DOS
DOS
Puta vampiro.
A Genevieve la habían llamado cosas peores.
Pero si de verdad no hubiese querido matar al conde Rudiger von Unheimlich, habría sido de gran ayuda que aquel hombre no fuese un bastardo tan descomunal.
Tras haber pasado tres días en el refugio de caza de von Unheimlich, Genevieve debía reconocer que el conde parecía encarnar todos los vicios que el príncipe Kloszowski afirmaba que eran endémicos de la aristocracia.
Trataba a su hijo como si fuera un perro quebrantado, a su amante como a una sirvienta tonta, y a sus sirvientes igual que si fueran el helado mantillo de hojas muertas que tanto tiempo tenían que pasar raspando ellos de las suelas de las muy lustrosas botas de caza de su señor. Con el ensortijado pelo cortado casi al cero, típico de los nobles de aquella región septentrional del Imperio, y el surtido de cicatrices supuestamente fascinantes que tenía por toda la cara y los brazos —y presumiblemente por el resto del cuerpo—, parecía una estatua de granito castigada por los elementos que en otros tiempos había representado a un apuesto joven, pero ahora necesitaba ser reemplazada.
Y asesinaba por deporte.
A lo largo de su vida, Genevieve había conocido personas que merecían con creces que las mataran. Dado que su vida abarcaba seiscientos sesenta y nueve años, la mayoría de ellos ya habían muerto de modo violento, a causa de enfermedades o de viejos. A algunos los había matado con sus propias manos.
Pero no era una asesina a sueldo. Con independencia de lo que pensara Mornan Tybalt mientras estaba sentado en el palacio imperial de Altdorf, manejando a las personas que lo rodeaban como si fueran piezas de ajedrez, y tirando de los hilos de sus muchas marionetas.
Marioneta era una nueva entrada para su colección de profesiones. ¿Y asesina?
Tal vez le habrían ido mejor las cosas si se hubiese quedado con el pobre Detlef. Habrían pasado algunos años antes de que la edad lo venciera y la dejara varada en su eterna juventud, acompañando a otro amante convertido en abuelo por la vejez, durante los últimos años de vida.
Incluso aún sentía mucho afecto por él.
Pero había dejado a Detlef en Altdorf. De viaje hacia Tilea, se había visto atrapada en las intrigas de los Udolpho, de las que había logrado desenredarse gracias a la intervención de Aleksandr Kloszowski. Luego había acompañado al revolucionario y a la amante que éste tenía en ese momento, de vuelta al Imperio, hasta donde había viajado con ellos por carecer de otros compañeros.
Había discutido de política con el revolucionario, oponiendo su fría y cauta experiencia al feroz idealismo exultante de él.
Aquella relación había sido su equivocación, el primer gancho que Tybalt había necesitado para pillarla. Esperaba que Kloszowski estuviese ahora en Altdorf, tramando la caída deI imperio y, especialmente, la ruina de aquel conspirador de un sólo pulgar, jefe del departamento del tesoro.
En la pequeña habitación que compartía con Bakhus, se quitó la ropa de caza —ajustadas prendas de cuero sobre otras de lino— y escogió uno de los tres vestidos que se le permitía llevar. Era sencillo, blanco y rústico. A diferencia de todos los demás moradores del refugio, ella no necesitaba ni pieles ni fuego después de la caída de la noche. El frío no le afectaba.
Últimamente, desde que las lunas habían menguado por última vez este año, se estaba volviendo más sensible. Hacía más de dos meses que no bebía sangre. Una noche, Kloszowski le había permitido que lo sangrara cuando Antonia estaba distraída, y luego había bebido de un joven guardia de la muralla de Middenheim. Desde entonces, nada…, nadie.
Le dolían los dientes y no dejaba de morderse la lengua. El sabor de su propia sangre no era más que un recordatorio de lo que estaba perdiéndose. Tendría que alimentarse, y pronto.
Miró a Batthus, que estaba rezando sus oraciones ante el altar de Taal que tenía junto al lecho. Su cómplice, marioneta de Tybalt, tenía hombros anchos y un grueso pellejo sobre los musculosos brazos y pecho. Tal vez fuese débil de espíritu, pero tenía un cuerpo fuerte. Habría algo en su sangre; si no el sabor de los realmente fuertes, al menos sí suficiente sustancia sabrosa para apagar su sed roja durante un tiempo.
No. Ya se veía obligada a compartir demasiada intimidad con el guía forestal, y no quería ampliar el conocimiento entre ambos. Ya tenía demasiados lazos de sangre que le tironeaban de la memoria.
Lazos de sangre. Detlef, Juguete Cantarín, Kloszowski Marianne, Sergei, Bukharin. Y los muertos, demasiado muertos: Chandagnac, Pepil, Francois Feyder, Tiesault, Columbina, maese Po, Kattarin la Sanguinaria, Chinghiz, Rosalba, Faragut, Vukotich, Oswald. Todos ellos eran heridas que aún sangraban.
