12

—¡Malditos cabrones de mierda! —Le doy una patada a una lata por la calle. Zumba por el aire, choca contra una pared y se incrusta en ella. Colega, que se incrusta de verdad. Entra un par de centímetros. Me río por lo bajo porque sé que alguien pasará por aquí algún día y pensará: «Colega, ¿cómo coño han incrustado eso en la pared?».

¡Un súper misterio O’Malley más! La ciudad está llena de ellos.

Dejo mi rastro por todo Dublín. Es mi manera de decir «¡He estado aquí!». Llevo haciéndolo durante años, desde que Ro empezó a enviarme sola para hacerle recados. Solía dejarlo en cosas pequeñas, como doblar esculturas delante del museo, lo justo para saber yo que eran diferentes pero para que nadie más se diera cuenta. Pero ya no me importa desde que cayeron los muros. Incrusto cosas en ladrillos y piedras; coloco pedazos de escombros para escribir «Mega»; golpeo farolas para torcerlas y que tomen la forma de D, mi inicial.

Incluso al andar lo hago de una forma algo fanfarrona.

La súper fuerza es mía.

Frunzo el ceño.

—Malditos cabrones —murmuro.

Soy toda hormonas. Estoy de subidón un momento y, al siguiente, estoy de bajón. Me cambia el humor tan deprisa como vuelan mis pies. En un momento ardo en deseos de crecer y practicar sexo y al otro odio a la gente, y los hombres son gente. Además, colega, ¿no es el semen la cosa más asquerosa que hayas visto jamás? Puaj, ¿a quién le gusta que un tío le lance un chorro pringoso en la boca?

Ya llevo sola dos días y es genial. No hay nadie que me diga qué tengo que hacer. No tengo que irme a la cama. Nadie me dice lo que tengo que pensar. Solo yo y mi sombra y somos dos tías la mar de chulas. ¿Quién no querría ser yo?

Sin embargo, todavía me preocupan esas estúpidas borregas de la abadía.

¡Joder, no, no me preocupan! ¡Si no quieren sacarse las cabezas del culo, no es mi problema!

Lástima que algunas personas no sepan tomarme en serio. Tendré que liarla en su mundo para que vengan a verme.

He vuelto a estar en el Chester’s.

Esta vez han hecho falta siete de esos tíos resbaladizos para prohibirme la entrada. No he dejado de decirles que tenía que hablar con Ry-O, porque creo que él es el líder cuando Barrons no está por aquí.

Y Barrons no está por aquí.

Llevo buscándole por todas partes desde ayer por la noche. Después de quedarme asqueada al ver a Mac liándose con el lord Monstruo.

Colega, ¿qué pasa con eso? ¡Podría estar con V’lane o Barrons! ¿Quién querría intercambiar saliva con un comedor de unseelie? ¡Precisamente con el que organizó todo este maldito embrollo! ¿Dónde ha estado tanto tiempo? ¿Qué le ha pasado?

No me dejaban entrar en Chester’s. ¡Como siempre, joder! Ya se están pasando. No es que quiera beber ni nada. Eso es veneno. Solo quería darles información.

Al final, pedí que le dijeran a Ry-O que creo que Mac tiene problemas, que anda con Darroc y que dos príncipes lo protegen a él.

Creo que le ha lavado el cerebro o algo. Tengo que traerla de vuelta. Solo quería refuerzos mientras los sacaba fuera. No tengo a mis sidhe-borregas conmigo. Desde que dejé la abadía, soy Persona Non Postrante, y postrándote es el único modo de conseguir algo de Ro y los suyos. Ni siquiera Jo dejaría la abadía. Dijo que era demasiado tarde para Mac.

Y aquí es donde se suponía que entraba Ry-O. Les dije a sus bichos raros que esta noche iba a hacer salir al lord Monstruo y que podían ayudar si querían.

O no.

No necesito a nadie. Yo no.

¡Mega en movimiento! ¡Más rápida que el viento! ¡Salta edificios altos de un solo bote!

¡Colega!

¡Zzzzoooom!

 Me estudio en el espejo con fría objetividad. La mujer que me devuelve la mirada esboza una leve sonrisa.

