29
En mi honor hay que decir que no estuve gritando durante mucho tiempo.
Pero el breve estallido en su idioma infernal fue suficiente para perturbar la nieve y el hielo que se amontonaban en precario equilibro a nuestro alrededor. Mi grito resonó en los escarpados acantilados. A diferencia de un eco, sin embargo, se hizo más fuerte con cada rebote y escuché un estruendo que solamente podría presagiar una cosa: una avalancha.
Giré la cabeza bruscamente.
—¡Agárrala!
Christian negó con la cabeza y empezó a soltar tacos.
—Joder, abres la bolsa de piedras. Me das de comer unseelie. Gritas. Eres una…
—¡Cógela y corre! ¡Ahora!
Corrió hacia el ataúd y luego se detuvo, indeciso.
—¿Pero qué coño pasa contigo? ¡Levántala!
—Es la reina fae. —El respeto matizaba su voz—. Está prohibido tocar a la reina.
—De acuerdo, pues quédate aquí con ella y quedaos enterrados vivos —exclamé.
Entonces él la cogió en brazos.
Estaba tan frágil, tan desgastada por… lo que sea que desgastara a los fae, que la hubiera podido llevar yo misma, pero no quería tocarla. Nunca. Algo que, si lo pensaba, podía llegar a ser gracioso pero de una forma oscura y perturbadora. Así que no lo hice.
El hielo se rompió y retumbó por encima de nuestras cabezas, esparciendo cristales sobre la tarima.
No necesitábamos más estímulos. Empezamos a deslizarnos por la cresta congelada y huimos por el camino por el que yo había venido, en dirección a la fisura estrecha entre los acantilados. Iba a ser una carrera muy reñida y estrecha con los hombros de Christian y con una avalancha que nos perseguía.
—¿Por qué has gritado? —me increpó por encima de todo el ruido.
—Me sorprendió, eso es todo —exclamé yo.
—Genial. La próxima vez métete un calcetín en la boca, ¿de acuerdo?
Ninguno de los dos dijo nada entonces; estábamos concentrados en escapar y en no terminar enterrados vivos. Reboté entre las paredes del precipicio como una pelota de pimpón. Perdí el punto de apoyo un par de veces y caí. Christian vino volando a por mí pero, aún no sé cómo, se las apañó para no soltar a la frágil reina. La avalancha nos perseguía, gruñendo como un trueno, quebrándose desde el barranco hasta el cañón, rociando de nieve la profunda fisura.
Por fin alcanzamos el angosto camino hacia los acantilados, nos deslizamos, sentados, por una colina empinada y luego corrimos a través del cañón hacia la imponente fortaleza de hielo negro.
—¡El castillo del rey unseelie! —exclamó Christian, maravillado, mientras nos apresurábamos hacia los enormes portones. Miró de arriba abajo y también alrededor—. Crecí con leyendas acerca de este lugar, pero nunca pensé que llegara a verlo. Creía que lo más cerca que podía llegar a estar del legendario Tuatha Dé era detenerme al lado de un retrato suyo. Y aquí estoy, con la reina seelie en brazos ante la fortaleza del rey unseelie. —Rio con un deje de amargura—. Y convirtiéndome en uno de ellos.
En voz baja di la misma orden que había abierto las enormes puertas y suspiré con alivio cuando se cerraron silenciosamente y amortiguaron el estruendo de la nieve del exterior. ¿Llegaría la avalancha al castillo? ¿Se acumularía tras las puertas y nos dejaría atrapados? Esperé a que Christian me preguntara cómo las había cerrado, pero estaba tan absorto contemplando lo que le rodeaba que ni siquiera se dio cuenta.
—¿Ahora qué? —Su mirada fascinada iba de la mujer débil que llevaba en brazos al interior de la oscura fortaleza.
—Ahora nos dirigimos hacia el Espejo en el tocador del rey —dije.
—¿Por qué? Yo no puedo pasar y ella tampoco.
—Pero yo sí. Y puedo ayudar y traerlos de vuelta al espejo para que hablen contigo. Haremos planes para sacarte y averiguaremos cómo y cuándo encontrarnos.
Él ladeó la cabeza y me estuvo mirando por un momento.
—Hay una cosa que debes saber, chica. Mi sensor de la verdad funciona bien aquí, en la prisión de unseelie.
—¿Y?
—Que lo que acabas de decir no es verdad.
—Voy a pasar a través del espejo. ¿Cierto? —dije impacientemente.
Él asintió.
