Rubias estrechamente vigiladas
El famoso mercader del miedo se había arrellanado en un costoso sillón orejero hecho a medida para su notable tamaño. En aquel momento de su carrera se parecía al abuelo de E.T. Tenía la cabeza pegada al ocular de un poderoso telescopio, sostenido por un trípode, que asomaba por una ventana a la suave noche de Laurel Canyon.
A un kilómetro y medio de distancia, la alcoba estaba profusamente iluminada. Ninguna cortina, corrida o no, obstaculizaba la visión. La persiana estaba subida. La futura Lady Bondad de Monaco se encontraba a punto de realizar la única importante acción de caridad de toda su encantadora vida.
Lenta, pensativamente, como quien regresa a casa tras una noche en la ciudad, Grace Kelly se desnudaba. Primero el sombrero, luego los guantes. Los tirantes del vestido de noche le resbalaron por los blancos hombros, permitiendo que el sensual crépe de Chine cayera al suelo. Había que desabrochar el sostén. Las últimas en caer fueron las braguitas de encaje francés.
Al otro lado del valle en sombras, «Cocky» (mote que, de vuelta a Inglaterra, le habían dado al obeso sus compañeros de colegio) se mostró a la altura de las circunstancias.
La escopofilia —gratificación del deseo sexual por medio de la mirada oculta— es el más limpio de los vicios. El escopófilo se mantiene a salvo de los peligros del contagio carnal, de los gérmenes y de las deplorables escenas que suele causar el rechazo. Vinculada como estaba ella a él sólo por las pulidas lentes ópticas por encima del abismo, la hermosa ex modelo de Filadelfia, glacialmente rubia, había consentido complacer al mirón de Al sólo por esa vez. Todo terminaría en unos escasos cinco minutos, al apagar ella las luces.