40
—¿Lo has oído? —Me estaba volviendo loca.
—¿El qué?
—¿No oyes que alguien está tocando un xilófono?
Barrons me miró con cara rara.
—Juro que estoy oyendo los suaves acordes de «Qué será, será».
—¿Doris Day?
—Pink Martini.
—Pues no, no lo oigo.
Caminamos en silencio. O, mejor dicho, eso hizo él. En mi mundo, resonaban trompetas y tintineaba un clavicordio, y era todo lo que podía hacer para evitar ponerme a girar en círculos por la calle con los brazos abiertos cantando: «When I was just a little girl, I asked my mother, “What will I be? Will I be pretty, will I be rich?” Here’s what she said to me …».
Esa noche había sido un fracaso total en todos los frentes.
El Sinsar Dubh nos había engañado, pero había sido por mi culpa. Yo era la que podía rastrearlo. Mi papel era muy pequeño pero había sido incapaz de hacerlo bien. Si no hubiera dado con su pista en el último momento, habría atrapado a V’lane y es probable que nos hubiera matado a todos (o al menos a todos los que podían morir). Lo único que había podido hacer había sido avisar a V’lane con el tiempo justo para separarse antes de recibir la embestida de su diabólica esclavitud y obligarlo a cogerlo de la mano de la sidhe-seer que estaba allí plantada ofreciéndoselo.
Había embaucado a Sophie para que lo recogiera delante de nuestras narices, mientras nosotros nos centrábamos en el lugar donde me estaba haciendo creer que se encontraba.
Y llevaba caminando a nuestro lado durante ves a saber cuánto tiempo, haciéndome creer una ilusión que yo me había tragado. Había estado a punto de producirse una gran matanza.
Salimos corriendo como ratas de un barco que se hunde, pisándonos unos a otros para escapar.
Había sido algo digno de ver. Las personas más poderosas y peligrosas que he conocido en la vida —Christian con sus tatuajes unseelie; Ryodan y Barrons y Lor, que eran en secreto monstruos de tres metros que no podían morir; y V’lane y su cohorte, que eran virtualmente imposibles de matar y tenían poderes alucinantes—todos ellos huyendo a toda prisa de una pequeña sidhe-seer que sostenía un libro.
Un libro. Un tomo mágico que un idiota había creado porque quería librarse de toda su maldad y así poder empezar una nueva vida como líder patriarcal de su raza. Me gustaría decirle que intentar eludir la responsabilidad de cada uno no funciona nunca al final.
Y en algún lugar durante esa noche o al día siguiente, sin que nadie saliera a buscarla o intentara salvarla, Sophie moriría.
Quién sabe junto con cuántas personas más… V’lane se había colado en la abadía para avisarlas de que ella ya no era una de ellas.
—¿Qué ha pasado con el Cazador ahí arriba, señorita Lane?
—No tengo ni idea.
—Parecía que era tu amigo. Pensé que podía ser el Cazador de la concubina.
—¡Pues no me lo había planteado! —me obligué a exclamar, como si estuviera sorprendida.
Me miró con dureza.
—No me hace falta un druida keltar para saber cuándo estás mintiendo.
Fruncí el ceño.
—¿Cómo es posible?
—Llevo mucho tiempo por aquí. Aprendes a detectar lo que piensa la gente.
—¿Cuánto tiempo exactamente?
—¿Qué te dijo?
Resoplé, exasperada.
—Me dijo que solía montarlo. Me llamó «vieja amiga». —Una cosa buena de hablar con Barrons era que no tenía que andarme con rodeos.
Estalló en carcajadas.
Le había oído reír con tantas ganas tan pocas veces que, de alguna manera, me sentó mal que se pusiera a reír en ese momento.
—¿Qué tiene de gracioso?
—Tu cara. La vida no ha resultado ser como tú esperabas, ¿verdad, chica arcoíris?
Ese nombre me atravesó el corazón como una afilada daga. «Me abandonas, chica arcoíris.» Entonces lo había revestido de ternura. Ahora no era más que un apodo burlón.
—Está claro que me engañó —dije con frialdad. Había vuelto ese maldito clavicordio, junto con el resonar de las trompetas.
«When I grew up and fell in love, I asked my sweetheart, “What lies ahead? Will there be rainbows, day after day?” Here’s what my sweetheart said…»
—No crees que seas el rey unseelie, ¿verdad?
Las trompetas resonaban, el clavicordio había parado y la aguja chirrió como si se hubiera caído de golpe del disco al llegar al final de la pista. ¿Por qué me molestaba siquiera en hablar?
—¿De dónde has sacado esa idea?
—Vi a la reina en la Mansión Blanca. No se me ocurría ninguna razón para que el residuo de su recuerdo permaneciera allí. La explicación más sencilla es probablemente la más adecuada. Ella no es la reina. O al menos no lo era entonces.
—¿Entonces quién soy?
—No eres el rey unseelie.
—Dame otra explicación.
—Todavía no la tengo.
—Necesito encontrar a una mujer llamada Augusta O’Clare.
—Está muerta.
Me detuve.
—¿La conocías?
