18

Cuando nos fuimos, me hice con un Diario de Dani de la farola que había fuera del edificio, me senté en el asiento del pasajero del Viper y empecé a leerlo. Se acercaba su cumpleaños. Esbocé una sonrisa. Supuse que se lo había dicho a todo el mundo. Lo haría fiesta nacional si pudiera.

No me sorprendió enterarme de que había estado en la calle la noche anterior y que había visto al Cazador matar a Darroc. Dani no acataba las órdenes de nadie, ni siquiera las mías. ¿Estaba allí para intentar matar a Darroc por sí misma? La creo muy capaz.

Mientras me abrochaba el cinturón, me pregunté si se habría quedado el tiempo suficiente para ver que el Cazador había sido poseído por el Sinsar Dubh y si, de ser así, había decidido omitir esa parte de la noticia. Si se quedó, ¿qué pensó que era la bestia que me atacó y que me llevó consigo? Probablemente creyó que era algún otro tipo de unseelie que nunca había visto antes.

Aunque estaba algo aturdida al darme cuenta de la cantidad de tiempo que había pasado en los Espejos y que estábamos en febrero, debería haber sabido que hoy era San Valentín.

Fulminé a Barrons con la mirada.

Nunca había tenido uno feliz. Habían sido desastrosos a diferentes niveles ya desde la guardería, cuando Chip Johnson comió demasiadas galletas glaseadas y me vomitó encima del vestido nuevo. Yo había bebido refresco de fruta y cuando me alcanzó su vómito, me sobrevinieron arcadas, a modo de respuesta automática y vomité refresco por todas partes. Eso inició tal reacción en cadena de niños de cinco años vomitando, que incluso ahora no puedo pensar en ello sin marearme.

Incluso en segundo y tercero, el día de San Valentín había sido una experiencia estresante para mí. Me levantaba maldiciendo la escuela. Mamá siempre nos daba a Alina y a mí tarjetas para todos los de la clase, pero la mayoría de las madres no eran tan sensibles. Me había sentado en el pupitre y había aguantado la respiración, rezando para que alguien, además de Tubby Thompson o Blinky Brewer, se acordara de mí.

Más tarde, en secundaria, se celebró el baile de Sadie Hawkins y las chicas teníamos que imitar a los chicos, cosa que aumentaba más la presión. Añadiendo el insulto al trauma en el que se suponía era el día más romántico del año, me obligaron a arriesgarme al rechazo pidiéndole al chico de mis sueños una cita y rogando que, para cuando reuniera el valor, quedara alguien más que Tubby y Blinky que no tuvieran pareja. En octavo esperé demasiado y ya no quedaba nadie popular, así que esa mañana puse el secador al máximo de calor y me di un buen rato en la frente, rocié las sábanas con agua y fingí que tenía la gripe. Mamá me hizo ir de todas formas. La marca de la quemadura en la frente me delató. Me corté el flequillo a toda prisa para taparla y acabé en el baile sin pareja, lamentable, con una quemadura dolorosa y con un corte de pelo nefasto.

El instituto trajo una retahíla completa de problemas nuevos. Sacudí la cabeza, no estaba de humor para revivir los horrores de la adolescencia. La parte buena era que este San Valentín podría haber sido mucho peor. Al menos me iría a dormir con el reconfortante conocimiento de que Barrons estaba vivo.

—¿Adónde vamos ahora? —pregunté.

Miró fijamente al frente. Oí un ruido como de serpiente de cascabel en su pecho.

Nos detuvimos en el número 939 de la calle Rêvemal, delante de la ahora demolida entrada del Chester’s, el club que antaño fuera el sitio de moda número uno para los ricos hastiados y para los guapos aburridos, hasta que lo destruyeron en Halloween. Lo miré, incrédula.

Aparcó y paró el motor.

—No voy a entrar en Chester’s. Ahí dentro me quieren muerta.

—Y si huelen que tienes miedo, intentarán matarte. —Abrió la puerta y salió.

—¿Y eso qué significa?

—Que si fuera tú, intentaría oler a otra cosa.

—¿Por qué tengo que entrar? —refunfuñé—. ¿No puedes visitar a tus colegas tú solo?

—¿Quieres ver a tus padres o no?

Salí de un salto, cerré de un portazo y corrí tras él, sorteando los escombros. No tenía ni idea de por qué me lo ofrecía, desde luego no era porque intentara ser amable, pero no iba a desperdiciar la oportunidad. Con lo impredecible que era mi vida, no iba a malgastar ni una sola oportunidad de pasar tiempo con la gente a la que quería.

Como si hubiera leído mis pensamientos, se me apareció por detrás.

—He dicho verlos. No hacerles una visita.

Detestaba la idea de que mis padres estuvieran retenidos en el centro de los lugares de mala muerte frecuentados por unseelie, pero tenía que reconocer que bajo tierra, entre los hombres de Barrons, era probablemente el lugar más seguro para ellos. No podían volver a Ashford. Los príncipes unseelie sabían dónde vivíamos.

