QUINCE
QUINCE
Genevieve se lanzó hacia Rudiger y colisionó con él al tiempo que lo rodeaba con los brazos y apartaba a un lado el mortífero cuerno.
Juntos, atravesaron la cortina de agua.
Ella lo sujetó con fuerza mientras se hundían en las profundidades del lago que había en el fondo de la Falla de Khorne. Bajo la superficie reinaba el silencio, pues todo sonido quedaba amortiguado.
Ella podía permanecer sumergida durante más tiempo que el conde.
Podía ahogarlo, pero él forcejeaba y se resistía.
Bajo el agua era fuerte y la estaba empujando cada vez más lejos de sí. Genevieve sintió que la punta del cuerno le raspaba un muslo, y la plata le escoció como si un gusano látigo se alimentara dentro de la herida.
Ambos rompieron la superficie, y el ruido resultó insoportable. Rudiger estaba gritando y el agua caía con estruendo en torno a ella.
Estaba rodeada por su propia sangre.
Rudiger se sumergió y ella vio cómo sus botas pateaban fuera del agua al descender. Se impulsó con los pies dentro del agua al tiempo que remaba con los brazos.
Rudiger emergió con el cuerno sujeto con ambas manos como si fuese un mandoble, con la punta dirigida hacia ella.
Genevieve se impulsó con las piernas y se contorsionó para esquivarlo, y el cuerno se hundió en el agua, que no ofreció ninguna resistencia.
Cerró un puño y golpeó a Rudiger en un costado, sintiendo, aunque no oyendo, cómo se le hundían las costillas. Él se volvió como un pez herido y le lanzó una estocada que la obligó a retroceder. Una ola chocó contra ella, y tuvo que recobrar el equilibrio. El cuerno volvió a descender y Genevieve nadó hacia atrás.
Halló roca detrás de sí, y la cascada la empujó hacia abajo. Con lentitud, creyéndola inmovilizada, Rudiger se le acercó con el cuerno dirigido hacia su corazón.
—Muere, perra vampiro —gruñó.
El cuerno se le vino encima, y ella se dejó hundir por el ímpetu del agua que caía.
El cuerno chocó contra la roca; Genevieve adelantó velozmente una mano y cogió a Rudiger por el cuello, sintiendo la hirsuta barba mojada bajo los dedos.
El cuerno se partió y ella lanzó todo el peso de su cuerpo contra el conde.
Se estrelló contra él, que perdió el fragmento de cuerno que le quedaba y manoteó para cogerla por el cabello, que ahora estaba suelto debido a que había perdido la gorra.
Genevieve hizo caso omiso del dolor que sintió en el cuero cabelludo al tironear Rudiger de su pelo. Lo tenía debajo, y mientras nadaba hacia la embocadura del desagüe de lago, no dejaba de empujar al conde bajo la superficie. Él tragaba agua gélida, se atragantaba y dejaba escapar burbujas de aire.
Ahora tenía una roca dura bajo los pies, y arrastró al conde sobre ella.
En el borde de la Falla de Khorne el agua fluía formando un arroyo donde había terreno firme que ella podía alcanzar.
Los colmillos eran puntos dolorosos en su boca, y volvió a sentir la cólera roja.
Podía oír los latidos del corazón del conde, sentir cómo la sangre latía en su garganta. Sus uñas se habían clavado en el cuello del hombre, que ahora sangraba.
La cascada había labrado en la roca una depresión con forma de cuenco, y en el extremo del desagüe del lago había un reborde que casi rompía la superficie del agua.
Genevieve estrelló a Rudiger contra ese reborde y le partió la columna.
Se puso de pie con la ropa chorreando agua, y miró a su presa.
El conde aún pataleaba, pero ya no podía hacerle daño. El arco y la aljaba del hombre habían sido arrastrados por el agua y flotaban corriente abajo. Su cuchillo estaba en el fondo del lago. El trofeo de marfil de su abuelo estaba partido y perdido. Él ya no tenía capacidad de lucha.
Detrás de ella, Doremus emergió del agua.
Genevieve sentía la necesidad en la garganta, el corazón, el estómago y la entrepierna.
Cayó sobre el conde como una bestia, rozándole las heridas del cuello con la boca y atravesándole la piel, clavándole los afilados colmillos en las venas.
La sangre, fría como el hielo a causa del agua que fluía alrededor del hombre, manó dentro de su boca y ella la bebió con avidez.
Esto no era amor, era rapacidad.
Bebió largamente hasta secar las heridas, abriendo otras nuevas y succionándolas también. Rasgó la ropa del conde y desgarró su carne. Sintió cómo se encogía dentro de ella y olfateó sus pasiones a medida que se extinguían, se lo tragaban entero y lo digerían completamente.
Oyó que el corazón de él aminoraba los latidos hasta detenerse, sintió cómo se colapsaban sus pulmones llenos de agua, percibió cómo se enlentecía su sangre…
Al instante, la sangre muerta fluyó a su boca con sabor a ceniza. La escupió y se puso de pie.
El conde Rudiger von Unheimlich estaba fuera del alcance de las propiedades curativas de las aguas de la Falla de Khorne.
En la orilla del arroyo estaba de pie la yegua de unicornio con los ojos color ámbar clavados en la depredadora.
Genevieve sintió cómo la última sangre de Rudiger pasaba por su corazón, y atravesó el agua haciéndola ondear con las rodillas. La yegua la esperó.
Tras salir de la corriente, avanzó hasta el unicornio. Las dos sabían que la cacería había acabado.
Rodeó el cuello de la yegua con los brazos y apoyó su cabeza en la del unicornio, sintiendo cómo se erizaba el pelaje contra su mejilla.
Percibió que la yegua era tan vieja como ella y que ya había conocido a su último semental, que ésta era la última cacería…
Al mirar los ojos de la yegua, Genevieve supo que todo debía acabar. Con un movimiento brusco, hizo girar la cabeza del animal y oyó que el cuello se le partía; sonó como la detonación de una pistola.
La vieja yegua cayó de rodillas y murió plácidamente. Había una recompensa final.
Aferró el cuerno sintiendo el desagradable escozor de sus hilos de plata, y lo arrancó de la frente de la yegua. Se desprendió con la misma facilidad con que una fruta madura se suelta de la rama.
La cólera roja la abandonó como una nube pasajera.