CUATRO
CUATRO
Detlef llego al teatro a media tarde, tras dejar a Genevieve durmiendo en las habitaciones que tenían al otro lado de la calle del Templo. El resto de los miembros de la compañía ya se encontraban allí, absortos en las críticas publicadas. El Altdorf Spieler, que se jactaba de una tirada de cientos de ejemplares, se mostraba estridentemente partidario de La extraña historia del doctor Zhiekhill y el señor Chaida, y la mayoría de las publicaciones menores seguían la línea del mismo. Félix Hubermann escogía frases para pegarlas sobre los carteles, al tiempo que susurraba observaciones superlativas para sí mismo mientras las subrayaba: «cautivante… potente… provocadora…, escalofriante… conmocionante… continuará y continuará…»
Guglielmo informó que estaban agotadas todas las localidades de los próximos dos meses, y que ya se habían hecho muchas reservas para los meses siguientes. El teatro Vargd Breughel tenía otro éxito en cartelera. Sobre el escenario, Poppa Fritz, portero de la entrada de artistas y toda una institución en el teatro, estaba de rodillas y frotaba la alfombra para intentar quitarle una mancha de sangre, de la cual Detlef había hecho preparar cubos y más cubos en previsión de que la obra se representaría durante una larga temporada. Cuando había reventado la vejiga de sangre que ocultaba en el guantelete al golpear a Eva Savinien, todo el público se había sentido conmocionado. Recordó la ráfaga de sensaciones que experimentó en aquel momento, como si su propio señor Chaida estuviera dominándolo, alentándolo a disfrutar de horrores que escapaban a su imaginación.
Al entrar en la sala de ensayos, tanto el personal del teatro como los integrantes de la compañía estallaron en aplausos de felicitación. Detlef hizo una reverencia para aceptar aquel elogio que era el más significativo para él, y luego interrumpió en seco los vítores al sacar un rollo de pergamino con «unas cuantas notas más…»
Cuando concluyó y la muchacha que hacía el papel de la hija del posadero hubo dejado de llorar, estuvo preparado para considerar los asuntos comerciales que Guglielmo Pentangeli expuso ante él. Señaló unos cuantos documentos y contratos entre los que había una carta de agradecimiento al emperador por continuar patrocinando el Vargr Breughel.
—¿Te hace daño? —preguntó Guglielmo.
—¿Si me hace daño qué?
—El cuello. Te has estado rascando.
Era algo que se le había convertido en un hábito inconsciente. Los mordiscos no eran dolorosos, pero a veces le picaban. En ocasiones se sentía cansado y sin fuerzas después de que Genevieve bebiera su sangre. No obstante, esa noche se sentía renovado, ansioso porque llegara la hora de la representación.
—¿Sabías que el canciller ha condenado la obra? Y en los términos más enérgicos.
—Eso dijo anoche.
—Está publicado en el Spieler, mira.
Detlef posó los ojos sobre una columna de letra gruesa. Mornan Tybalt calificaba de obscenidad La extraña historia del doctor Zhiekhill y el señor Chaida, y pedía que fuese prohibida. Al parecer; los horrores de la obra eran una invitación para que los débiles mentales la imitasen.
Tybalt citaba los tumultos del impuesto del pulgar, la Bestia y el Halcón de Guerra como resultados lógicos de un teatro que se ocupaba exclusivamente de lo oscuro y depravado, lo violento y lo vil.
Detlef profirió un bufido de risa.
—Pensaba que esos tumultos eran el resultado lógico de un impuesto estúpido que había inventado el propio Tybalt.
—Todavía es un hombre poderoso en la corte.
—No es probable que prohíban la obra, no con el príncipe Luitpold de nuestro lado.
—Sé cauteloso, Detlef —le aconsejó Guglielmo—. No te fíes de los mecenas, recuerda…
Recordaba. Detlef y Guglielmo se habían conocido en la prisión para morosos, después de que él se viera abandonado por un mecenas anterior. Tras el Alcázar de Mundsen, todo parecía una farsa poco convincente. A veces estaba seguro de que el telón caería y él despertaría de nuevo en su celda junto con los otros morosos malolientes y sin esperanza de lograr la libertad.