—Era la abuela de Tellie Sullivan. La noche en la que el Libro escapó de la abadía, Isla O’Connor me pidió que la llevara a su casa.
—¿Y?
—No pareces sorprendida. Qué interesante. Sabías que estuve en la abadía.
—¿Cuánto conocías a mi ma… a Isla?
—La conocí esa noche. Cinco días más tarde, visitaba su tumba.
—¿Tenía dos hijas?
Sacudió la cabeza.
—Lo comprobé más tarde. Solo tenía una hija. Tellie la estaba cuidando esa noche. Vi a la niña en su casa cuando llevé a Isla.
Mi hermana. Había visto a Alina en casa de Tellie.
—¿Y tú crees que yo no soy el rey unseelie?
—Creo que no disponemos de todos los datos.
Tenía ganas de llorar. El día en que puse un pie en la isla esmeralda, empecé a erosionarme poco a poco. Había llegado, la amada hija de Jack y Rainey Lane, hermana de Alina. Había aceptado que era adoptada. Me había sentido eufórica al descubrir que tenía raíces irlandesas. Pero ahora Barrons acababa de confirmarme que no era una O’Connor. Había estado cuando Isla murió, y ella tenía una única hija. Por eso Ryodan estaba tan seguro. No había nada que me identificara, excepto una vida de sueños imposibles, una mazmorra de saber imposible, un Libro maldito y un Cazador mortal con una inquietante debilidad por mí.
—¿Qué pasó esa noche en la abadía? ¿Por qué estabas allí?
—Habíamos oído algo. Conversaciones del campo. Cotilleos de ancianas. He aprendido a escuchar a las ancianas, prefiero leerlas a ellas antes que cualquier periódico.
—Pero te reíste de Nana O’Reilly.
—No quería que volvieras y siguieras escarbando.
—¿Por qué?
—Te habría contado cosas que yo no quería que supieras.
—¿Cómo qué? —Te habría dicho cómo me llamaban. —Se detuvo y masculló las siguientes palabras—. Es un nombre inexacto. Pero es un nombre. Entonces necesitabas nombres.
—¿Crees que no lo sé? —Ella le había llamado «el Maldito». Me preguntaba por qué.
—Estás aprendiendo. La abadía fue el centro de la conversación. Había estado vigilándola durante semanas, intentando averiguar una manera de entrar sin llamar la atención de las centinelas. Un trabajo inteligente. Incluso detectaron mi presencia, y no hay nada que pueda detectarme.
—Has dicho que habíais oído algo. Creía que trabajabas solo. ¿Quién es ese «nosotros»?
—Trabajo solo. Pero somos docenas los que llevamos tiempo tras él. Para cierto tipo de coleccionistas es como el Santo Grial. Un brujo de Londres que acabó con copias de páginas esa noche. Bandoleros. Aspirantes a reyes. Nos encontrábamos de vez en cuando siguiendo las mismas pistas, y nos eludíamos unos a otros aunque pensáramos que el otro podría algún día proporcionar una pista valiosa, aunque nunca vi al Keltar. Sospecho que la reina hizo limpieza tras ellos, que mantuvo su «manto oculto» bien escondido.
—¿Entonces tú estabas en el exterior de la abadía?
—No tenía ni idea de que estaba pasando algo dentro. Era una noche tranquila, como cualquier otra de las que pasé vigilando. No se produjo ningún jaleo. Ningún grito, ningún ruido. El Libro se adentró en la noche sin que nadie se diera cuenta o aguardó su momento y se marchó más tarde. Yo estaba distraído porque había una mujer saliendo de una ventana en la parte posterior de la abadía con la mano sujetándose el costado. La habían apuñalado y estaba gravemente herida. Se dirigió directamente hacia mí, como si supiera que yo estaba allí. «Tienes que sacarme de aquí», me dijo. Me dijo que la llevara con Tellie Sullivan a Devonshire. Que el destino del mundo dependía de ello.
—Pensaba que te importaba un pepino el destino del mundo.
—Así es. Pero ella había visto el Sinsar Dubh. Le pregunté si todavía estaba en la abadía y me dijo que había estado, pero que ya no estaba. Esa noche me enteré de que esa maldita cosa había estado ante mis narices durantes los últimos mil años.
—Pensaba que siempre había estado allí, desde los albores del tiempo, mucho antes de estar en una abadía. —No era mi intención fisgonear sobre su edad.
—Oye, que yo solo llevo en Irlanda unos milenios. Antes de eso, estuve en… otros lugares. ¿Estás satisfecha, señorita Lane?
—Pues no mucho. —Me pregunté por qué habría elegido Irlanda. ¿Por qué un hombre como él se quedaría en un único lugar? ¿Por qué no viajar? ¿Es que le gustaba tener algo parecido a un hogar? Incluso los osos tienen oseras y los leones, leoneras.
—Dijo que había matado a todo el mundo en el Refugio. En aquella época, no tenía ni idea de lo que era el Refugio. Intenté usar la Voz con ella, pero perdía y recuperaba la conciencia todo el rato. No tenía nada con lo que detener sus heridas. Pensé que era mi mejor apuesta para seguirle el rastro, así que la metí en mi coche y la llevé con su amiga. Pero, cuando llegamos, estaba en coma.