Las otras posibilidades eran la abadía, la librería, o con V’lane. No solo había todavía Sombras en la abadía, el Sinsar Dubh les había hecho una visita mortífera y no me fiaba de Rowena ni aunque blandiera un cuchillo de mantequilla. En realidad no tenía ganas de que estuvieran conmigo, viendo el desastre en el que me había convertido. Y V’lane, con su vaga idea de los humanos, podía decidir apartarlos en una playa con una ilusión de Alina, que mi padre podría soportar, pero que empujaría a mi madre más allá del límite. Quizá nunca la podríamos sacar de allí.

Eso era el Chester’s.

El club solía ser el local más popular de la ciudad, accesible solo a través de invitación, con pilares de mármol que daban paso a la ornamentada entrada y a las tres plantas del club, pero las lujosas lámparas de gas de estilo francés habían sido arrancadas de las aceras y las habían usado como arietes contra la fachada. Los soportes del techo caídos habían destrozado la mundialmente conocida barra hecha a mano y habían hecho añicos las vidrieras. El letrero del club colgaba hecho pedazos encima de la entrada, unos bloques de hormigón bloqueaban la puerta y el edificio estaba cubierto de grafitis.

La nueva entrada al club estaba en los alrededores, escondida bajo una discreta puerta de metal desvencijada, cerca de los cimientos destrozados. Si no sabías nada del club, pensarías que era la puerta olvidada de un sótano y pasarías de largo. Las pistas de baile estaban tan abajo y tan bien insonorizadas que, a no ser que tuvieras un oído muy desarrollado como Dani, jamás sabrías que había una fiesta.

—No puedo ser de una casta unseelie —le dije mientras abría la puerta—. Puedo tocar la lanza seelie.

—Algunos dicen que el rey unseelie creó a los sidhe-seers con su canto imperfecto. Otros dicen que se acostó con mujeres humanas para unir las líneas de sangre. Quizá tu sangre está tan diluida que no se da ese problema.

Típico de Barrons. Tenía respuesta para todas las cosas que no quería saber pero ninguna para las cosas que sí quería saber.

Después de bajar una escalera, abrir otra puerta y bajar por otra escalera, llegamos a la entrada real del club: un vestíbulo industrial con altas puertas dobles.

Desde la última vez que estuve aquí, alguien había contratado a un decorador y había reemplazado las altas puertas de madera por otras nuevas que eran negras y de cristal, a la altura de la elegancia urbana, tan pulidas que podía ver reflejada en ellas a la pareja que nos seguía. Ella iba vestida como yo, con una larga falda ajustada, botas de tacón alto y un abrigo con ribetes de piel. Él se mantenía cerca, algo inclinado hacia ella, como si fuera un escudo andante.

Di un respingo. No nos seguía ninguna pareja. No me había reconocido a mí misma. No solo porque volvía a ser rubia —las puertas negras solo reflejaban forma y movimiento— sino porque parecía otra persona. Tenía una postura distinta. El último vestigio de delicadeza infantil que había traído conmigo el pasado agosto a Dublín había desaparecido. Me preguntaba qué pensarían de mí papá y mamá. Esperaba que pudieran ver más allá de los cambios, que vieran a la Mac que estaba debajo de todos ellos. Estaba excitada y nerviosa por verlos.

Abrió las puertas.

—No te alejes mucho.

Me pareció que el club desprendía un aire de sensualidad pretenciosa; todo era muy moderno, de cristal y cromo, negro y blanco, como los edificios industriales que se revestían de elegancia en Manhattan. La decoración prometía un erotismo desinhibido, el placer por el placer, sexo por el que valía la pena morir. El enorme interior tenía pistas de baile dispuestas en terrazas, cada una con su propia barra en una docena de niveles inferiores diferentes. Los pequeños clubes que había dentro del gran club eran temáticos, algunos eran elegantes y tenían los suelos pulidos, otros estaban llenos de tatuajes y de decadencia urbana. Los camareros reflejaban el tema de cada pequeño club: algunos llevaban esmóquines sin la parte de arriba, otros llevaban cuero y cadenas. En una terraza, había camareros extremadamente jóvenes que iban vestidos como escolares y llevaban uniforme. En otro, tuve que apartar la vista bruscamente. No quería mirar, ni siquiera pensar en lo que había ahí. Esperaba que Barrons tuviera a mis padres en algún lugar lejos de todo este desenfreno.

Aunque me había preparado mentalmente para ver a humanos y unseelie relacionarse, flirtear, emparejándose, nunca me he sentido preparada para eso. El Chester’s es diametralmente opuesto a todo lo que yo soy.

Los fae y los humanos no fueron creados para mezclarse. Los fae son depredadores inmortales sin ningún tipo de consideración por la vida humana. Y los humanos, lo suficientemente tontos para pensar por un momento que a los fae les importan sus diminutas vidas intrascendentes… Bueno, Ryodan dice que aquellos humanos merecen morir, y cuando les veo en un lugar como el Chester’s, no puedo hacer otra cosa que darle la razón. No puedes salvar a la gente de sí misma. Solo puedes intentar que despierten.

El ruido provocado por tantos unseelie metidos en un solo lugar era ensordecedor. Con una mueca, apagué mi volumen sidhe seer.

La música se esparcía de un nivel a otro, solapándose. Sinatra se batía en duelo con Manson, Zombie le hacía un corte de mangas a Pavarotti. El mensaje era claro: si lo quieres, lo tenemos, y si no lo tenemos, lo creamos para ti.

Sin embargo, había un tema que todo el lugar compartía: el Chester’s había sido decorado para el día de San Valentín.