Desde la tronera podía ver las laderas que descendían hasta el camino Marienburgo-Middenheim, la principal vía de comunicación que atravesaba aquellos bosques vírgenes. Un estrecho riachuelo de aguas rápidas salpicadas por trozos de hielo pasaba junto al refugio al que abastecía de agua pura y se llevaba los desperdicios de cloaca de éste.
Kloszowski habría hecho un poema con aquel riachuelo que llegaba prístino hasta la casa del aristócrata, y continuaba lleno de mierda a partir de allí.
Junto con la sangre de él, ella había hecho suyas algunas de sus opiniones. Tenía razón, las cosas debían cambiar, pero ella, más que nadie, sabía que nunca lo hacían.
Bakhus no le hablaba cuando estaban a solas, y muy poco cuando se encontraban en compañía de otros. Se suponía que era su amante, pero no era muy dado a las actuaciones. Debido a alguna razón peculiar, eso hacía que la impostura resultara más convincente que si hubiese estado siempre encima de ella y la hubiese agobiado con atenciones en público.
Genevieve era lo bastante sensible para captar cualquier suspicacia por parte de él, si la hubiese habido. El asesino marioneta había pasado la primera prueba.
El conde Rudiger era demasiado arrogante para creerse vulnerable, y viajaba sin soldados. Si recordaba a Genevieve como amante de Detlef Sierck, no dio ninguna señal de reconocerla. Había asistido al estreno de La extraña historia del doctor Zhiekhill y el señor Chaida, pero no había indicio alguno de que se hubiera fijado entonces en la mujer vampiro.
Había sucedido una semana después de separarse de Kloszowski y Antonia. Se había sentido atraída hacia Middenheim, la ciudad del Lobo Blanco, porque necesitaba la distracción de la gente a su alrededor y le hacía falta satisfacer su sed roja.
Había encontrado al guardia de la muralla y había hecho el amor con él, tomando como pago un poco de la sangre del joven que se había puesto bizco de placer cuando lamía la sangre acumulada sobre su garganta.
Luego, los guardias habían ido a buscarla y se la habían llevado, desnuda y cubierta sólo con una manta, a una posada de la parte más lujosa de la ciudad, donde la dejaron sentada en una habitación a oscuras, atada a una silla.
Rompió las cuerdas tras un minuto de forcejeo, más o menos, pero ya era demasiado tarde. El señor de las marionetas había llegado, y entonces comenzó la entrevista.
Había visto a aquel hombre de piel olivácea, Tybalt, en la corte imperial trotando alrededor de Karl-Franz, ataviado con sus ropones grises. Había seguido sus intentos de imponer un impuesto de dos coronas de oro al año sobre todas las personas físicamente capacitadas del Imperio. Conocido popularmente como «impuesto del pulgar» había provocado, dos años antes, una serie de tumultos y levantamientos durante los cuales el propio Tybalt había perdido un pulgar. A despecho de la lesión, había salido de los tumultos con su poder e influencia incrementados.
Su principal rival en él favor del emperador había sido Mikael Hasselstein, lector del culto de Sigmar, pero Hasselstein había resultado gravemente perjudicado por un escandalo y se había retirado a una orden contemplativa. También había asistido al estreno de El doctor Zhiekhill y el señor Chaida y protestado severamente. Carente de labios y de humor, con el rostro picado de viruelas y camino de la calvicie, el probo Tybalt asustaba a Genevieve más que la mayoría de los servidores de los dioses del Caos. Fríamente devoto de la Casa del segundo Wilhelm, Tybalt tenía talento de tirano, y bajo su fervor patriótico y la red de nuevas legislaciones, Tybalt era el centro de una trama de intriga y doblez donde sus marionetas se regían por las pautas impuestas por él más que por las del emperador, y sus actividades se desarrollaban fuera del alcance de cualquier autoridad legal.
Por supuesto, el ministro tenía enemigos. Enemigos como el conde Rudiger von Unheimlich.
En la habitación a oscuras, Mornan Tybalt, con una mano convertida en algo parecido a una pata vendada, le había dado a elegir. Si ella se negaba a hacer lo que él quería, la llevaría a juicio acusada de ser una cómplice del famoso revolucionario Kloszowski, y se vería implicada en un enredo de conspiraciones contra Karl-Franz y el Imperio. La pasada relación de ella con la muy recordada y mal considerada familia von Konigswald obraría en su contra y, como le recordó Tybalt, a nadie le gustaba realmente su raza inmortal ni confiaba en ella. Tendría suerte si la decapitaban con una espada de plata y la recordaban como la musa que inspiró a Detlef Sierck el libro de sonetos titulado A mi inalterable dama. Tybalt intentaría que se le aplicara un castigo más severo: una vida de confinamiento con grilletes de plata en las profundidades del Alcázar de Mundsen, donde cada interminable día sería igual al siguiente mientras una sola chispa animara su cuerpo siempre joven e inmortal. Pero si se convertía en su marioneta y llevaba a término su plan, podría marcharse en libertad…
De haber seguido a su instinto, habría desgarrado la garganta del huesudo ministro. De ese modo, al menos, se habría ganado el castigo. Pero él tenía otro elemento de coacción contra ella: Detlef. Tybalt prometió que si ella no entraba a su servicio, usaría de toda su considerable influencia para hacer clausurar el Teatro Memorial Vargr Breughel y presentar varias acusaciones contra el dramaturgo. Tybalt insinuó que resultaría fácil quebrantar a Detlef que, últimamente, ya no era el que había sido. Genevieve ya se sentía bastante culpable con respecto a Detlef, y sabía que no podía ser causa de más dolor para él.