—¿Y eso es todo lo que te dijo?
—Cuando me di cuenta de que no iba a salir del coma, seguí adelante, porque no quería dejar que el rastro se enfriara. Tenía que eliminar a la competencia. Por primera vez desde que la humanidad aprendió a guardar archivos escritos, el Sinsar Dubh había sido visto. Había otros que iban detrás de él. Tenía que matarlos mientras todavía supiera dónde estaban. Cuando volví a Devonshire, estaba muerta y enterrada.
—¿Excavaste…?
—La habían incinerado.
—Vaya, menuda casualidad. ¿Le preguntaste a Tellie? ¿Usaste la Voz con ella y con su abuela?
—Mira quién está siendo cruel ahora. Habían desaparecido. Desde entonces, he tenido investigadores que las han estado buscando de vez en cuando. La abuela murió hace ocho años. Nunca volvieron a ver a la nieta.
Puse los ojos en blanco.
—Sí, es una mierda. Esa es una de las muchas razones por las que no creo que seas el rey. Demasiados humanos se tomaron demasiadas molestias para ocultar las cosas. No me imagino a los humanos haciéndolo para algún fae, sobre todo si es una sidhe-seer. No, había algo más ahí.
—Has dicho que es una de las muchas razones.
—La lista es infinita. ¿Te acuerdas de cómo eras cuando llegaste aquí? ¿De verdad crees que el rey se vestiría de rosa? ¿O con una camiseta que dijera «SOY UNA CHICA JUGOSA»?
Le miré. Vi un pequeño movimiento en las comisuras de sus labios.
—Es que no me imagino al más temible de los fae llevando un tanga y un sujetador a juego con florecitas rosas y violetas.
—Estás intentando hacerme reír. —Me dolía el corazón. Pensar qué hacer con lo de Dani, con mi ira hacia Rowena, con mi enfado hacia mí misma por haber hecho que todo el mundo se confundiera esa noche… Tenía un remolino de emociones dentro de mí.
—Y no está funcionando —dijo, mientras entrábamos en el vestíbulo de Barrons, Libros y Curiosidades—. ¿Qué te parece esto? —Me sacó a la calle de nuevo y me sujetó la cabeza con ambas manos. Pensé que iba a besarme, pero me echó la cabeza hacia atrás para que mirara hacia arriba.
—¿Qué?
—El cartel.
La placa que se balanceaba bajo un poste horizontal de latón rezaba, en mayúsculas: «MANUSCRITOS Y MISCELÁNEA MACKAYLA».
—¿Estás de broma? —exclamé—. ¿Es mía? ¡Pero si acabas de decir que no ibas a darme más oportunidades!
—Así es. —Me soltó la cabeza y se alejó un poco.
—Puedo descolgarlo tan rápido como lo he colgado.
Mi cartel. Mi librería.
—¿Mi Lamborghini? —pregunté con esperanza.
Abrió la puerta y entró.
—No te pases.
—¿Y qué hay del Viper?
—Ni en broma.
Entré detrás de él. Bueno, podía arreglármelas sin los coches. Por el momento, la librería era mía. Me sentía eufórica. MÍA, con letras mayúsculas, igual que el cartel.
—Barrons…
—No seas vulgar. No te pega.
—Solamente iba a darte las gracias —dije enfadada.
—¿Por qué? ¿Por irme? He cambiado el cartel porque no pienso quedarme mucho más tiempo aquí. No tiene nada que ver contigo. Lo que quiero está casi a mi alcance. Buenas noches, señorita Lane.
Se desvaneció en la oscuridad. No sé qué me esperaba.
En realidad, sí. Esperaba que intentara volver a llevarme a la cama.
Barrons había sido predecible en la forma en la que me trataba desde el día en que lo conocí. Al principio, utilizaba referencias al sexo para cerrarme la boca. Luego pasó a usar el sexo para despertarme. Cuando dejé de ser pri-ya, volvió a utilizar referencias al sexo para mantenerme al límite. Me obligaba a recordar el grado de intimidad que tuvimos un día.
Como todo lo demás de él, había empezado a contar con ello.
Insinuación e invitación. Siempre así, como la lluvia en Dublín. Yo era a la que lamía el peligroso león. Y me gustaba.
Esa noche, cuando volvimos andando a la librería, charlando, compartiendo información libremente, sentí que algo cálido florecía entre nosotros. Cuando me mostró el cartel, me derretí.
Luego me echó un cubo de agua helada.
«¿Por qué? ¿Por irme? He cambiado el cartel porque no pienso quedarme mucho más tiempo aquí.»
Se había marchado sin hacerme una insinuación y sin ofrecerme una invitación.
Se había limitado a marcharse.
Dejándome un regusto de lo que sentía cuando Barrons se marchaba y me dejaba sola.
¿De verdad pensaba marcharse para siempre cuando esto hubiera acabado? ¿Pensaba desvanecerse sin despedirse en cuanto tuviera su conjuro?