—Esto está mal —murmuré.

Miles de globos rosas y rojos pendían de cordones satinados por todo el club, estampados con mensajes que iban de lo dulce a lo pícaro y de ahí a lo horripilante.

En la entrada de cada uno de los pequeños clubes había una estatua de Cupido enorme y dorada que sujetaba un arco que ostentaba docenas de largas flechas doradas.

El contingente humano de la clientela del Chester’s perseguía los globos de un nivel al siguiente, subía escaleras, atándolos a los taburetes, tirando de ellos, haciéndolos explotar con sus flechas. No entendí nada hasta que vi un trozo de papel que salía de uno de ellos, y a una docena de mujeres enzarzadas en una pelea como gatas salvajes, arañándose, decididas a conseguirlo cualquiera que fuera el precio.

Cuando, finalmente, una mujer se zafó de las demás y agarró el tesoro, tres más se unieron contra ella, la apuñalaron con sus flechas y se lo llevaron. Entonces se lanzaron las unas sobre las otras con una brutalidad espeluznante. Un hombre apareció rápidamente, les arrebató el fajo de papeles y echó a correr.

Busqué a Barrons a mi alrededor pero nos habíamos separado en la multitud. Me aparté los cordones satinados de la cara.

—¿No quieres uno? —dijo alegremente una pelirroja, mientras agarraba el cordón de uno que yo acababa de apartar.

—¿Qué hay en ellos? —dije con cautela.

—¡Invitaciones, tonta! ¡Si tienes suerte! ¡Pero no hay demasiadas! ¡Si encuentras una, te dejarán entrar en las salas privadas para cenar sobre la carne santificada de los fae inmortales durante toda la noche! —parloteó efusivamente—. ¡Otros tienen regalos!

—¿Como qué?

Pinchó el globo con la delicada flecha, el globo explotó y dejó caer porquería verde mezclada con pequeños pedazos de carne retorcida.

—¡El gordo! —gritó la gente.

Me quité de en medio justo para evitar que la pisotearan.

La pelirroja gritó:

—¡Nos vemos en Faery! —Entonces se puso a cuatro patas, empezó a lamer el suelo y a pelearse por los trozos de unseelie.

Volví a buscar a Barrons a mi alrededor. Al menos no olía a miedo. Estaba demasiado asqueada y enfadada. Me abrí camino a codazos, a través de cuerpos sudorosos que daban empujones. ¿Era este mi mundo? ¿Era esto a lo que habíamos llegado? ¿Qué pasaría si no volvíamos a construir los muros otra vez? ¿Era esto con lo que tendría que vivir?

Empecé a apartar a la gente de mi camino.

—¡Vigila por dónde vas! —me dijo una mujer bruscamente.

—¡Cálmate, puta! —dijo gruñendo algún tío.

—¿Estás pidiendo que te den una paliza? —amenazó un hombre.

—Hola, preciosa.

Me di la vuelta de repente. Era el chico de ojos soñadores que había trabajado con Christian en el departamento de Idiomas Antiguos del Trinity College y que había aceptado un trabajo como camarero en el Chester’s cuando cayeron los muros.

La última vez que lo vi, tuve una experiencia escalofriante al ver su reflejo en un espejo. Pero aquí estaba, detrás de una barra negra y blanca tapiada de espejos, lanzando vasos y sirviendo copas con agilidad y un aire fanfarrón, y ambos, él y su reflejo, parecían perfectamente normales: el chico joven y guapísimo con los ojos soñadores que había hecho que me derritiera.

Aunque tenía ganas de ver a mis padres, este tío seguía apareciendo y ya no creía en las coincidencias. Mis padres tendrían que esperar.

Me senté en un taburete que estaba cerca de un hombre alto y demacrado que llevaba un traje de raya diplomática y un sombrero de copa, y mezclaba una baraja de cartas con manos esqueléticas. Cuando se dio la vuelta para mirarme, me sobresalté y miré hacia otro lado. No le volví a mirar. Bajo el ala de su sombrero no había cara. Unas sombras giraban como tornados oscuros.

—¿Te adivino el futuro? —me dijo.

Sacudí la cabeza, preguntándome cómo hablaba sin boca.

—No le hagas caso, preciosa.

—¿Te enseño quién eres?

Volví a sacudir la cabeza, deseando en silencio que se fuera.

—Sueña una canción para mí.

Puse los ojos en blanco.

—Cántame un verso.

Me aparté de él.

—Si me enseñas tu cara, te enseño la mía. —Las cartas se juntaban mientras se mezclaban.

—Mira, colega, no quiero ver…

Dejé de hablar, físicamente incapaz de decir ni una palabra más. Abrí la boca y la volví a cerrar, como un pez que boquea en el agua, pero yo boqueaba en busca de palabras. Era como si todas las frases con las que había nacido, suficientes para toda una vida, hubieran desaparecido, dejándome en blanco, silenciada. La forma de mis pensamientos, la forma en que los construiría en frases, me había sido arrebatada. Todo lo que había dicho, todo lo que podría decir en el futuro, lo tenía él ahora. Sentí una presión horrible dentro de la cabeza, como si me estuvieran aspirando el cerebro. Tenía el disparatado pensamiento de que en breves momentos tendría el rostro tan vacío como él bajo el sombrero y me quedaría tan solo un tornado oscuro que giraría interminablemente dentro del cráneo. Y quizá, solamente quizás, una vez tuviera todo lo que quería de mí, un fragmento de cara aparecería debajo del ala.

