarte. Coge tus juguetes y vete a jugar a otro lugar.
Arquea tanto las cejas que parece que le trepen por la frente y su boca se abre desmesuradamente.
—¿Qué acabas de decir?
—He dicho: «¡Responde a mi pregunta y lárgate, niña!». Aquí estamos un poco ocupados, ¿no lo ves?
Vuelve a dar saltitos, una mancha oscura en la oscuridad.
—¡Putos mayores! —dice mordiendo las palabras a través de sus dientes apretados—. ¡Siempre la misma puta historia. Me siento tan bien de haber abandonado la puta abadía. ¡Te puedes ir al infierno! —grita las últimas palabras, pero se entrecortan un poco mientras las dice, como si estuvieran enredadas en un sollozo que se esfuerza en no dejar salir.
Ni siquiera veo el borrón negro alejarse. Hay una explosión de luz que proviene de su MacHalo mientras se pone en marcha precipitadamente, como el Enterprise entrando en hipervelocidad, después solo queda el callejón vacío.
Me asusto al darme cuenta de que es un poco más rápida que antes. ¿Estará comiendo unseelie? Le voy a patear el culo por todo Dublín si está comiendo unseelie.
—¿Por qué no la has parado, MacKayla? Podrías haber explotado su confianza en ti para obtener información sobre el Libro.
Me encojo de hombros.
—Los niños siempre me ponen de los nervios. Vamos a cazar a un sidhe-seer nosotros mismos. Si no podemos encontrar uno, seguro que la gente de Jayne sabe qué está pasando.
Me alejo de la librería y me dirijo hacia lo que solía ser la Zona Oscura más extensa de Dublín. Ahora es tierra yerma, no queda ni una Sombra. Cuando Darroc echó abajo las murallas en Halloween y Dublín cayó en la oscuridad, los vampiros amorfos escaparon de su cárcel de luz y se deslizaron hacia prados más verdes.
He gastado toda mi energía hiriendo a Dani. No estoy de humor para pasar por delante. Tendría que enfrentarme a lo obvio. Al igual que el hombre, la tienda es grande, silenciosa y está muerta.
Si paso por delante de ella, tendré que esforzarme para no mirarla hambrienta. Tendré que ignorar que, en esta realidad, no volveré a atravesar esas puertas.
Se ha ido. De verdad, se ha ido.
He perdido mi librería completa e irrevocablemente como si, finalmente, la Zona Oscura se la hubiera tragado.
Jamás la poseeré. Jamás abriré esas puertas de cerezo con cristales romboidales otra vez.
Jamás oiré el pequeño timbre de mi caja registradora o me enroscaré con una taza de cacao y un libro, mientras me caliento gracias a la acogedora estufa de gas y a la promesa del regreso final de Jericho Barrons. Jamás bromearé con él, practicaré la Voz, o seré puesta a prueba por páginas del Sinsar Dubh. Jamás le echaré miradas hambrientas cuando creo que no me está mirando, ni le oiré reír. Tampoco subiré las escaleras que llevan a mi habitación, que unas veces está en la cuarta planta y otras en la quinta. Donde puede que me quede despierta y practicando cosas para decirle, solo para acabar descartándolas porque a Barrons no le importan las palabras.
Solo acciones.
Jamás conduciré sus coches. Jamás sabré sus secretos.
Darroc me coge por el brazo.
—Por aquí. —Me da la vuelta—. El Temple Bar.
Siento su mirada sobre mí mientras me guía de vuelta a la librería.
Me paro y lo miro.
—Creí que necesitabas cosas de tu casa en LaRuhe —le digo con indiferencia—. De verdad que no quiero pasar por delante de la librería.
—Creía que debíamos unirnos a tus tropas. Hace mucho que los dejamos.
—Guardo suministros en muchos lugares, y siempre tengo a mi ejército cerca. —Imita en el aire el gesto de cortar a rebanadas y murmura unas palabras en una lengua que no entiendo.
De repente, la noche se ha enfriado veinte grados. No tengo que mirar detrás de mí para comprobar que los príncipes unseelie están ahí, que se añaden a otros incontables unseelie. De repente, la noche está plagada de oscuros fae. Incluso con mi «volumen» en silencio, hay tantos, tan cerca de mí, que los siento en la boca del estómago. ¿Mantiene uno de sus contingentes a una corta distancia de nosotros todo el tiempo? ¿Los príncipes han estado merodeando todo este tiempo, esperando su llamada, a media dimensión de distancia de mi consciencia?
Necesito recordar eso en el futuro.
—No pienso pasearme por Dublín con los príncipes pisándome los talones.
—Te he dicho que no voy a permitir que te hagan daño, MacKayla, y lo dije en serio.
—Quiero que me devuelvas mi lanza. Dámela ahora.
—No puedo permitirlo. Vi lo que le hiciste a Mallucé con ella.