Caminé con pesadez hasta mi dormitorio del quinto piso y me dejé caer sobre la cama. Por lo general finjo que no hay nada raro en encontrar a veces mi habitación en el cuarto piso y, otras veces, en el quinto. Me he acostumbrado tanto a las cosas raras que lo único que me preocupa ya es la posibilidad de que un día mi habitación desaparezca por completo. ¿Qué pasará si cuando desaparezca estoy yo dentro? ¿Desapareceré yo también? ¿O me quedaré atrapada en una pared o un suelo cuando realice su gran salida, gritando como una loca? Mientras siga estando en algún lugar de la tienda, me siento razonablemente segura entre estos parámetros. Después del giro que ha dado mi vida, si desapareciera, es probable que me limitara a suspirar, me preparara y saliera en su busca.
Es duro perder las cosas que consideras tuyas.
¿Iba a acabar todo esto pronto? Estaba claro que esa noche la habíamos cagado, y quizá la cagaría la próxima vez. Al día siguiente debíamos de encontrarnos en Chester’s para idear un nuevo plan. Teníamos nuestro equipo, así que lo seguiríamos intentando. Posiblemente, podríamos guardar el Sinsar Dubh en un sitio seguro en cuestión de días.
¿Y qué pasaría entonces?
¿Dejarían nuestro mundo V’lane y la reina y todos los seelie para volver a su corte? ¿Se las arreglarían para volver a levantar los muros de alguna manera y expulsar a la basura unseelie de mi mundo?
¿Cerrarían Barrons y sus ocho el Chester’s y desaparecerían?
¿Qué haría yo sin V’lane, sin ningún unseelie contra el que luchar y sin Barrons?
Ryodan había dejado claro que no se permitía que nadie que supiera sobre ellos, viviera. Habían estado ocultando su existencia inmortal entre nosotros durante miles de años. ¿Intentarían matarme? ¿O se limitarían a marcharse y borrar cualquier rastro de evidencia de que habían estado aquí alguna vez?
¿Es que podría buscar por todo el mundo y no volver a encontrarlos nunca más? ¿Me haría vieja y empezaría a preguntarme si me había imaginado esos días locos, apasionados y oscuros en Dublín?
¿Cómo podía envejecer? ¿Con quién me casaría? ¿Quién me entendería? ¿Viviría el resto de mi vida sola? ¿Me convertiría en alguien tan cascarrabias, enigmática y rara como el hombre que me había hecho así?
Empecé a caminar de un lado a otro.
Había estado tan preocupada con mis problemas (quién era él, quién era yo, quién era el asesino de Alina) que nunca había mirado hacia el futuro para intentar averiguar cuál sería el posible resultado de los acontecimientos. Cuando luchas todos los días simplemente para la oportunidad de tener un futuro, es un poco duro pararse a imaginar cómo sería ese futuro. Pensar en cómo vivir es un lujo del que solo pueden disfrutar las personas que saben que van a vivir.
¡No quería quedarme sola en Dublín cuando todo esto acabara!
¿Qué haría? ¿Llevar la librería, rodeada de recuerdos durante el resto de mi vida mientras aquellos de nosotros que permanecimos reconstruimos la ciudad concienzudamente? No podría quedarme aquí si él no estaba. Incluso si se marchaba, seguiría aquí, en cualquier parte en la que mirara. Casi sería peor que si se muriera. El residuo de Barrons acecharía este lugar con tanta intensidad como la concubina y el rey vivieron en los oscuros pasillos de la Mansión Blanca. Yo sabría que estaría ahí fuera, en algún lugar lejano fuera de mi alcance. Adiós a esos días de gloria que una vez estuvieron ahí y que desaparecieron antes de llegar a los veintitrés años, como esa estrella del fútbol en el instituto que ahora, a los treinta años, pasa las horas despatarrado en el sofá de casa bebiendo cerveza con sus amigos, dos hijos, una mujer gruñona, un coche familiar y un rencor hacia la vida.
Me hundí en la cama.
Mirara donde mirara, no veía más que fantasmas.
¿Me acecharía el fantasma de Dani por la calle? ¿Haría que pasara eso? ¿Llegaría tan lejos? ¿Asesinar de forma premeditada a una chica que era casi una niña?
«Tú eliges con lo que puedes vivir —había dicho él—. Y con lo que no puedes vivir.»
Nunca había pensado que el resultado de mi estancia en Dublín sería un futuro en el que viviera en una librería sin Barrons, caminando por las calles donde estaba…
—A la mierda, ella era mi hermana —gruñí, al tiempo que le di un puñetazo a la almohada. Me importaba un pepino no tener los mismos padres. Alina había sido mi mejor amiga, mi hermana del alma, y eso nos convertía en hermanas se viera como se viera.
—¿Dónde estaba? —murmuré. Ah, sí, caminando por las calles donde estaba el fantasma de mi hermana, acompañada por el fantasma de la adolescente que había pensado que era mi hermana pequeña y que había estado implicada en el asesinato de mi hermana. ¿Caminaría por la calle con esos dos fantasmas día tras día?
¡Menuda vida más vacía y horrible sería!