El terror me paralizó.

Le eché una mirada frenética al chico de ojos soñadores. Se dio la vuelta y sirvió una copa. Articulé una súplica a su reflejo en el espejo tras la barra.

—Te sigo diciendo que no hables con cosas —dijo el reflejo del chico de ojos soñadores.

Vertía y servía, moviéndose de un cliente al siguiente, mientras borraban mi identidad.

«Ayúdame.» Mis ojos gritaban en el cristal.

Al final, el chico de ojos soñadores se dio la vuelta hacia mí.

—No es tuya —le dijo al hombre alto y demacrado.

—Me ha hablado.

—Mira más adentro.

Después de un momento,

—Culpa mía —dijo la «cosa baraja cartas».

—Que no se repita.

Tan abruptamente como se habían desvanecido, tuve palabras de nuevo. Mi cerebro estaba lleno de pensamientos y oraciones. Era una persona completa con ideas y sueños. El vacío se había ido.

Me caí del taburete y me alejé tambaleándome del hombre sin rostro. Con las piernas temblorosas, tiré tres taburetes, me levanté otra vez y me agarré a la barra.

—No volverá a molestarte —dijo el chico de ojos soñadores.

—Whisky —pedí con una voz ronca.

Me sirvió un trago del mejor whisky de debajo de la barra. Di un golpe con el vaso y exigí otro. Jadeaba mientras el fuego explotaba en mi interior. Aunque lo único que quería era poner kilómetros entre el «monstruo baraja cartas» y yo, tenía preguntas. Quería saber cómo el chico de ojos soñadores podía darle órdenes a una cosa como esa. Y ya de paso, ¿qué era esa cosa sin cara?

—El dorcha temible, preciosa.

—¿Me lees la mente?

—No me hace falta. Las preguntas se te reflejan en la cara.

—¿Cómo mata? —Me obsesiona la cantidad de maneras en que los fae despachan la muerte. Tomo notas en mi diario, meticulosamente, de las diversas castas y sus métodos de ejecución.

—La muerte no es su objetivo.

—¿Y cuál es?

—Busca las Caras de la Humanidad, preciosa. ¿Tienes una de sobra?

No dije nada. No quería saber más. El Chester’s era una zona de seguridad fae. En mi última visita al club, se me dejó bastante claro que si mataba algo en el local, me matarían. Ya que Ryodan y sus hombres me querían muerta, probablemente esta noche no era la mejor para probar mi suerte. Si descubría algo más sobre él, o el peso asesino de la funda de mi lanza en el hombro se hacía más pesado, haría algo imprudente.

—Algunas cosas no se pueden matar tan fácilmente.

Miré, sorprendida, al chico de ojos soñadores. Miraba la mano que tenía dentro del abrigo. Ni siquiera me había dado cuenta de que la había puesto ahí.

—Es fae, ¿no? —le dije.

—En su mayor parte.

—Entonces, ¿cómo se le puede matar?

—¿Es necesario matarlo?

—¿Le defenderías?

—¿Lo ensartarías con una lanza?

Arqueé una ceja. Aparentemente, un prerrequisito para trabajar en el Chester’s era que te tenían que gustar los fae y tenías que estar dispuesto a soportar sus curiosos apetitos.

—Hacía tiempo que no te veía —dijo para cambiar de tema sutilmente.

—No he venido aquí para que no me vieran —dije yo con frialdad.

—Hace un rato has estado a punto de desaparecer.

—Qué gracioso, ¿no?

—Eso dicen algunos. ¿Cómo va todo?

—Bien. ¿Y tú?

—Como siempre.

Esbocé una sonrisa. Barrons no tenía nada que hacer al lado de las respuestas evasivas del chico de ojos soñadores.

—Vuelves a ser rubia.

—Tenía ganas de un cambio.

—Algo más que solo el pelo.

—Supongo.

—Te queda bien.

—Sienta bien.

—Puede que no sea útil. En los tiempos que corren. ¿Dónde has estado? —Lanzó un vaso al aire y lo observé dando vueltas perezosamente, una y otra vez.

—En los Espejos, dando vueltas por la Mansión Blanca, observando a las concubinas y al rey unseelie practicar sexo. Pero he pasado la mayor parte de mi tiempo intentando descubrir cómo acorralar y controlar el Sinsar Dubh.

El nombre del libro del rey unseelie pareció sisear sibilantemente a través del aire, y sentí una brisa cuando cada una de las cabezas unseelie se dio la vuelta para observarme a la vez.

Por una fracción de segundo el club al completo se quedó en silencio, congelado.

Entonces, se reanudó la actividad y el sonido con el tintineo del cristal, mientras las copas de vino que el chico de ojos soñadores había estado lanzando al aire caían al suelo y se hacían añicos.

Tres taburetes más allá, la cosa alta y demacrada hizo un sonido de asfixia y su baraja de cartas se esparció por el aire, cayendo sobre la barra, sobre mi falda, sobre el suelo.

«Ja —pensé—, te he pillado, chico de ojos soñadores.» Era un jugador más en todo esto. Pero ¿quién era y para quién jugaba?