El Sinsar Dubh me hizo una visita anoche. Me recordó su poder aplastante, me deleitó con una cata de su sadismo. Pero lejos de estar intimidada por él, estoy más decidida que nunca.

Se le tiene que parar y la persona que sabe el modo de hacerlo con más rapidez está sentada en la habitación contigua, riéndose de algo que acaba de decir uno de sus guardias.

Mucha gente ha muerto por su culpa. Y ahí está, riéndose. Ahora me doy cuenta de que Darroc siempre fue más peligroso que Mallucé.

Mallucé parecía terrorífico y se comportaba como un monstruo pero raramente mataba a aquellos que se hallaban en su enclave de adoradores.

Darroc es atractivo, encantador, afectuoso, y puede orquestar la aniquilación de tres mil millones de humanos sin pestañear, sin perder ni una pizca de ese encanto. Al borde del homicidio en masa, puede sonreírme y decirme cuánto le importaba mi hermana, enseñarme fotos de los dos mientras «se divertían» juntos. ¿Podría después matar a tres mil millones más si llegara a ponerle las manos encima al Libro?

Fusionado con él, ¿de qué sería capaz? ¿Se pararía por algo? ¿Me está usando como yo intento usarlo a él y en el momento en que tenga lo que quiere seré mujer muerta?

Nos encontramos en un combate mortal. Es una guerra en la que haré cualquier cosa para ganar.

Me arreglo el vestido, me pongo de lado, estiro un pie y admiro la línea de la pierna con tacones. Tengo ropa nueva. Después de llevar ropa funcional, estar guapa me hace sentir extraña, frívola.

Pero es necesario para el monstruo de apetitos frívolos de ahí fuera.

Anoche, después de que el Libro desapareciera, intenté dormir, pero solo conseguí tener pesadillas en un estado de vigilia. Estaba a merced de Darroc y los príncipes volvían a violarme. El cuarto miembro desconocido estaba allí y me daba la vuelta. Entonces noté el pinchazo de las agujas en la nuca mientras me tatuaba el cráneo. Después, los príncipes volvían a ponerse sobre mí. Luego me hallaba en la abadía, temblando de una lujuria incesante en el suelo de la celda. Se me fundían los huesos y se fusionaban los unos con los otros. Mi necesidad de sexo me provocaba un dolor más allá de lo imaginable. Entonces Rowena me amenazaba y yo me aferraba a ella, pero me apretujaba contra la cara un trapo de olor dudoso. Peleaba, daba patadas, arañaba, pero yo no estaba a la altura de la vieja y, en mi pesadilla, moría.

No intenté volver a dormir.

Me desnudé, estuve bajo la ducha y dejé que el chorro hirviente castigara mi piel. Adoradora del sol hasta la médula, jamás he sentido frío tan a menudo como estos últimos meses en Irlanda.

Después de frotarme hasta estar colorada y más limpia de lo que nunca volvería a estar, le di con el pie a una pila de ropa negra de piel con cara de asco.

Llevo demasiado tiempo con la misma ropa interior. Mis pantalones de cuero se han empapado, secado, encogido, desteñido. Es el conjunto que llevaba cuando maté a Barrons. Quería quemarlo.

Me envolví con una sábana y me dirigí al comedor del ático, donde docenas de unseelie de Darroc vestidos de rojo hacían guardia. Les di instrucciones detalladas de dónde tenían que ir y qué me tenían que traer.

Cuando se dirigieron a otra habitación para despertar a Darroc y obtener permiso, les solté: «¿No os deja tomar vuestras propias decisiones? ¿Os liberó para indicaros qué movimientos hacer y cuándo respirar? ¿Acaso uno o dos de vosotros no podéis hacer unos simples recados para mí? ¿Sois unseelie o perros falderos?».

Los unseelie son todo emociones. A diferencia de los seelie, no han aprendido a disimularlas. Conseguí lo que quería: bolsas y cajas con ropa, zapatos, joyas y maquillaje.

Todo eran armas, bien.

Ahora, mientras me admiro en el espejo, agradezco haber nacido guapa. Necesito saber a lo que él responde. Cuáles son sus debilidades. Cuánta debilidad puedo conseguir que sienta por mí. Solía ser seelie. Eso es lo que es en el fondo; anoche pude echar una buena ojeada a cómo son los seelie.