—Y voy a ayudar y a traerlos de vuelta por ti. ¿Cierto?
Asintió de nuevo.
—¿Entonces qué problema hay, joder? —Tenía mucho en la cabeza. Los retrasos eran algo insostenible. Ahí parada, mi mente comenzó a pensar. Necesitaba seguir moviéndome. No soportaba ver a la mujer en sus brazos. No aguantaba lo que me hacía pensar el hecho de verla.
Entrecerró los ojos, que volvían a ser completamente negros. Hubo un tiempo en que me habría puesto nerviosa, pero dudaba de que algo me hiciera poner de los nervios otra vez. Estaba por encima del estrés y del miedo.
—Dime que vas a salvarme —me ordenó.
Eso era fácil. Con cada día que pasaba, entendía mejor a Jericho. La gente nunca hacía las preguntas correctas. Y si respondías a suficientes de esas preguntas incorrectas, cuando se acercaran a la correcta, podías golpearlos y acallarlos. ¿Cuántas veces me había hecho eso a mí? Estaba desarrollando un respeto reticente por sus tácticas. Sobre todo ahora que tenía algo que esconder.
—Voy a salvarte —le dije, y no me hizo falta un detector de verdades para escuchar el tono de sinceridad en mi voz—. Y lo haré lo más rápido posible. Será mi prioridad sacarte de aquí. —Lo sería. Lo necesitaba. Más de lo que llegaba a entender siquiera.
—Verdad.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—No lo sé. Algo. —Acomodó a la reina entre sus brazos.
Ella llevaba un vestido blanco con brillantes. Conocía ese vestido. ¿Quién se lo había elegido? ¿Lo había escogido ella misma?
¿Cómo y por qué? No quise mirarla. Paseé la mirada del vestido de la reina al rostro de Christian.
—Explícame por qué gritaste —me preguntó él.
Se estaba acercando demasiado y me resultaba incómodo. Pero yo conocía este juego. Barrons me había enseñado bien.
—Estaba asustada.
—Verdad. ¿Por qué?
—Joder, Christian, ¡ya te lo he dicho! ¿Vas a quedarte ahí todo el día interrogándome o salimos ya de aquí? —Más allá de la fortaleza, la avalancha se estrelló y rugió, aunque no era nada comparado con el rugido que sentía en mi interior—. Ella no era lo que yo esperaba, ¿vale? —La verdad era esa—. Aunque me habías dicho que era ella la del ataúd, esperaba que fuera el rey unseelie —le espeté, para despistarle.
Había suficiente sinceridad en lo que dije para apaciguarlo.
—Si de alguna forma me estás mintiendo… —me advirtió él.
¿Qué haría? Cuando descubriera lo que estaba haciendo, ya sería tarde. Además, yo no era alguien a quien él quisiera amenazar; daba igual en quién se estuviera convirtiendo o lo fuerte que se estuviera volviendo. Me había dado cuenta de que yo era mucho más aterradora que cualquier cosa en la que se estuviera convirtiendo él.
—Los aposentos del rey están por aquí —dije fríamente—. Y no me amenaces. Estoy harta de que me usen y de que me presionen.
Christian estaba anonadado. No había otra palabra para describirle. Estaba fascinado por la fortaleza del rey unseelie y sus deberes Keltar como cuidador del saber popular de su raza les habían sido inculcados desde su nacimiento, a pesar de las dudas que pudiera tener por lo que le estaba sucediendo. Tomó notas mentales detalladas de todo lo que veía para pasárselo más tarde a su clan. Suerte que no tenía lápiz ni papel, si no nunca podría hacerle pasar por el espejo.
—¡Mira esto, Mac! ¿Qué crees que significa?
Miré de mala gana donde me señalaba. En una puerta mucho más pequeña que las otras había una inscripción sobre el arco. Era una protección poderosa. El rey había guardado cosas allí que no quería que se perdieran por el mundo. La protección llevaba rota mucho tiempo. Genial. Esperaba que no estuvieran en mi mundo. Volví a caminar, mirando al frente, volviendo sobre mis pasos. A diferencia de Christian, no quería ver nada.
—Tendrás tiempo de darte una vuelta cuando me vaya —dije.
—Pero tendré que estar cerca del Espejo para saber cuándo regresas.
—Bueno, pues muévete un poco más rápido, ¿vale? No sabemos cómo está pasando el tiempo en el mundo real. Tú reduces la velocidad, yo la acelero.
—Quizá podamos compensarlo.