—Alina, ¿qué debería hacer? —Dios, cómo la echaba de menos. La echaba tanto de menos que era como si hubiera desaparecido ayer mismo. Salí de la cama con gran esfuerzo, cogí la mochila, me senté con las piernas cruzadas en el suelo, saqué uno de sus álbumes de fotos y abrí la luminosa cubierta amarilla.
Allí estaba ella con mamá y papá el día de su graduación en la universidad.
Ahí estábamos nosotras, en el lago con un grupo de amigos, bebiendo cerveza y jugando al voleibol como si fuéramos a vivir para siempre. Éramos jóvenes, tan endiabladamente jóvenes. ¿Había sido yo alguna vez tan joven?
A medida que pasaba las páginas, unas lágrimas empezaron a resbalar por mis mejillas.
Ahí estaba ella, en el césped del Trinity College, con nuevos amigos.
Bebiendo en los pubs, bailando y saludando a la cámara.
Ahí estaba Darroc, observándola con una mirada posesiva y caliente.
Ahí estaba ella, mirándolo, completamente vulnerable. Me quedé sin respiración. Sentí que se me ponía la carne de gallina en los brazos y el cuello.
Ella le había amado.
Podía verlo. Conocía a mi hermana. Había estado loca por él. Él le hacía sentir lo que Barrons me hacía sentir a mí. Algo más grande que cualquier cosa, más importante que la vida, algo que ardía solo de pensarlo, que te dejaba sin respiración y que te hacía anhelar con locura el siguiente momento juntos. Había sido feliz esos últimos meses. Estaba viva y era muy feliz.
¿Qué pasaría si siguiera viva?
Cerré los ojos.
Conocía a mi hermana.
Darroc tenía razón. Ella se habría ido con él. Habría encontrado una forma de aceptarlo, de amarlo fuera como fuera. Éramos defectuosas de fábrica.
Pero ¿y si su amor… qué pasaría si su amor lo hubiera cambiado? ¿Quién podía decir que no habría sido así? ¿Qué habría pasado si ella se hubiese quedado embarazada y apareciera de repente una pequeña Alina, indefensa y rosa a la que arrullar? ¿Conseguiría el amor suavizar su carácter, su necesidad de venganza? Bien es cierto que había conseguido mayores milagros. Quizá no tendría que pensar que era defectuosa de fábrica, sino más bien una especie de llave inglesa que podría haber cambiado las cosas a mejor. ¿Quién podía saberlo?
Pasé la página y sentí un calor repentino en las mejillas.
No debería mirar. No podría evitarlo. Estaban en la cama. No podía ver a Alina. Ella tenía la cámara. Darroc estaba desnudo. Por el ángulo, supe que Alina estaba encima de él. Por la expresión de su rostro, supe que se estaba corriendo cuando ella tomó la fotografía. Y podía verlo en sus ojos.
Él también la había amado.
Dejé caer el álbum y me quedé con la mirada perdida en el infinito.
La vida era muy complicada. ¿Era mala por haberlo amado? ¿Era él malvado porque quería reclamar lo que le habían arrebatado? ¿No habían motivado las mismas razones al rey unseelie y a su concubina? ¿No se mueven los humanos por esas mismas razones todos los días?
¿Por qué no había dejado la reina que el rey tuviera a la mujer que amaba? ¿Por qué no podía ser feliz el rey con una vida? ¿Qué habría pasado con los unseelie si no hubieran sido encarcelados? ¿Habrían acabado como la corte de los seelie?
¿Y qué pasaba con mi hermana y conmigo? ¿De verdad condenaríamos el mundo? ¿Naces o te haces?
Mirara donde mirara, solo veía matices de gris. El blanco y el negro no eran más que unas ideas difusas en nuestras cabezas, los baremos por los que intentábamos juzgar las cosas y encontrar nuestro lugar en el mundo según ellos. El bien y el mal, en su forma más pura, eran tan intangibles y estaban tan alejados de nuestra capacidad de tenerlos en las manos como cualquier ilusión fae. Solo podíamos verlos como objetivo, aspirar a ellos y esperar no quedarnos perdidos entre las sombras y no volver a ver nunca más la luz.
Alina había intentado hacer lo correcto. Igual que yo. Ella no lo había conseguido. ¿Fracasaría yo también? A veces, era duro saber qué era lo correcto.
Sintiéndome como una voyeur de la peor clase, cogí el álbum de fotos, me lo coloqué sobre el regazo y empecé a pasar las páginas.
Entonces fue cuando lo sentí. La funda era demasiado gruesa. Había algo detrás de la foto en la que Darroc miraba a Alina como si fuera todo su mundo.
Deslicé la foto para sacarla con manos temblorosas. ¿Qué iba a encontrar allí escondido? ¿Una nota de mi hermana? ¿Algo que me diera más pistas sobre cómo era su vida antes de morir? ¿Una carta de amor de él? ¿De ella?
Saqué un pedazo de pergamino viejo, lo desdoblé y lo abrí con cuidado. Habían escrito por ambos lados. Le di la vuelta. Un lado estaba cubierto del margen superior al inferior. La otra cara solo tenía escritas unas cuantas líneas.
