Lo confieso: al haber nacido en Tinseltown, mi hobby de pequeño consistió en visitar cementerios en busca de los lugares de reposo de mis héroes, aquéllos que en los años veinte habían sido fabulosos rostros de Hollywood y luego habían «pasado a mejor vida». La costumbre de emplear tan discreto eufemismo provenía de mi abuela, y yo no tenía a mano ninguno mejor. Como la abuela, durante mucho tiempo me negué a creer en la muerte. Lo que existía era apenas una transición, un efecto especial en fundido, y yo estaba realmente convencido de que, cuando más adelante me llegara el momento, podría por fin conocer a Mabel Normand, Barbara La Marr y Rodolfo Valentino. A mí no me verían asaltarlos con la libreta de autógrafos en la mano. ¡No, señor! Eso era para la chusma de Venice y Redondo High. Yo estaba firmemente decidido a acercarme a mis ídolos —Mabel, Barbara y Rudy— en pie de igualdad. ¡Al fin y al cabo también había actuado en una película! Si no como estrella principal —distinción que resigné a favor de Mickey Rooney (Puck Forever)—, al menos como pequeño y honrado figurante. Y estaba orgulloso de mi interpretación del Príncipe Traicionado en Sueño de una noche de verano.
![](/epubstore/A/K-Anger/Hollywood-Babilonia-2/OEBPS/Images/10.jpg)
Mabel Normand: sombra y sustancia
![](/epubstore/A/K-Anger/Hollywood-Babilonia-2/OEBPS/Images/11.jpg)
Barbara La Marr: llamando desde el Más Allá
Cuando al fin encontré la tumba de Valentino, se reveló decepcionante. No tenía nada de especial; en absoluto se parecía al pastel de bodas de mármol que Pola Negri había prometido erigir en una entrevista concedida a «Photo-play». Apenas un nicho en el muro, con dos floreros dignos de una limusina anticuada, y el nombre completo de Rudy grabado en bronce. Sin embargo, yo volvía a aquel lugar una y otra vez. Eran visitas fascinantes; no se veía a nadie más. Tenía a Rudy para mí solo.