—Te dije que no te haría daño, Darroc, y lo dije en serio. —Me burlo de él—. ¿Ves cómo sienta? Un poco difícil de tragar, ¿no? Insistes en que confíe en ti, pero tú no confías en mí.
—No puedo correr el riesgo.
—Respuesta incorrecta. —¿Debería forzar el asunto e intentar quitarle la lanza? Si tuviera éxito, ¿confiaría menos en mí? ¿O me respetaría más?
Cuando busco el lago sin fondo de mi cabeza, no me importa cerrar los ojos para hacerlo. Simplemente les dejo que se descentren un poco. Necesito poder, fuerza, y ahora sé dónde encontrar ambos. Casi sin esfuerzo, me encuentro en una playa de arena negra. Siempre ha estado ahí para mí. Y siempre lo estará.
A lo lejos, oigo como Darroc habla con los príncipes. Me estremezco. No puedo soportar la idea de tenerlos detrás de mí.
Dentro, en su profunda cavernosidad, las negras aguas se agitan y empiezan a burbujear.
Runas plateadas como las que usé para rodearme en el borde del acantilado rompen la superficie, pero las aguas siguen hirviendo, y sé que todavía no ha terminado. Hay algo más… si lo quiero. Poco tiempo después, las aguas hacen salir unas cuantas runas de color carmesí que laten en las negras aguas como delicados corazones deformados. La superficie es, una vez más, tan lisa como cristal negro.
Me inclino y las saco. Goteando sangre, palpitan con fuerza en mis manos.
A lo lejos, oigo como los príncipes unseelie empiezan a chillar, pero no lo hacen de forma delicada. Parece el sonido del cristal roto y dentado haciéndose pedazos contra el metal.
No me doy la vuelta para mirarlos. Sé todo lo que necesito saber. Cualquiera que sea el don que tengo, no les gusta.
Mi mirada se vuelve a enfocar.
Darroc me mira, luego mira mis manos, y se queda inmóvil.
—¿Qué haces con eso? ¿Qué estabas haciendo en los Espejos antes de que te encontrara? ¿Entraste en la Mansión Blanca sin mí, MacKayla?
Detrás de mí, los príncipes chillan más fuerte. Es una cacofonía que se abre paso en el alma como una navaja, corta tendones y hace añicos los huesos. Me pregunto si es lo que pasa cuando te crean con el Canto de la Creación imperfecto, una melodía que puede deshacer, descantar, invertir la creación a nivel molecular.
Detestan mis runas carmesí, y yo odio su música oscura.
No voy a ser yo quien ceda.
—¿Por qué? —pregunto a Darroc. ¿Es de allí de donde vienen las runas que he sacado? ¿Qué sabe de ellas? No puedo preguntárselo sin revelar que, a pesar de que tengo poder, no tengo ni idea de qué es ni de cómo usarlo. Alzo mis manos y las abro, con las palmas hacia arriba. De mis manos gotea un denso líquido rojo. Las delicadas runas tubulares giran en mis palmas.
Detrás de mí, el chillido irregular de los príncipes se convierte en un grito infernal que incluso parece incomodar a Darroc.
No tengo ni idea de qué hacer con las runas. Estaba pensando en los príncipes unseelie, en que necesitaba un arma contra ellos, y aparecieron en mi mente. No tengo ni idea de cómo las he transformado en reales desde ese lago oscuro y cristalino. No entiendo más de estos símbolos carmesí de lo que entendía de los plateados.
—¿Dónde has aprendido a hacer eso, MacKayla? —exige saber Darroc.
Casi no puedo oírle por encima de los príncipes.
—¿Cómo piensas fusionarte con el Libro? —le replico. Tengo que elevar la voz a un grito para hacerme oír.
—¿Tienes idea de lo que son capaces esas cosas? —exige saber. Le leo los labios. No puedo oírle.
Detrás de mí, el griterío crece hasta el punto de que taladran mis oídos como si fueran púas de hielo.
—Dame la lanza y las guardaré —grito.
Darroc se acerca a mí, tratando de oírme.
—¡Imposible! —explota—. Mis príncipes no se quedarán con nosotros ni nos protegerán si tú tienes la lanza. —Su mirada se desliza con desagrado por las runas que tengo en las manos—. No con esas aquí.
—¡Creo que podemos cuidarnos solos!
—¿Qué? —grita.
—¡No los necesitamos! —Las púas de hielo de mis oídos han empezado a taladrarme el cerebro. Estoy al borde de una migraña enorme.
—¡Yo los necesito! Todavía no vuelvo a ser fae. ¡Mi ejército me sigue solamente porque los príncipes fae los guían detrás de mí!
—¿Quién necesita un ejército? —Estamos a milímetros el uno del otro, gritándonos, y, aun así, las palabras casi se pierden en el barullo.
Se frota las sienes. Su nariz ha empezado a sangrar.
—¡Nosotros lo necesitamos! Los seelie se están reuniendo, MacKayla. También ellos han empezado a darle caza al Sinsar Dubh. ¡Han cambiado muchas cosas desde la última vez que estuviste aquí!