Reconocí el papel y la letra en el lado lleno al momento. Había visto cosas escritas por Mad Morry antes, aunque no sabía leer el gaélico antiguo irlandés.
Le di la vuelta, manteniendo la respiración. Sí, ¡lo había traducido!
Si no se ha contenido a la bestia de tres caras cuando muera el primer príncipe oscuro la primera profecía no se cumplirá puesto que la bestia habrá engullido el poder y habrá cambiado. Solo caerá por su propio diseño. Aquel que no sea lo que él era recogerá el talismán y cuando el monstruo interior sea derrotado, también será derrotado el monstruo exterior.
Volví a leerlo. ¿De qué talismán hablaba? ¿Sería una traducción exacta? Había escrito «Aquel que no sea lo que él era». ¿Había sido Darroc el único capaz de verdad de fusionarse con el Libro? Dageus no era lo que él era. Deseaba apostar que Barrons tampoco lo era. En realidad, ¿cuál de nosotros lo era? Menudo lío. No podía ni siquiera afirmar que eso fuera un criterio definitivo. Papá habría tenido un día movidito en el juzgado con una frase tan vaga.
«Cuando muera el primer príncipe oscuro…» Si esto era cierto, ya era demasiado tarde. El primer príncipe oscuro había sido Cruce, y era imposible que estuviera con vida. Al menos habría asomado la cara una vez en los últimos setecientos mil años. Alguien lo habría visto. Pero incluso si estaba vivo, en el momento en que Dani mató al príncipe oscuro que vino a mi celda en la abadía, había sido demasiado tarde para que se cumpliera la primera profecía.
El atajo era un talismán. Y Darroc lo había tenido.
Algo me chirriaba en el subconsciente. Agarré la mochila y empecé a rebuscar en su interior en busca de la carta del tarot. Saqué todo lo que había dentro, cogí la carta y la estudié. Una mujer miraba al infinito mientras el mundo daba vueltas ante ella.
¿Qué significaba? ¿Por qué el TOS (o dorcha temible como se hacía llamar él mismo) me había dado esa carta en concreto?
Me fijé con atención en los detalles de los ropajes y cabello de la mujer, y en los continentes del planeta. Sin duda, era la Tierra.
Examiné el borde de la carta, en busca de runas o símbolos ocultos. Nada. Pero… ¡espera un momento! ¿Qué llevaba en la muñeca? Parecía un pliegue de la piel hasta que miré más de cerca.
No podía creer que se me hubiera pasado por alto.
Había sido colocado en el borde, oculto con inteligencia como una especie de pentágono, pero yo conocía la forma de la caja que contenía la piedra. Alrededor de la muñeca de la mujer estaba la cadena del amuleto que Darroc había robado a Mallucé.
El tío de los ojos soñadores sí que había intentado ayudarme.
El talismán de la profecía era el amuleto. ¡Y el amuleto era el atajo de Darroc!
Había estado a mi alcance la noche en la que el Sinsar Dubh machacó la cabeza de Darroc como si fuera una uva. Yo lo había tocado. Había estado tan cerca. Luego lo siguiente que supe fue que estaba en un arcén y que había desaparecido.
Sonreí. Sabía dónde encontrarlo.
Como hombre, Barrons coleccionaba objetos antiguos, alfombras, manuscritos y armas antiguas. Como bestia, había coleccionado todo lo que yo había tocado. La bolsa de las piedras, mi jersey.
No importa cuál fuera su forma, Barrons iba como un loco detrás de cualquier baratija cuyo olor le atrajera.
Era imposible que lo hubiera dejado allí tirado esa noche. Yo lo había tocado.
Me metí el pergamino, la traducción y la carta del tarot en el bolsillo y me levanté.
Pasó mucho rato hasta que descubrí adónde había ido Jericho Barrons cuando se marchó de la librería.
No había ido lejos.
Desde que le conozco, y de eso hace bastante, habría deseado apostar que nunca lo hubiera hecho.
Cuando llegué al primer escalón, le olí. El ligero aroma de especias inundaba el ambiente del exterior de su estudio. El estudio donde guardaba su Espejo.
Durante todo el tiempo que fui una pri-ya, nunca le había visto dormir. Yo me quedaba dormida, pero cada vez que me despertaba, ahí estaba él, con sus grandes pestañas que enmarcaban unos brillantes ojos oscuros, observándome como si hubiera estado ahí tumbado esperando a que me diera la vuelta y le pidiera que volviera a follarme. Siempre listo. Como si le fuera la vida en ello. Recuerdo su mirada cuando se tumbaba sobre mí.
Recuerdo cómo respondía mi cuerpo.
Nunca había tomado éxtasis ni otras drogas que mis amigos sí que habían probado. Pero si era como ser pri-ya, no podía imaginarme querer hacerlo por voluntad propia.
Una parte de mi cerebro siempre había estado alerta, pero era como si estuviera adormecido, mientras mi cuerpo estaba fuera de control.
Si me acariciaba con una mano la piel, casi gritaba porque lo necesitaba dentro de mí. Hubiera hecho cualquier cosa por tenerlo dentro.