—Venga, ¿quién eres en realidad, chico de ojos soñadores? ¿Y por qué sigues apareciendo?

—¿Así es como me ves? En otra vida, ¿me llevarías al baile? ¿Me llevarías a casa para conocer a tus padres? ¿Me darías un beso de buenas noches en el porche?

—Te he dicho: «Quédate cerca» —dijo Barrons con un gruñido detrás de mí—. Y no hables del puto libro en este lugar. Mueve el culo, señorita Lane, ya. —Me cogió del brazo y me hizo bajar del taburete.

Al levantarme algunas cartas se cayeron del regazo. Una se me había deslizado por el cuello de piel del abrigo. La cogí y fui a tirarla, pero en el último momento me detuve y la miré.

El dorcha temible había estado mezclando una baraja del tarot. La carta estaba enmarcada en rojo y negro. En el centro, un Cazador sobrevolaba una ciudad de noche. La costa era una línea oscura que contrastaba con el brillo plateado del océano en la distancia. En el lomo del Cazador, entre grandes y oscuras alas que batían, había una mujer con unos rizos suavemente alborotados que le rodeaban el rostro. Entre los mechones de cabello, pude verle la boca. Estaba riendo.

Era la escena de mi sueño de la otra noche. ¿Cómo podía tener en la mano una carta de tarot con mi sueño en ella?

¿Qué había en el resto de cartas?

Fijé la mirada en el suelo. Junto a mis pies estaba el Cinco de Pentáculos. Una mujer misteriosa estaba de pie en una acera, mirando a través de las ventanas de un pub a una mujer rubia del interior que estaba sentada en una cabina, riendo con sus amigas: era yo que miraba a Alina.

En la Fortaleza, una mujer con las piernas cruzadas estaba sentada en una iglesia, desnuda, mirando fijamente el altar como si estuviera pidiendo la absolución. Era yo después de la violación.

El Cinco de Copas mostraba a una mujer que se parecía asombrosamente a Fiona, de pie en la librería, llorando. Tras inclinarme y mirar más de cerca vi en el fondo… ¿un par de zapatos de tacón? ¡Y mi iPod!

Bajo el Sol había dos chicas en biquini tumbadas en la arena, una de verde lima, la otra de un rosa subido, absorbiendo sus rayos.

Estaba la carta de la Muerte, una Parca encapuchada, guadaña en mano, de pie sobre un cuerpo femenino ensangrentado. Mallucé y yo.

Había una con un cochecito de bebé vacío, abandonado junto a un montón de ropa y joyas. Una de aquellas cáscaras parecidas al pergamino sobresalía del cochecito.

Me pasé las manos por el pelo, manteniéndolo atrás mientras miraba hacia abajo.

—Profecías, preciosa. Vienen en todas las formas y tamaños.

Miré al chico de ojos soñadores, pero ya no estaba ahí. Miré a mi derecha. El señor alto, demacrado y con traje de raya diplomática también había desaparecido.

En la barra, junto a una copa acabada de servir y una Guinness, habían colocado delicadamente otra carta del tarot, estaba boca abajo, el reverso era negro y plateado.

—Ahora o nunca, señorita Lane. No tengo toda la noche.

Me bebí la copa, a la que le siguió la otra bebida para quitarme el sabor, cogí la carta y me la metí en el bolsillo para más tarde.

Barrons me llevó hasta una escalera cromada, al final de la cual hacían guardia los mismos dos hombres que me habían escoltado a la planta de arriba para ver a Ryodan la última vez que estuve aquí. Eran enormes, vestían pantalones negros y camisetas de manga corta, con unos cuerpos muy musculosos y docenas de cicatrices en manos y brazos. Ambos llevaban automáticas recortadas y tenían unas caras que atraían las miradas, pero en cuanto los observabas, lo único que querías era mirar hacia otro lugar.

A medida que nos acercamos a ellos, levantaron las armas para vigilarme.

—¿Qué coño hace ella aquí?

—Supéralo, Lor —dijo Barrons—. Cuando te digo que saltes, dime hasta dónde.

El que no era Lor se rio, y Lor le dio un golpe en la barriga con la culata del arma. Fue como golpear acero. El tío ni siquiera parpadeó.

—Y una mierda voy a saltar. En tus sueños. Vuelve a reírte, Fade, y te comerás tus pelotas para desayunar. Puta —dijo secamente Lor en mi dirección. Pero no me miró, miraba a Barrons, y creo que eso fue lo que me empujó a cruzar la línea.

Miré a los dos guardias. Fade tenía la vista fijada al frente. Lor observaba a Barrons. Me aparté de Barrons y me acerqué para colocarme frente a ellos. Sus miradas no vacilaron. Era como si yo no existiera. No tuve ninguna duda de que podía quedarme ahí y bailar, desnuda, y ellos seguirían mirando a cualquier otro lugar menos a mí.

Crecí en el sureste de Estados Unidos, en el centro de la zona religiosa más fundamentalista, donde todavía hay hombres que se niegan a mirar a una mujer si no es un familiar. Si una mujer está con un hombre con el que necesita hablar, sea su padre, su novio o su marido, miran al hombre todo el rato. Si la mujer hace una pregunta y se molestan en contestarla, dirigen su respuesta solamente al hombre. Incluso se giran un poco, como si atisbar algo de ella de reojo les pudiera condenar al castigo eterno. La primera vez que lo viví tenía quince años y empecé a sentirme invisible. Al final, me moví para quedar delante de él. Se fue pisando fuerte a media frase.