Imperiosos. Bellos. Arrogantes.

Yo también puedo serlo.

Tengo poca paciencia. Quiero respuestas y las quiero rápido.

Termino de maquillarme con cuidado, aplicándome una capa extra de polvos bronceadores en las mejillas y en el escote, imitando la piel espolvoreada de oro de los fae.

El vestido amarillo se ajusta a un cuerpo tonificado a la perfección por el sexo maratoniano con Barrons. Los zapatos y los accesorios son dorados.

Pareceré una princesa de pies a cabeza.

Cuando le mate.

Deja de hablar en cuanto me ve y me mira durante un buen rato.

—Tu pelo fue una vez rubio como el de ella —dice, al final.

Asiento.

—Me gustaba su pelo.

Me doy la vuelta hacia el guardia que está más cerca y le digo lo que necesito para cambiarme el pelo. Mira a Darroc, que asiente.

Sacudo la cabeza.

—Pido cosas sencillas, pero no dejan de cuestionarme. ¡Es irritante! ¿No me puedes conceder a dos de tu guardias para mi uso personal? —le pido—. ¿No puedo tener nada para mí sola?

Me está mirando las piernas, largas y musculosas; y los pies, bonitos sobre los tacones altos

—Por supuesto— murmura—. ¿Qué dos prefieres?

Muevo la mano de forma desdeñosa.

—Tú eliges. Son todos iguales.

Nombra a un par para llevar a cabo mis deseos.

—La obedeceréis a ella como me obedeceríais a mí —les dice—. Instantáneamente y sin preguntas. A no ser que sus órdenes entren en conflicto con las mías.

Se acostumbrarán a obedecerme. Los otros guardias se acostumbrarán a verlos obedecerme. Pequeños beneficios, pequeños desgastes.

Me uno a él para desayunar y sonrío mientras engullo comida que sabe a sangre y a ceniza.

El Sinsar Dubh raramente está activo durante el día.

Como el resto de los unseelie, prefiere la noche. Parece que aquellos que fueron encarcelados en hielo y oscuridad durante tanto tiempo creen que el sol es abrasador y doloroso. Cuanto más tiempo paso con este dolor en mi interior, más tiempo lo entiendo. Es como si la luz del sol fuera un bofetón en la cara que dijera: «Mira, el mundo es brillante y lustroso. Lástima que tú no lo seas».

Me pregunto si es por eso que Barrons no salía durante el día. Porque también él estaba dañado como nosotros y encontraba confort en la clandestinidad de las sombras. Las sombras son cosas maravillosas. Ocultan el dolor y disimulan los motivos.

Darroc se va durante el día con un contingente de su ejército y rehúsa llevarme con él. Quiero insistirle, me siento como un animal en una jaula, pero hay líneas que sé que no debo cruzar si quiero que confíe en mí.

Paso la tarde en su ático, revoloteando como una mariposa brillante, cogiendo cosas, ojeando libros y mirando en armarios y cajones, hablando sobre esto o aquello, registrando el lugar aparentando curiosidad, bajo la atenta mirada de sus guardias.

No encuentro nada.

No me dejan entrar en su habitación.

A ese juego podemos jugar dos. No dejo entrar a nadie en la mía. Aumento mis runas de protección para mantener mi mochila y las piedras a salvo. Entraré en su habitación de un modo u otro.

A última hora de la tarde, me tiño el pelo, me lo seco y me peino con un estilo desenfadado, con unos rizos grandes y sueltos.

Vuelvo a ser rubia otra vez. Qué raro. Recuerdo a Barrons llamándome «arcoíris alegre». Eso hace que desee tener una minifalda blanca y una camisola rosa.

En lugar de eso, me pongo un vestido rojo como la sangre, unas botas negras de tacón que me llegan hasta medio muslo y un abrigo negro de cuero con piel en el cuello y en los puños. Me ajusto el cinturón para resaltar las curvas. Me pongo unos guantes negros, una bufanda brillante y, para completar el conjunto, llevo diamantes en las orejas y en el cuello. Como la mayor parte de la gente de Dublín está muerta, comprar es un sueño. Lástima que ya no me importe.

Cuando Darroc vuelve, sé que he escogido bien por cómo me mira. Cree que he escogido el negro y el rojo por él; son los colores de su guardia, son los colores que me ha dicho que ha escogido para su futura corte.