Ser pri-ya era peor que ser violada por los príncipes.
Habían sido cientos de violaciones una vez tras otra. Mi cuerpo lo quería. Mi cabeza estaba ausente. Aun así, alguna parte de mi yo más profundo seguía estando allí, totalmente consciente de que mi cuerpo estaba completamente fuera de mi control. No era algo que pudiera elegir. Habían tomado por mí todas las decisiones. El sexo debería ser una opción.
Solo me habían dejado una opción a mí: más.
Cuando empujaba dentro de mí y sentía cómo empezaba a penetrarme, me convertía en algo salvaje: caliente, húmeda y desesperada por que siguiera hasta el fondo. Después de cada beso, cada caricia y cada embestida, necesitaba más. Me tocaba y me volvía loca. El mundo se reducía a una única cosa: él. Realmente había sido todo mi mundo en ese sótano. Era demasiado poder para que lo tuviera una persona sobre otra. Podía hacer que te pusieras de rodillas y le rogaras.
Yo tenía un secreto.
Un secreto terrible que me estaba carcomiendo viva.
«¿Qué llevaste al baile de fin de curso, Mac?»
Eso había sido lo último que había oído, «pri-ya».
Todo lo que sucedió a partir de ese momento, sucedió en realidad.
Yo había fingido.
Le había mentido a él y a mí misma.
Me había quedado.
Y no me había sentido diferente.
Había sido igual de insaciable, igual de voraz, igual de vulnerable. Sabía exactamente quién era yo, lo que había pasado en la iglesia y lo que había estado haciendo durante los últimos meses.
Y cada vez que él me había tocado, mi mundo se había reducido a una única cosa: él.
Él nunca era vulnerable.
Le había odiado por eso.
Sacudí la cabeza para alejar esos pensamientos melancólicos.
¿Adónde iría Barrons para estar solo, relajarse y quizá dormir? Lejos del alcance de cualquiera. Dentro de un Espejo fuertemente custodiado.
Con su aroma todavía flotando en el aire, registré de arriba abajo su estudio.
Me sentía implacable y estaba cansada de jugar según las reglas. De cualquier forma, no sabía por qué debería haber reglas entre nosotros. Me parecía absurdo. Había invadido mi espacio desde el momento en que le conocí, era algo más grande que la vida, su presencia me hacía vibrar, me excitaba y me encendía y me volvía loca.
Cogí una de sus muchas armas antiguas y forcé los cajones cerrados con la llave de su mesa.
Sí, vería que los había forzado. No, no me importaba. Podía intentar lanzar su ira sobre mí. Yo tenía una buena cantidad también para dar y regalar.
Tenía carpetas sobre mí, sobre mis padres, sobre McCabe, sobre O’Bannion, personas de las que nunca había oído hablar, incluso de sus propios hombres.
Había facturas para docenas de direcciones diferentes de muchos países distintos.
En el último cajón, encontré fotografías mías. Pilas y pilas de fotografías.
En la Clarin House, saliendo una húmeda mañana dublinesa, con las piernas morenas resplandeciendo bajo el dobladillo de mi minifalda blanca preferida, con el pelo largo y rubio bailando en una coleta alta.
Caminando por los jardines del Trinity College, con Dani cuando nos conocimos, junto a la fuente.
Bajando las escaleras traseras del apartamento de Alina, saliendo al callejón.
Escabulléndome por el callejón trasero, mirando los coches abandonados de O’Bannion, la mañana en que me di cuenta de que Barrons había apagado todas las luces y había dejado que las Sombras tomaran el perímetro, devorando a dieciséis hombres para matar a uno solo que era una amenaza para mí. En mi mirada había sorpresa, terror y algo que sin duda era alivio.
Luchando espalda contra espalda con Dani, espada y lanza centelleando alabastro en la oscuridad. Había una serie completa de esas tomas, tomadas en ángulo desde un tejado. Estaba encendida, con la cara resplandeciente, los ojos entreabiertos y un cuerpo hecho para lo que estaba haciendo.
A través de la ventana delantera de la librería, abrazando a papá.
Hecha un ovillo en el sofá en la zona de conversaciones posterior de la librería, durmiendo, con las manos colocadas sobre el pecho. Sin maquillaje. Parecía que tuviera diecisiete años y que estuviera un poco perdida y completamente desprotegida.
Entrando en comisaría con Jayne. Volviendo a la librería, sin linternas. Nunca había estado en peligro esa noche. Él había estado ahí, asegurándose de que sobreviviera pasara lo que pasara.
Nadie me había tomado tantas fotografías en la vida. Ni siquiera Alina. Había captado hasta la emoción más sutil en cada toma. Había estado observándome, siempre atento.
A través de la ventana de una cabaña de granjeros, estaba tocando la cara de Nana, intentando entrar en sus pensamientos y ver a mi madre. Yo tenía los ojos medio cerrados y una grave expresión de concentración.
Otra toma desde un tejado. Yo tenía la palma sobre el pecho de la Mujer Gris, pidiéndole que me devolviera a Dani.
¿Había algo que él no supiera?