Papá intentó explicarme que algunas personas mayores lo consideraban una especie de respeto hacia mí. Que era cortesía que se daba al hombre al que pertenecía la mujer. No pude dejar pasar las palabras «el hombre al que pertenecía la mujer». Era, pura y simplemente, una cuestión de propiedad y al parecer Lor, quien, según Barrons, no sabía ni en qué siglo estábamos, todavía vivía en un tiempo en el que las mujeres eran posesiones. No había olvidado su comentario sobre Kasteo, que no había hablado desde hacía más de mil años. ¿Cuántos años tenían estos hombres? ¿Cuándo, cómo y dónde habían vivido?

Barrons me cogió por el brazo y me hizo darme la vuelta hacia la escalera, pero me deshice de él y me volví hacia Lor. Me estaban dando demasiada mala prensa. No era una piedra. No había sido creada por el rey unseelie. Y no era una traidora.

Podía afrontar una lucha satisfactoria sobre una de esas cosas.

—¿Por qué soy una puta? —exigí—. ¿Porque crees que me acosté con Darroc?

—Hazla callar antes de que la mate —le dijo Lor a Barrons.

—No hables con él de mí. Habla conmigo de mí. ¿O crees que no soy merecedora de tu consideración porque, cuando creí que Barrons estaba muerto, me alié con el enemigo para lograr mis objetivos? Qué terrible que soy —me mofé—. Creo que debería haberme quedado tirada en el suelo y morir de dolor. ¿Eso te habría impresionado, Lor?

—Quítamela de la vista.

—Creo que haber hecho buenas migas con Darroc me hace bastante… buena —sabía qué palabra odiaba Barrons y estaba dispuesta a probarla con Lor—mercenaria, ¿verdad? Puedes culparme por eso si quieres. O puedes dejar de joderme y respetarme por eso.

Entonces, Lor se dio la vuelta y me miró como si hubiera empezado a hablar su mismo idioma. A diferencia de Barrons, la palabra no pareció molestarle. En realidad, era como si lo entendiera, incluso que lo apreciaba. Algo se asomó a sus fríos ojos. Le interesaba.

—Algunas personas no verían a una traidora cuando me miraran. Algunas personas verían a una superviviente. Llámame lo que quieras, dormiré bien esta noche. Pero me mirarás a mí cuando lo digas. O entraré de tal modo en tu cabeza que me verás con los ojos cerrados. Me verás en tus pesadillas. Me grabaré a fuego en el interior de tus párpados. Déjame en paz. No soy la mujer que solía ser. Si quieres guerra conmigo, la tendrás. Ponme a prueba. Dame una excusa para jugar en ese lugar oscuro en el interior de mi cabeza.

—¿Lugar oscuro? —murmuró Barrons.

—Como si tú no tuvieras uno —le solté—. Tu cueva hace que la mía parezca una playa en un día soleado. —Empujándolos con los hombros, me abrí paso hacia la escalera. Creí oír el sonido de una risa y miré por encima del hombro. Tres hombres me observaban con las miradas muertas y vacías de emociones de los ejecutores.

Pero, oye, al menos todos me miraban.

Detrás de una barandilla cromada se extendía la planta de arriba: varios acres de suaves y oscuras paredes de cristal sin puertas ni pomos.

No tenía ni idea de cuántas habitaciones había aquí arriba. Por el tamaño de la parte de abajo, podían ser cincuenta o más.

Recorrimos las paredes de cristal hasta que algún detalle que yo no pude ver nos señaló la entrada. Barrons presionó la mano contra un panel de cristal oscuro, que se deslizó hacia un lado, entonces me empujó hacia una habitación. No entró conmigo sino que continuó pasillo abajo hacia algún otro destino.

El panel se cerró detrás de mí, dejándome sola con Ryodan en la habitación que era el centro del Chester’s. Estaba completamente hecha de cristal: las paredes, el suelo y el techo. Podía ver lo que había fuera, pero nadie podía ver lo que había dentro.

El perímetro del techo estaba cubierto de docenas de pequeñas pantallas LED que a través de cámaras mostraban imágenes de todas las habitaciones del club, como si no pudieras ver suficiente mirando lo que tenías bajo los pies. Me quedé donde estaba. Cada paso que das sobre un suelo de cristal parece un salto de fe cuando el suelo sólido que puedes ver está a más de diez metros debajo de ti.

—Mac —dijo Ryodan.

Detrás de un escritorio, amparado por las sombras, había un hombre grande y oscuro con una camisa blanca. La única luz de la habitación provenía de los monitores que había por encima de nuestras cabezas. Quería lanzarme a través de la habitación y atacarle, arrancarle los ojos, morderle, apuñalarle con mi lanza. Estaba sorprendida por la profunda hostilidad que sentía.

Hizo que matara a Barrons.

Arriba en aquel acantilado, los dos golpeamos, cortamos y apuñalamos al hombre que me había mantenido con vida casi desde el día en que llegué a Dublín. Me pregunté durante días si Ryodan había querido a Barrons muerto.