Escogí el negro y el rojo porque son los colores de los tatuajes que lleva Barrons en su cuerpo. Hoy llevo puesta la promesa que le hice de que voy a hacer las cosas bien.

—¿No viene tu ejército con nosotros? —pregunto cuando salimos del ático. La noche es fresca y clara; en el cielo brillan las estrellas. La nieve se ha derretido durante el día, de modo que las calles adoquinadas están secas, para variar.

—Los Cazadores aborrecen las castas menores.

—¿Los Cazadores? —repito.

—¿Cómo esperabas que buscáramos el Sinsar Dubh?

He montado uno con anterioridad, con Barrons, la noche que intentamos acorralar al Libro con tres de las cuatro piedras. Me pregunto si Darroc lo sabe. Con su espejo hábilmente escondido en el callejón detrás de la librería de Barrons, no sabría decir cuánto sabe de mí.

—¿Y si lo encontramos esta noche?

Sonríe.

—Si lo encuentras para mí esta noche, MacKayla, te haré mi reina.

Le echo un vistazo. Va suntuosamente vestido con un traje de Armani de tweed, con cachemira y accesorios de piel. No lleva nada en las manos. ¿Es esa la clave para fusionarse con la sabiduría del Libro? ¿Un ritual? ¿Unas runas? ¿Algún objeto?

—¿Tienes lo que necesitas para fusionarte con él? —le pregunto sin rodeos.

Se ríe.

—Ah, así que esta noche será un ataque frontal. Con ese vestido —dice suavemente—, me esperaba seducción.

Levanto un hombro y lo dejo caer en un gesto despreocupado que hace juego con mi sonrisa.

—Sabes que quiero saberlo. No le veo el sentido a fingir lo contrario. Somos lo que somos, tú y yo.

Le gusta que nos clasifique a los dos en la misma categoría. Se lo veo en la mirada.

—¿Y eso qué es, MacKayla? ¿Qué somos? —Se pone ligeramente de lado y suelta una orden severa en una lengua extraña. Uno de los príncipes unseelie aparece, escucha, asiente y desaparece.

—Supervivientes. Dos personas que no serán dominadas, porque nosotros nacimos para dominar.

Me escudriña el semblante.

—¿De verdad te crees eso?

La calle se enfría y, de repente, se me llena el abrigo de un polvo compuesto por pequeños cristales brillantes de hielo negro. Sé lo que eso significa. Un Cazador Real se ha materializado sobre nosotros, batiendo sus alas negras y ásperas en el aire nocturno. Se me mueve el pelo en una brisa helada. Miro hacia arriba, al vientre escamado de la casta diseñada especialmente para matar sidhe-seers.

Un gran dragón satánico recoge sus enormes alas y se deja caer pesadamente en la calle, esquivando por poco los edificios a ambos lados.

Es enorme.

Al contrario del Cazador más pequeño que Barrons se las apañó para doblegar a su voluntad y «dominar» la noche que volamos sobre Dublín, este es un Cazador Real de pura cepa, al cien por cien. Percibo un sentido de inmensa antigüedad. Parece más viejo que cualquier otra cosa que haya visto o percibido volando por el cielo nocturno. El frío infernal que exuda, la sensación de desespero y vacío que irradia, está intacta. Pero no me deprime, ni me hace sentir fútil. Este me hace sentir… libre.

Me echa un delicado pinchazo mental. Percibo limitación. No tiene poder, él es el poder.

Le devuelvo el pinchazo con la ayuda de mi lago.

Emite un leve resoplido de sorpresa.

Vuelvo a centrar mi atención en Darroc.

«¿Sidhe-seer?», dice el Cazador.

No le haga caso.

«¿SIDHE-SEER?» El Cazador irrumpe en mi mente tan de golpe y con tanta fuerza que me produce un dolor de cabeza momentáneo.

Sacudo la cabeza rápidamente.

—¿Qué? —digo con un gruñido.

La gran figura negra se agacha entre las sombras, agacha la cabeza y la parte más baja de su barbilla roza la acera. Se apoya en una garra y luego en la otra, mientras su enorme cola deja la calle limpia de contenedores que hace tiempo que no se utilizan y de carcasas de restos humanos. Sus ojos abrasadores arden en los míos.