Dejé las fotografías en el cajón. Me sentía mareada. Lo había visto todo: lo bueno, lo malo y lo feo. Nunca me preguntó nada, a no ser que pensara que yo tenía que encontrar las respuestas. Nunca me había puesto ninguna etiqueta ni había intentado encajonarme. Incluso cuando había un montón de etiquetas que podían ponerme. Yo era lo que era en ese momento y a él le gustaba, y eso era lo único que le importaba.
Me di la vuelta y me quedé observando el espejo.
El reflejo de una extraña me miraba.
Toqué la cara del reflejo. No, no era una extraña. Era la mujer que había salido de su área de seguridad para sobrevivir y que se había convertido en una luchadora. Me gustaba la mujer que veía reflejada en ese espejo.
Noté la superficie del espejo helada al tocarla.
Conocía este Espejo. Conocía todos los Espejos. Tenían algo de… K’Vruck. ¿Había el rey elegido un ingrediente para su creación del mundo del que procedía el Cazador?
Mientras miraba hacia su interior, busqué el lago vítreo y oscuro y le dije que quería entrar.
«Te he echado de menos. —Emanaba vapor—. Ven a nadar.»
«Pronto», prometí yo.
Las runas de alabastro emergieron de las profundidades negras, brillando en la superficie.
Era así de fácil. Yo pedía y él me daba. Siempre ahí, siempre preparado.
Las cogí y las presioné, una tras otra, contra la superficie del Espejo.
Cuando la última estuvo en su sitio, la superficie empezó a ondularse como si fuera un lago de aguas plateadas. Deslicé los dedos por la superficie y las aguas se retiraron, retrocediendo hacia los bordes negros del espejo, dejándome a la vista un sendero invadido por la niebla que atravesaba un cementerio. Tras las lápidas y las criptas, criaturas oscuras reptaban y se arrastraban.
El Espejo arrojó una ráfaga de aire helado.
Entré en el espejo.
Como sospechaba, había apilado Espejos hasta crear un laberinto del que ningún intruso sería capaz de salir con vida, protegiendo así su morada subterránea.
Nueve meses antes, si hubiera sido capaz de averiguar cómo entrar, me habrían matado al recorrer los primeros metros. Me atacaron en cuanto puse un pie dentro. No había tenido tiempo de sacar la lanza. Cuando llegó la primera remesa de dientes y garras, mi lago se ofreció al instante y yo lo acepté sin dudarlo.
Una única runa violeta resplandecía en la palma de mi mano.
Mis atacantes retrocedieron. Fuera lo que fuera, lo odiaban.
Giré en una niebla que me llegaba a la cintura, absorbiendo el paisaje estéril. Unos árboles esqueléticos resplandecían como huesos amarillos bajo la enfermiza luz de la luna. Había unas lápidas que se caían a pedazos y se inclinaban en ángulos extraños. Los mausoleos se parapetaban tras gruesas rejas de hierro. Hacía un frío brutal, casi tanto como en la cárcel unseelie. Se me heló el pelo y se me congelaron las cejas y los pelillos de la nariz. Empecé a notar que se me dormían los dedos.
La transición de este espejo al siguiente fue impecable. Todas fueron así. Jericho Barrons era mucho más experto en apilar espejos que Darroc, y, por lo que parecía, incluso tenía más conocimientos que el rey unseelie.
Ni siquiera vi venir el cambio en mi entorno. De repente, tenía un pie en un cementerio helado y el otro en un asfixiante desierto de arena negra, con el sol cayéndome sobre los hombros como una losa. Me adentré en el calor insoportable y al segundo estaba muerta de sed. Nada me atacó en esta tierra yerma. Me pregunté si lo único que hacía falta era ese sol para mantener alejados a los extraños. El siguiente espejo me hizo tener espasmos. De repente, estaba bajo el agua. No podía respirar. Me entró el pánico e intenté volver.
De todas formas, tampoco había podido respirar en la cárcel unseelie.
Dejé de luchar y me puse medio a nadar, medio a andar por el suelo del océano de algún planeta. Estaba claro que no era el nuestro porque nosotros no teníamos peces que parecieran pequeños barcos de vapor submarinos con afiladas ruedas dentadas como boca.
Mi resplandeciente lago me ofreció una burbuja, la selló a mi alrededor y todo lo que se acercaba a mí, salía rebotado.
Estaba empezando a sentirme realmente indestructible. Gallita. Puse un poco de arrogancia en mis pasos.
Cuando hube pasado por más de una docena de esta especie de zonas, era mucho más que una gallita. Mi lago oscuro tenía respuesta para cualquiera de las amenazas que se acercaban a mí. Me estaba embriagando con mi propio poder.
De un paisaje que podría haberse llamado «Medianoche en una estrella lejana» si hubiera sido un cuadro, pasé a una habitación muy poco iluminada y parpadeé.
Era Esparta, el viejo mundo, y olía bien. A especias fuertes y atrayentes. A Barrons. Sentí que me flojeaban las rodillas. Cuando le huelo, pienso en sexo. No tengo remedio.
Al instante supe dónde estaba.
Debajo del garaje que había en la parte trasera de la librería.