Incluso una muerte terrible a manos de Drachenfels habría sido preferible a pasar la vida consumiéndose en la oscuridad.
—Haz que el comentario de Tybalt se grabe en un panel y que lo cuelguen en el exterior del teatro junto con todas las buenas críticas. Nada hace que las colas se alarguen tanto como el hecho de que algo sea prohibido. Recuerda los llenos que se lograron después de que el Lector de Sigmar intentara hacer prohibir la obra Seducido por Slaanesh o Las funestas lujurias de Diogo Briesach, de Bruno Malvoisin.
Guglielmo se echó a reír.
—El Demonio de la Trampilla está de nuestro lado, ya lo sabes —declaró Detlef—. Estoy seguro de ello.
—Han limpiado el palco siete.
—Y…
—La comida ya no estaba, por supuesto —añadió Guglielmo con un encogimiento de hombros.
—Como siempre.
Se trataba de un chiste recurrente entre ellos. Guglielmo afirmaba que los que limpiaban el teatro se llevaban las ofrendas para sus familias, y que deberían permitirle vender entradas para el palco siete. Era sólo una cuestión de cinco localidades más, pero se trataba de las más caras potencialmente. Guglielmo, como todos los antiguos morosos, conocía el valor de una corona y a menudo mencionaba lo mucho que el Vargr Breughel perdía por no ocupar el palco siete.
—¿Alguna otra señal de visitas espectrales?
—Ese peculiar olor, Detlef. Y una sustancia viscosa —exclamó Detlef, encantado—. Ya ves.
—Muchos lugares huelen raro, y en esta ciudad resulta fácil encontrar cosas viscosas. Con una buena fumigación y unos cuantos muebles, el palco quedaría como nuevo.
—Necesitamos a nuestro espectral protector, Guglielmo.
—Tal vez.
El Demonio de la Trampilla oyó cómo Detlef y Guglielmo discutían acerca de él, y le resultó divertido. Sabía que el actor y director sólo fingía creer en él, como una pose. No obstante, entre ellos existía una verdadera afinidad. En otros tiempos, años atrás, el fantasma también había sido dramaturgo, y le conmovía que Detlef recordara sus obras. Eran pocos quienes lo hacían.
Desde el espacio que ocupaba tras las paredes lo observaba todo a través de los orificios disimulados en las volutas de un armario alto que nadie abría nunca. Había orificios ocultos por todo el teatro, así como pasadizos detrás de todas las paredes. El teatro había sido construido en una época en que el emperador reinante perseguía y patrocinaba alternativamente a los actores, quienes se vieron en la necesidad de incorporar al edificio múltiples vías de escape. Los actores que no lograban complacerlo, podían huir sin encontrarse con los alabarderos del emperador, que tenían reputación de ser los críticos teatrales más duros de la ciudad.
Varios actores se habían perdido en los túneles, y el fantasma había encontrado sus esqueletos, aún ataviados con el traje de escena, tendidos en los rincones de las catacumbas del teatro.
* * *
Aquella tarde no había ensayo formal. Todos se sentían exaltados por la noche anterior y ansiosos por repetir la actuación durante esa velada. La prueba de fuego de un éxito teatral era la segunda noche, como bien sabía el Demonio de la Trampilla. A veces la magia puede producirse una sola vez y no repetirse jamás. A partir de ahora, la compañía de la extraña historia del doctor Zhiekhill y el señor Chaida tenía que esforzarse para estar a la altura de su reputación.
Poppa Fritz, que hacía casi tanto tiempo que estaba en el teatro como el fantasma, repartió tazas de café y coqueteó con muchachas del coro. Si alguien era responsable de que perdurara la leyenda del Demonio de la Trampilla, ése era Poppa Fritz. El portero de la entrada de artistas se había encontrado con él en más de una ocasión, por lo general cuando iba bebido, y siempre bordaba y adornaba los incidentes al relatarlos.
