Aunque los productos de la FBO eran populares en las pequeñas ciudades, aún no habían triunfado en los grandes mercados urbanos y en sus correspondientes taquillas. Kennedy fue a ver a «Roxy» Samuel L. Rothafel. Dos de los titanes de las finanzas se miraron a los ojos:
—Intenta un Fred Thomson —espoleó Joe.
Roxy vaciló, su público quería mucha «carne y el diablo», mas no precisamente carne de caballo.
—No te costará nada —deslizó Joe, y se apuntó el tanto.
Cuando se demostró que The sunset legion, un western de Thomson, era un éxito en la fabulosa «Catedral del Cine» de Roxy, Joe pudo permitirse observar con desdén:
—Roxy no conocía a su propio público. Ahora no pone otra cosa que películas de vaqueros.
La siguiente evidencia del olfato de Kennedy para el espectáculo tuvo que ver con Red Grange, el célebre «Jinete Fantasma» del equipo de fútbol de la Universidad de Illinois, más tarde un ídolo como profesional. Grange había proclamado a los cuatro vientos que estaba dispuesto a entrar en el mundo del cine, pero, uno tras otro, los estudios lo habían rechazado. Kennedy se dirigió a su público potencial favorito y le planteó la pregunta: «¿Os gustaría ver a Red Grange en la pantalla?». Sus hijos Joe y Jack exclamaron al instante una respuesta afirmativa. Grange desempeñó el papel estelar en One minute to play y, dirigida con habilidad por Sam Wood, la película rindió cuantiosos beneficios.
Como sabrán mis queridos y devotos lectores tras haberse internado en las páginas de mi anterior volumen, no todo fue coser y cantar en la fábrica de sueños en los años veinte. Tras una serie de desagradables escándalos, Hollywood era, a los ojos de media América, una auténtica Babilonia moderna con Sodoma por suburbio. Los magnates se dispusieron a limpiar la casa elevando a Will Hays, ex inspector general de correos de Harding, a la categoría de «zar» del maquillaje moral del cine.
En un intento de adecentar la fachada de Hollywood, Kennedy puso en marcha la idea de enviar a un grupo de hombres prominentes de Tinseltown a dar conferencias en la Escuela de Finanzas de Harvard. Harvard los esperaba; los conferenciantes partieron. Es una vergüenza que no hayan quedado grabaciones de sus charlas: hoy no tendrían precio. Los conferenciantes eran prácticamente analfabetos y, en todo caso, la mayoría no tenía estudios superiores.
Kennedy absorbió el imperio teatral del viejo E.F. Albee ofreciéndole por el circuito de salas de vodevil un precio que el anciano no podía rechazar. En el momento de la transacción, las acciones del circuito Keith-Albee Orpheum se vendían a 10 dólares; dos semanas después valían 50. Una vez más, el mágico toque Kennedy. (Tiempo más tarde, al cabo de nuevas e inspiradas anexiones, la sigla RKO acabaría por asentarse como marca distintiva de un famoso estudio de prestigio).
Entretanto, la Swanson, la más glamorosa de las reinas del cine, regresaba a Hollywood tras una encopetada temporada en Francia, donde había filmado Madame Sans Gêne en escenarios naturales. Cuando volvió, provista de su fabuloso nuevo título, marquesa de la Falaise de la Coudraye, Gloria envió a la Paramount una nota con instrucciones: «Se ruega preparar ovación». Kennedy y la marquesa Gloria se encontraron pues bajo un arco de flores entre una muchedumbre de «ovacionadores». Fue como un detonante químico: la atracción de los opuestos, alto y baja. Kennedy quedó encantado con la diminuta criatura; Gloria tendió sus redes. La vamp agitó sus párpados en abanico y arrulló: «Joe, eres el mejor actor de Hollywood».
Gloria «presentada» por Joseph P. Kennedy
Se hicieron amantes, y su relación quedó sazonada por la existencia de un lugar secreto para los encuentros horizontales del ilícito asunto. Kennedy, embadurnado en lujuria, perdió el olfato para los negocios entre las púrpuras sábanas de satén de su nido de amor en Hollywood Hills. Se dedicó a financiar películas independientes para su amante bajo el vanidoso rótulo de Gloria Productions, Inc. Gloria no tardaría en conocer el precio de la presunción. El Reloj del Castigo aceleraba el ritmo de su compás.
La más atrevida producción de la pareja debía titularse El pantano. Esas tentadoras arenas movedizas serían dirigidas por Erich von Stroheim, genio indiscutido pero errático. Su método para hacer películas consistía en exponer kilómetros de película, improvisando sobre la marcha y sin recato alguno en las escenas de tipo sexual. En El pantano contaba la historia de una muchacha criada en un convento que hereda una red de burdeles africanos. La escena culminante debía mostrar a la antigua inocente irlandesita, convertida en próspera alcahueta, atendida para los últimos ritos en su lecho de muerte por un giboso joven sacerdote. El gancho consistía en una intensa atmósfera de necrofilia.
Gloria aprendió lo que significa estar aterrada: «Von» cambiaba el guión día tras día, truco mediante el cual esperaba atraparla en un punto en el cual la producción no pudiera dar marcha atrás. No es que el film fuese «verde»; simplemente que, en 1928, era improyectable.
Gloria telefoneó a su amante en Nueva York: «Joe, ¡el hombre que dirige esto es un lunático!». El católico Kennedy también estaba aterrado; sabía muy bien que el zar Hays no dejaría pasar aquel ramillete de dioneas afrodisíacas. Despidieron al genio von Stroheim. Kennedy se presentó en Tinseltown y, con la ayuda de su asustada amante, hizo lo posible por salvar el pastel. Ante todo cambió el título del film: pasó a llamarse La reina Kelly (¡aunque la majestad de la dama consistía en reinar sobre una cadena de lupanares!). La chapucesca e inconclusa película nunca se exhibió en los Estados Unidos; Kennedy vio cómo 800 de los grandes —una enormidad de dinero en 1928— se iban por el desagüe.
Era la primera vez que una gran operación le salía mal; lo tomó como suelen tomarlo los malos perdedores, y durante varias semanas estuvo de un humor de perros. Durante este mal rato Gloria perdió buena parte de la fascinación que ejercía sobre él. La flor empezaba a marchitarse. Aunque apoyara a su amante en su primer film sonoro y musical, The trespasser (1929), y en ese engendro Art Decó de 1930 titulado What a widow!, tuvo lugar una amarga ruptura y Gloria acusó a Joe de haberle dejado con una montaña de cuentas impagadas.
Otra presentación de Kennedy
Echando a Gloria y El pantano en el olvido, Kennedy puso manos a la obra de un inicuo proyecto financiero. Se dedicó a destruir la reputación de Alex Pantages, con el fin de caer sobre él y apoderar se de la cadena de cines Pantages.
Al demonio Joe Kennedy le quedaba una última broma por gastar, esta vez sobre el propio Kennedy. Se retira Gloria Swanson, vestida de satén negro; entra Eunice Pringle, vestida de satén rojo. Miss Pringle, de diecisiete años, fue enviada al Pantages Theater, aunque no con la misión de ver una película. Acusó a Pantages de haberla violentado sexualmente en su teatro durante una entrevista laboral. Un jurado declaró un día a Pantages inocente.
Fracasado su satánico plan, Kennedy abandonó el mundo del cine. El último refugio de los bribones es la política.