—Creí que me habías engañado para matar a Barrons. Creí que le habías traicionado.

—Insistí en que te fueras. No lo hiciste. Se suponía que no tenías que ver lo que era.

—Te refieres a lo que todos vosotros sois —le corregí—. Vosotros nueve.

—Ten cuidado, Mac. No se habla de algunas cosas. Nunca.

Alcancé mi espada. Pudo haberme dicho la verdad en el acantilado, pero, al igual que Barrons, me dejó sufrir. Cuanto más pensaba en cómo los dos me habían ocultado una verdad que me habría ahorrado tanta agonía, más furiosa me ponía.

—Solo quería asegurarme de que cuando te apuñale y te mate, volverás para que lo pueda hacer otra vez.

La lanza estaba en mi mano, pero, de repente, la mano se cerró en un enorme puño y vi cómo la punta me apuntaba a la garganta.

Ryodan se podía mover como Dani, Barrons y los demás. Tan rápido que no podía defenderme. Estaba detrás de mí, su brazo alrededor de mi cintura.

—Nunca lances esa amenaza. Déjala ir, Mac. O me la quedaré para siempre. —Me pinchó con la punta de la lanza como aviso.

—Barrons no te dejaría hacerlo.

—Te sorprendería lo que Barrons me dejaría hacer.

—Porque cree que soy una traidora.

—Yo mismo te vi con Darroc. Te oí en el callejón. Cuando los hechos y las palabras convergen, la verdad es simple.

—Creí que los dos estabais muertos. ¿Qué esperabais? El mismo instinto de supervivencia que admiráis el uno en el otro, os ofende en mí. Creo que te preocupa. Me hace más impredecible de lo que te gustaría.

Guio mi mano hasta la funda y volvió a guardar la lanza.

—«Impredecible» es la palabra clave. ¿Has cambiado, Mac?

—¿Parece que haya cambiado?

Me apartó el pelo de la cara y me lo colocó delicadamente detrás de la oreja. Me estremecí. Despedía el mismo tipo de energía que Barrons: era puro calor, músculo y peligro. Cuando Barrons me toca, me enciende. Pero cuando Ryodan está detrás de mí, bloqueándome con un brazo de acero, tocándome con ternura, me aterroriza.

—Deja que te diga algo sobre los cambios, Mac —me dijo suavemente al oído—. La mayor parte de la gente es buena y esporádicamente hacen algo que saben que está mal. Algunas personas son malas y luchan cada día para mantenerlo bajo control. Otras están corruptas hasta la médula y no les importa una mierda, mientras no los cojan. Pero el maligno es una criatura completamente diferente, Mac. El maligno es alguien malo que cree que es bueno.

—¿Qué me estás diciendo, Ryodan? ¿Que he cambiado y que soy demasiado estúpida como para saberlo?

—El que se pica…

—No lo hace. Y, por curiosidad, ¿de qué bando estáis tú y Barrons? ¿Sois corruptos hasta la médula y no os importa ni una mierda?

—¿Por qué crees que el Libro mató a Darroc?

Sabía adónde me llevaba todo esto. La teoría de Ryodan era que yo no era la que le seguía la pista al Sinsar Dubh; era él el que me encontraba a mí. Estaba a punto de decirme que había matado a Darroc para seguir con su objetivo de acercarse a mí. Se equivocaba.

—Mató a Darroc para detenerle. Me dijo que nadie lo iba a controlar. Debió saber a través de mí que Darroc conocía un atajo para contenerlo y usarlo, y lo mató para impedir que yo o cualquier otro lo descubriera.

—¿Cómo supo eso a través de ti? ¿Una charla íntima mientras bebíais té?

—Me encontró la noche que pasé en el ático de Darroc. Lee… mi mente. Dice que me está saboreando, que me está conociendo.

Me pasó el brazo alrededor de la cintura con fuerza.

—¡Me haces daño!

Entonces relajó el brazo con precisión.

—¿Le has dicho esto a Barrons?

—Barrons no ha estado de humor para hablar, precisamente.

Ryodan ya no estaba detrás de mí. Estaba en su escritorio otra vez. Me froté un poco la barriga, aliviada porque ya no me tocaba. Se parecía tanto a Barrons que su cuerpo me incomodaba en múltiples sentidos cuando estaba contra el mío. No podía distinguir demasiado su cara entre las sombras, pero no me hacía falta. Estaba tan furioso que no confiaba en sí mismo para no dañarme si se mantenía cerca de mí.

—¿El Sinsar Dubh puede coger pensamientos de tu mente? ¿Has contemplado las potenciales ramificaciones que eso tiene?

Me encogí de hombros. No tenía tiempo para contemplaciones. Había estado demasiado ocupada yendo de mal en peor y luego todavía a peor. Reflexionar sobre las diversas posibilidades no encabezaba mi lista de prioridades. ¿Quién podía preocuparse por ramificaciones potenciales cuando las reales seguían dándote en los morros?

—Eso significa que sabe que existimos —dijo, tenso.

—Primero, ¿por qué se preocuparía? Segundo, yo casi no sé nada sobre vosotros, así que no puede haber obtenido gran cosa.

—He matado por menos.

De eso no tenía ninguna duda. Ryodan era frío como la piedra y no tenía problemas con eso.