Siento cómo me presiona mentalmente pero con cuidado. Una leyenda fae dice que los Cazadores no son fae o al menos no completamente fae. No tengo ni idea de lo que son, pero no me gusta tenerlos dentro de la cabeza.

Después de un momento dice «ahhhh» y se aposenta, sentándose sobre sus patas traseras. «Ahí estás.»

No sé qué significa eso. Me encojo de hombros. Está fuera de mi cabeza; eso es lo único que me importa. Me doy la vuelta hacia Darroc, que retoma nuestra conversación allí donde la habíamos dejado.

—¿Realmente crees lo que has dicho sobre haber nacido para gobernar?

—¿Alguna vez te he preguntado dónde estaban mis padres? —Le contesto con algo que me duele preguntar; me hiere el alma el mero hecho de pensar en eso, pero estoy en el modo de «todo o nada». Como consiga lo que quiero esta noche, me largo de aquí. Mi dolor y mi sufrimiento cesarán. Podré dejar de odiarme a mí misma. Por la mañana, podré hablar con Alina otra vez y tocar a Barrons.

Se le agudiza la mirada.

—Cuando viste por primera vez que los tenía cautivos te creí débil. Pensaba que te dejabas llevar por un apego sensiblero. ¿Por qué no me lo has preguntado?

Ahora entiendo por qué Barrons siempre insistía en que dejara de hacerle preguntas y que le juzgara solamente por sus actos. Es tan fácil mentir. Lo que es incluso peor es cómo nos aferramos a esas mentiras. Rogamos por la ilusión, ya que así no tenemos que enfrentarnos a la verdad y no tenemos que sentirnos solos.

Recuerdo cuando tenía diecisiete años y pensaba que estaba ciegamente enamorada, le pregunté a mi cita en el baile de graduación, el fogoso Rod McQueen, ala del equipo de la escuela: «Katie te ha visto besando a Brandi en el pasillo fuera del lavabo, ¿es verdad, Rod?». Y cuando dijo que no, le creí a pesar de la mancha de pintalabios que tenía en la barbilla, que era demasiado rojo para ser mío, y a pesar del modo en que Brandi seguía mirándonos por encima del hombro de su pareja de baile. A las dos semanas de empezar el verano, nadie se sorprendió cuando pasó a ser su novio, y no el mío.

Miro fijamente el rostro de Darroc y en sus ojos veo algo que me regocija. No bromea cuando dice lo de hacerme su reina. Me desea. No sé por qué, quizá sea porque se quedó prendado de Alina y yo soy lo más cercano a ella que le queda. Quizá sea porque mi hermana y él descubrieron juntos quiénes eran y de lo que eran capaces, y el autodescubrimiento conjunto es un lazo muy poderoso. Quizá sea por mi extraño y oscuro lago o lo que quiera que sea que hace que el Sinsar Dubh quiera jugar conmigo.

Quizá sea porque él tiene parte de humano y anhela las mismas ilusiones que el resto de nosotros.

Barrons era purista. Ahora le entiendo. Las palabras son muy peligrosas.

Le digo:

—Las cosas cambian. Me he adaptado. Me deshago de lo que es innecesario a medida que mis circunstancias cambian. —Levanto un brazo y acaricio su cara, rozo sus perfectos labios con el dedo índice, recorro su cicatriz—. Y a menudo descubro que mis circunstancias no han empeorado, como había pensado al principio, sino que han mejorado. No sé por qué te he rechazado tantas veces. Entiendo por qué mi hermana te deseaba. —Lo digo de una forma tan simple que parece verdad. Incluso yo me sorprendo de lo sinceras que suenan mis palabras—. Creo que deberías ser rey, Darroc, y si me quieres, me honraría ser tu reina.

Él contiene el aliento bruscamente y sus ojos cobrizos brillan. Me coge la cabeza y hunde las manos en mi pelo, pasando los dedos por los rizos sedosos.

—Demuéstrame que lo dices en serio, MacKayla, y no te negaré nada. Nunca.

Me mueve la cabeza y acerca su boca a la mía.

Cierro los ojos. Abro los labios.

Y ahí es cuando le matan.

 


Fiebre sombría
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