—Tal vez. —¿Habría pasado suficiente tiempo para que Barrons viviera de nuevo? ¿Estaría esperándome frente al espejo? ¿O habría pasado tanto tiempo que se habría rendido y había decidido ocuparse de otra cosa?
Lo sabría en unos pocos minutos.
—No respira —dijo él.
—Tampoco nosotros —dije secamente.
—Pero creo que está viva. Puedo… sentirla.
—Bien. La necesitamos. Por aquí —dije.
Momentos después entré en la cómoda oscuridad del tocador del rey unseelie, donde el oscuro creador de la Corte de las Sombras había descansado —nunca dormía—, follado y soñado.
Jericho no estaba muerto al otro lado del espejo y tampoco me estaba esperando. Supuse que significaba que llevaba ausente mucho tiempo, bueno, según lo contaban los seres humanos.
Christian me lo hacía fácil.
No podía pedir más.
La recostó en la cama del rey, cerca del Espejo y la cubrió con pieles.
—Está muy fría. Tienes que darte prisa, Mac. Tenemos que entrar en calor. En mis viajes oí que durante la batalla entre el rey y la reina originales, algunos de los seelie estuvieron cautivos antes de que se levantaran los muros de la prisión. Los unseelie pensaban torturarlos toda la eternidad pero las leyendas cuentan que los prisioneros seelie murieron porque este lugar es la antítesis de todo lo que son y drenó la esencia misma de sus vidas. —Me lanzó una mirada severa—. Creo que alguien trajo a la reina seelie aquí, la puso en ese ataúd y la abandonó para que muriera lentamente. El tío Cian me dijo que ella no estaba realmente allí cuando vino a verlo: era una proyección de sí misma. Como si estuviera atrapada en algún lugar y concentrara todos sus esfuerzos y energía en enviar una visión de sí misma para apartar los acontecimientos de alrededor y que pudiéramos salvarla cuando llegara el momento adecuado. Alguien quería venganza. Creo que lleva aquí muchísimo tiempo.
Y V’lane parecía el sospechoso principal, teniendo en cuenta que me había estado mintiendo desde el primer día acerca de dónde estaba ella. ¿Pero cómo podía ser esto? Para empezar, ¿por qué tendría V’lane a esta mujer? ¿Cómo había acabado ella en la corte seelie?
La verdad era que me encontraba entre tantas mentiras —algunas de ellas de cientos de miles de años— que no sabía por dónde empezar a desenredarlas. Si tiraba de alguna cuerda, entonces otras se enredarían, y no le veía mucho sentido a desenmarañarlas ahora.
Lo único que podía hacer era lo que tenía que hacerse. Sacarlos a ambos de aquí y cuanto antes mejor. Sobre todo a ella. No porque fuera la reina sino porque la leyenda de Christian resonaba en mi cabeza y sabía que tenía que ser cierta. Aquí un seelie podía sobrevivir en un espacio finito de tiempo. Dudaba de que un humano sobreviviera a la mitad de eso. Y no estaba realmente segura de qué era ella de verdad.
Estaba peligrosamente débil. La persona que yacía en la cama apenas levantaba las sábanas de lo pequeña que era. Los mechones de cabello plateado envolvían un cuerpo que se había deteriorado hasta adquirir las formas de un niño delgado sin desarrollar. Mis sueños me habían tratado de advertir. Había esperado demasiado tiempo. Casi había sido demasiado tarde.
—Mira eso —exclamé, señalando la parte lejana de la cama—. ¿Qué es eso en la puerta? Creo que he visto esos símbolos antes.
Él llegó al otro lado de la habitación antes de que su sexto sentido le hiciera girar la cabeza. Lo sé, porque yo también miré por encima del hombro.
Era demasiado tarde.
Yo ya la había cogido en brazos y me estaba introduciendo en el Espejo. Era extrañamente ligera, como si hubiera cambiado su forma física para contener la energía de la que estaba hecha y, mientras se evaporaba su esencia de vida también lo hacía la forma física que la conformaba. ¿Estaba a tiempo de salvarla?
Sabía lo que él estaba pensando.
La traidora era yo.
Intentaba terminar el trabajo de matar a la reina al forzarla a pasar a través de un espejo por el que solo el rey y su concubina podían pasar. Un espejo que mataba cualquier otra vida, incluyendo la fae.
Pero no era así.
No trataba de matar a la reina. Sabía que no moriría. Sabía que ella podía pasar a través del espejo. Porque la mujer en mis brazos no era Aoibheal, la reina fae.
Era la concubina.