—¿Cómo lo sabes? —No había visto ningún quiosco a mano en los Espejos mientras yo estaba en ellos.
Coge mi cabeza y la acerca a la suya.
—¡Me mantengo informado! —me gruñe al oído.
El griterío se ha convertido en una orquesta insoportable cuyo sonido no fue hecho para ser escuchado por el oído humano. Mi cuello está mojado. Me doy cuenta de que mis oídos sangran. Estoy ligeramente sorprendida. Ya no sangro tan fácilmente como antes. No he sangrado desde que comí unseelie.
—¡Debes obedecerme en esto, MacKayla! —grita insistente—. Si quieres seguir a mi lado, deshazte de ellas. ¿O quieres que haya guerra entre nosotros? ¡Creía que lo que buscabas era una alianza! —Se limpia la sangre de sus labios y dirige una mirada cortante a los príncipes.
Afortunadamente, y muy agradecida por ello, el griterío para. Las púas de hielo que atravesaban mis tímpanos desaparecen.
Inspiro profundamente, de forma avariciosa, y tomo una bocanada de aire limpio y fresco, como si pudiera limpiar todas mis células de la suciedad provocada por la espantosa sinfonía de los príncipes.
Sin embargo, mi alivio es poco duradero. Tan repentinamente como ha parado la música infernal, mis hombros y brazos se hielan. Creo que, si me muevo, láminas de hielo se van a romper y desprender de mí.
No necesito girar la cabeza para saber que los príncipes se han tamizado en posición, uno a mi izquierda, otro a mi derecha. Los siento. Sé que sus bellos rostros inhumanos están a milímetros del mío. Giro la cabeza, mirarán en mi interior con esos sabios ojos, penetrantes e hipnóticos que pueden ver más allá del alma humana, que pueden ver la propia materia que la forma, y pueden desmontarla pieza a pieza. A pesar de lo mucho que desprecian mis runas, todavía están dispuestos a enfrentarse a mí.
Miro a Darroc. Me había preguntado cuál sería su reacción si intentaba coger la lanza. Ahora veo una mirada en sus ojos que no estaba ahí hace un rato. Soy ambos: mayor incordio de lo que se pensaba y más atractiva aún, y eso le gusta. Le gusta el poder: tanto poseerlo como tener a la mujer que lo posee.
Me asquea caminar con príncipes unseelie a mi espalda. Pero el comentario sobre el agrupamiento de los ejércitos seelie, mi ignorancia sobre las runas que sostengo en mis manos, y el hecho de estar apretujada entre gélidos y oscuros fae son argumentos persuasivos.
Levanto la cabeza, me aparto los oscuros rizos de los ojos, y le miro. Le gusta cuando utilizo su nombre. Creo que le hace sentir como si estuviera con Alina otra vez. Alina era dulce y sureña hasta la médula. Nosotras, las mujeres sureñas, sabemos un par de cosas sobre hombres. Sabemos cómo utilizar su nombre a menudo, hacerles sentir fuertes, necesitados, como si tuvieran la última palabra aun cuando no es así, y siempre, siempre, hacerles creer que han ganado el premio gordo en la única competición que importa el día que dijimos «Sí, quiero».
—Darroc, si entramos en combate, ¿prometes que me devolverás la lanza para que pueda usarla y ayudar a defendernos? ¿Permitirás eso?
Le gustan esas palabras: «ayudar a defendernos» y «permitirás». Lo veo en sus ojos. Una sonrisa atraviesa su rostro. Me toca la mejilla y asiente.
—Por supuesto, MacKayla.
Mira a los príncipes y ya no están a mi lado.
No estoy muy segura de cómo devolver las runas. No sé si se pueden devolver.
Entonces las lanzo por encima de mis hombros hacia los príncipes, que suenan como cálices de cristal que explotan mientras se tamizan para esquivarlas. Cuando las runas tocan el suelo, oigo cómo sueltan vapor y sisean.
Me río.
Darroc me mira con reproche.
—Me estoy comportando —contesto dulcemente—. No me puedes decir que no se lo merecían.
Leerle me resulta más fácil. Me encuentra entretenida. Me limpio las palmas en mis pantalones de cuero, para intentar quitarme el residuo sanguinolento de las runas. Lo intento en mi camisa. No hay nada que hacer; la decoloración roja se ha fijado.
Cuando Darroc coge mi mano y me guía a través del callejón entre la librería y el garaje de Barrons, que alberga la colección de coches que solía codiciar, no miro a ninguno de los dos lados. Fijo mi entrenada mirada al frente.
He perdido a Alina, no pude salvar a Christian, he matado a Barrons y estoy intimando con el amante de mi hermana. He herido a Dani para que se fuera, y ahora me he aliado con el ejército unseelie.
Con la mente centrada en el objetivo, ya no hay vuelta atrás.