EL BANQUERO JOSEPH PATRICK KENNEDY fue la contribución bostoniana a la historia de Hollywood en forma de cortina de encaje irlandesa, gracias a su arrolladora conducta con Miss Gloria Swanson, Estrella, otra pendenciera irlandesa. La lista de personajes de este drama de sexo y dinero alcanzó también a Rose, la esposa de Joe, toda una santa, y a una recua de hijos, algunos de los cuales alcanzarían la fama y muchos caerían víctimas de alguna tragedia.
El carácter de Joe Kennedy fue claro desde el inicio: exento del espíritu deportivo propio de un caballero, Joe era un rudo competidor que amaba la victoria y odiaba perder. Los Kennedy acabarían por vencer: todo cuanto él no pudo hacer por sí mismo acabaría por conseguirlo su ejército de vástagos. Es por eso por lo que los había tenido. «¡A por ello!» fue el lema de Big Joe durante toda su vida.
La libreta de calificaciones de Joe en la Boston Latin, su escuela primaria, predecía que el muchacho haría carrera «de manera harto tortuosa». La predicción puede considerarse visionaria, si pueden considerarse tortuosos los caminos que pasan por Wall Street, el contrabando de whisky escocés y Gloria Swanson de Hollywood.
En Harvard, Joe aplicó su lema «¡A por ello!» al reto deportivo. En un abrir y cerrar de ojos fue capitán del equipo de béisbol y lo llevó a la victoria. Y, como todo lo que tocó, el deporte le proporcionó valiosas enseñanzas para su futura carrera. «Recuérdalo», le gustaba repetir, «si no puedes ser capitán, mejor no juegues».
Una vez graduado en Harvard y poseedor de algunos ahorros, decidió que a los treinta y cinco sería millonario y se salió con la suya.
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Cómo, no importa; se salió con la suya.
A los veinticinco era el presidente de banco más joven de Boston. «Ser joven no es ningún delito», comentaba. Joe Kennedy actuaba como un lobo solitario, alerta a los rumores de Wall Street, atento a los chismes que aportaran información aprovechable, y al mismo tiempo reservado con respecto a sus propios negocios. Con el advenimiento de esa Gran Chifladura que fue la Enmienda Decimoctava, su buen sentido irlandés le llevó a presentir que el ingenio humano burlaría muy pronto aquella estúpida legislación. Poco después, barcos clandestinos cargados del mejor whisky irlandés o escocés y el más codiciado champán de Francia cruzaban el «Charco» rumbo a los depósitos secretos de Kennedy en ambas costas. Ese «pequeño juego» rindió copiosos beneficios: Joe Kennedy, fundador de una dinastía, fue durante los años veinte el máximo contacto del tráfico de alcohol en Hollywood: el gran jefe de los licoristas. Y así, los escasos millones invertidos en el tráfico ilegal se transformaron en una fortuna familiar multimillonaria cimentada en una bebida que sigue fluyendo aún hoy.
Sin embargo, Kennedy no era un jugador. Él mismo analizaba la diferencia entre el juego y la especulación: «La motivación principal de la mayoría de los jugadores es la excitación. Los jugadores quieren ganar, pero la mayoría obtiene placer incluso si pierde. En cambio, la fuerza motora de la especulación es, más que la excitación, el deseo de ganar». Joe sólo se sentía feliz sentado en un trono al pie de un Arco del Triunfo.
Uno de los amigos de Kennedy era un banquero de una pequeña ciudad que había invertido 120.000 dólares en una película —The miracle man— con Lon Chaney y obtenido tres millones. A Joe le pareció que Hollywood era una pera madura que había que recoger. Su primer gambito en los dominios de la Pantalla Plateada fue la adquisición de una cadena de treinta y seis cines en Nueva Inglaterra. Pero su ambición no se detuvo en los confines de las trece colonias. Kennedy planeaba hacerse con salas de cine en todo el país: las cadenas Balaban and Katz en el Midwest serían suyas no bien encontrara su talón de Aquiles. Alex Pantages, ese analfabeto campesino griego con sus fantásticos palacios cinematográficos en la Costa Oeste, también estaba a punto para la cosecha. Bastaba con detectar el punto débil… ¡y lanzarse hacia la yugular!