—Si alguna vez se molestó en sonsacar información sobre vosotros, la única cosa que sabe es que yo pensaba que los dos estabais muertos y no lo estáis.

—No es verdad. Tú sabes mucho más que eso. Además, que el Libro pudiera saber algo de nosotros tendría que haber sido la primera cosa que debiste decirle a Barrons en el momento que cambió y descubriste que estaba vivo.

—Bien, perdóname de una puta vez por haberme quedado estupefacta al darme cuenta de que no estaba muerto. ¿Por qué no me dijiste que él era la bestia, Ryodan? ¿Por qué tuvimos que matarlo? Sé que no es porque no se puede controlar cuando es la bestia. Se controló anoche cuando me rescató del Libro. Puede cambiar a placer, ¿no es así? ¿Qué ocurrió en los Espejos? ¿Ese lugar tiene algún tipo de efecto sobre vosotros que os hace incontrolables?

Casi me di una palmada en la frente. Barrons me había dicho que la razón por la que se había tatuado con runas protectoras negras y rojas era porque usar magia negra requería pagar un precio, a no ser que tomaras medidas para protegerte del contraefecto. ¿Usar ECDVOM y que funcionara requería el tipo de magia más negra? ¿Eso le garantizaría el transportarse mágicamente a donde yo estuviera sin importar dónde fuera, pero el precio a pagar era convertirlo en la versión de sí mismo más oscura y salvaje?

—Tenía que ver cómo llegó allí, ¿no? —dije—. El hechizo que hicisteis los dos le llevó hasta mí como se suponía que tenía que hacer, pero el coste era convertirlo en el común denominador más bajo de sí mismo. Una máquina de matar demente. Lo que él se imaginó era cierto, porque si yo estaba muriendo, seguramente necesitaría una máquina de matar cerca. Un campeón que apareciera y diezmara a todos mis enemigos. Era eso, ¿verdad?

Ryodan se había quedado completamente quieto. No movió ni un músculo. No estaba segura siquiera de si respiraba.

—Sabía qué pasaría si yo marcaba ECDVOM, y había hecho planes contigo para manejarlo. —Ese era Barrons, siempre pensando, siempre controlando los riesgos en los que yo estaba involucrada—. Me tatuó para poder sentir su marca en mí y así no matarme. Y se suponía que tú tenías que seguirle la pista, por eso los dos lleváis esas pulseras, para poder encontraros el uno al otro, y matarlo luego para que pudiera volver con su forma humana. Yo jamás lo descubriría. Me rescatarían y no tendría ni idea de que había sido Barrons quien lo había hecho o que a veces se convierte en una bestia. Pero la jodiste. Y por eso estaba tan enfadado contigo esta mañana cuando hablábais por teléfono. Fue tu fallo al matarlo lo que dejó al descubierto toda la mentira.

Un pequeño músculo se le movió en la mandíbula. Estaba cabreado. Había dado en el clavo.

—Siempre puede burlar el precio de la magia negra —me maravillé—. Cuando le matas, vuelve tal y como era antes, ¿no? Se podía tatuar el cuerpo entero con runas protectoras y, cuando se le acaba la piel, se suicida para poder regresar como una pizarra nueva, para volver a empezar. —Por eso sus tatuajes nunca eran iguales—. ¡Eso era tener un buen as en la manga! Y si no hubieras estropeado el plan, yo jamás lo hubiera sabido. Es culpa tuya que yo lo sepa, Ryodan. Creo que eso significa que no es a mí a quien deberías matar, sino a ti. Eh, oye, espera —dije con sarcasmo—, eso no funcionaría, ¿o sí?

—¿Sabías que cuando estuviste en los Espejos el Libro hizo una visita a la abadía?

Me estremecí.

—Dani me lo dijo. ¿Cuántas sidhe seres murieron?

—Eso es irrelevante. ¿Por qué crees que fue a la abadía?

Irrelevante y una mierda. Ser incapaz de morir —todavía intentaba conseguir que mi cerebro entendiera eso y estaba segura de que encontraría algún modo creativo de ponerlo a prueba— le había dado una parte fae de arrogancia y desdeño hacia los mortales.

—A ver si lo adivino —dije con aspereza—. De algún modo esto también es culpa mía, ¿no es así?

Ryodan apretó un botón de su escritorio y le habló a un interfono.

—Dile a Barrons que los deje donde están. Allí están a salvo. La llevaré hasta ellos. Tenemos un problema. Uno grande. —Soltó el botón—. Sí —me dijo—, lo es. Creo que cuando no pudo localizarte, fue a la abadía, buscándote, intentando encontrar una pista sobre ti.

—¿Los otros también piensan esto, o es uno de tus delirios personales? Perspectiva, Ryodan, eso es lo que te hace falta.

—No soy yo quien la necesita.

—¿Por qué me odias?

—No tengo ningún sentimiento hacia ti, Mac. Cuido de los míos. Tú no eres de los míos. —Se apartó, apoyó la palma en la puerta y se quedó allí esperando a que me fuera—. Barrons quiere que veas a tus padres, así cuando vayas a encargarte de tus asuntos recordarás que están aquí. Conmigo.

—Qué encantador —murmuré.

—Les permito seguir con vida, contra mi buen juicio, como un favor hacia Barrons. Se está quedando sin favores. Recuerda eso también.

 


Fiebre sombría
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