Según Poppa Fritz, el fantasma medía seis metros de altura, relumbraba en la oscuridad, tenía brillantes calaveras rojas en las pupilas y llevaba una capa tejida con los cabellos de las actrices que había asesinado.
Detlef hizo lo que habría hecho el Demonio de la Trampilla, y se concentró en Illona Horvathy y Eva Savinien. Tenían pocas escenas en las que actuaran juntas, pero el contraste entre ellas era de vital importancia para la obra, y la noche anterior Eva había eclipsado a Illona en detrimento de la obra. El truco residía en elevar a una de ellas sin hacer descender a la otra.
Illona no estaba de buen humor pero lo intentó con ahínco, escuchando atentamente las instrucciones de Detlef y siguiéndolas al pie de la letra. Era plenamente consciente de su situación. Tras haber tenido gemelos hacía unos años, luchaba sin descanso para conservar la figura. La noche anterior tuvo que darse cuenta de que en la próxima producción del Vargr Breughel, Eva Savinien sería la protagonista y ella haría el papel de la madre de alguien. Reinhardt Jessner, que se encontraba cerca sólo para leer sus frases, le prestaba apoyo a su esposa pero tenía buen cuidado de no interponerse en el camino del director.
Eva, de todos modos, era calladamente firme y demostraba albergar una determinación de acero en su cuerpo cimbreño. Gracias al papel de Nita podría pasar de hacer papeles de ingenua a estrella, y se mostraba aún más cuidadosa que Illona. No era exactamente una coqueta, pero sabía cómo halagar sin que lo pareciera, cómo congraciarse sin parecer zalamera, cómo promocionarse sin mostrar ni una pizca de ambición. Al final, Eva sería una gran estrella, una presencia extraordinaria. El Demonio de la Trampilla se había dado cuenta de eso desde el principio, cuando ella había realizado una breve intervención como bailarina en La traición de Oswald. Desde entonces, había madurado internamente. Él se sentía orgulloso de los logros de la joven, pero lo asaltaban también inquietantes dudas.
En ese preciso momento, mientras Illona y Detlef estaban representando la escena en la que Sonja conoce a Chaida y se siente atraída hacia él, Eva se había sentado sobre una mesa y se rodeaba las rodillas con los brazos mientras observaba atentamente, y Reinhardt Jessner estaba pegado a ella, masajeándole un músculo dolorido que tenía en la espalda.
Antes de escalar la montaña hay que conquistar el pie de la misma, y corría el rumor de que Eva seduciría a Reinhardt para quitárselo a Illona, antes de dedicarse a Detlef. El Demonio de la Trampilla no concedía crédito a este rumor porque conocía mejor a la muchacha, la comprendía más sutilmente. Eva no tendría vida personal hasta que no hubiese consolidado su posición profesional.
Luego Detlef se puso a trabajar con Eva para volver a representar la discusión final entre ambos, y le sonreía con expresión alentadora siempre que no le estaba escupiendo frases llenas de odio. Cuando el diálogo entre ambos hubo concluido, Detlef le dio a Eva un leve toquecito en la cabeza y ella cayó como si le hubieran asestado un tremendo golpe. La compañía aplaudió y Reinhardt la ayudó a levantarse. El fantasma vio que Illona observaba atentamente a su esposo y se mordía un costado del labio inferior. Eva, sin mostrarse cruel ni alentarlo, apartó a Reinhardt y dedicó su atención a lo que Detlef le comentaba acerca de su actuación, asintiendo ante sus observaciones y asimilándolas.
El Demonio de la Trampilla se dio cuenta de que no había juzgado mal a Eva Savinien. La muchacha no tenía necesidad de conceder sus favores a nadie. Avanzaría sólo mediante su talento. Y sin embargo, a pesar del afecto que le inspiraba, no podía evitar darse cuenta de que había en ella algo escalofriante. Al igual que sucedía con algunos grandes actores, podía no haber una persona real dentro de los papeles encarnaba.
—Muy bien —concluyó Detlef—. Estoy contento. Salgamos ahí fuera esta noche, y matémoslos.