Tybalt no necesitó explicarle la situación existente entre él y el conde, ya que era bien conocida. Hijo de un funcionario palaciego, el ministro había ascendido hasta su alto cargo mediante su ingenio y determinación, además del chantaje, la extorsión y la duplicidad. Estaba rodeado de hombres similares, anónimos afanosos sin linaje ni crianza, chupatintas arribistas que se introducían en los quehaceres del Imperio y se hacían indispensables. Tybalt y los de su clase jamás habían blandido una espada en la batalla, ni se habían molestado en adquirir los modales que se esperaban de un miembro de la corte. Se vestían de uniforme color gris como protesta contra las afectadas prendas multicolores de aquellos aristócratas de sangre aguada a los que consideraban parásitos haraganes.
El conde Rudiger von Unheimlich era el promotor de la Liga de Karl-Franz, una famosa sociedad estudiantil de la Universidad de Altdorf, además del líder no designado ni oficial de la vieja guardia, las familias que habían servido al emperador desde los tiempos de Sigmar, los curtidos y pesados hombretones de pura casta que mandaban los ejércitos del Imperio y que cubrían de gloria el nombre de Karl-Franz con sus victorias.
El conde raras veces se dignaba visitar cualquiera de las grandiosas ciudades del Imperio, pero, en muchas ocasiones, Karl-Franz y su heredero Luitpold habían sido sus huéspedes en el refugio de caza que la familia von Unheimlich tenía en el gran bosque de Talabecland. Karl-Franz confiaba en Rudiger, y el conde no era de los que se quedaban callados cuando veían que una plaga de hombres de gris armados con libros mayores, le chupaban la energía al Imperio. Tras los tumultos del impuesto del pulgar, fueron los graduados de la Liga de Karl-Franz quienes restablecieron el orden, no los burócratas chupatintas del tesoro.
Mientras Mornan Tybalt estaba en el hospital chillando por su pulgar perdido y el Imperio se estremecía al propagarse la noticia de los levantamientos de Altdorf, fue Rudiger quien convocó en su refugio de caza al colegio electoral y a los diecinueve barones de las primeras familias, y formulo los planes que evitaron una revolución.
—Tenemos que ser otra vez los Invencibles —había dicho, y el Imperio había recordado los viejos días de estadistas guerreros como el conde Magnus Schellerup. Tras varios meses sangrientos, todos habían vuelto a inclinarse ante la Casa del segundo Wilhelm.
En un momento posterior de ese mismo año, el conde Rudiger y el emperador volverían a reunirse en la ceremonia mediante la cual el príncipe Luitpold sería declarado mayor de edad. Allí estarían los electores y los diecinueve barones; y Mornan Tybalt tenía miedo de que una conversación en voz baja entre estos descendientes de las grandes familias del Imperio condujera a la caída del hijo único del funcionario gris.
—El conde debe morir —le había dicho Tybalt a Genevieve—, y de manera tal que nadie haga preguntas. Un accidente, si puedes. Simple violencia, si no tienes más remedio. En cualquier caso, el dedo del culpable debe apuntar hacia fuera, hacia el viento. Von Unheimlich es cazador, el más sobresaliente del Imperio. Y tú, mademoiselle Dieudonné, eres una depredadora. Creo que vuestro enfrentamiento tiene que ser interesante.
Tybalt ya tenía situada una marioneta, Bakhus, pero el guía forestal era un simple espía y el ministro necesitaba un asesino.
Genevieve se ajustaba a los requerimientos del caso.
Bakhus concluyó sus oblaciones y se incorporó. Genevieve se preguntó cuál sería el elemento de coacción con que contaba Tybalt en su caso. En su vida debía haber algo que pudiera ser causante de su perdición.
Bakhus no había mencionado la falta cometida por ella esa tarde. En todo caso, aquel desliz había hecho que Genevieve pareciese más que nunca un juguete de cabeza hueca. Puede que el conde expresara ahora desprecio por Genevieve, pero no le tenía miedo ni sospechaba de ella.
Recordó el comportamiento de Rudiger en el bosque, el tratamiento que le había dado a su hijo, Doremus; su intolerancia e impaciencia.
La había llamado puta vampiro. Los colmillos le rozaron el labio inferior y sintió lo afilados que estaban. Sin duda, tendría los ojos rojos.
Recordó a Doremus cuando tragaba la sangre del unicornio para convertirse en hombre. Había oído hablar de esa costumbre, pero nunca la había visto practicar, y le pareció una barbarie. Habiendo nacido en una época de barbarie a la que había sobrevivido, sentía horror por ese tipo de prácticas.
—Y ahora que lo pienso —había dicho Tybalt—, el conde tiene un hijo y heredero, Doremus. Es un joven sensible, según me han dicho. La esperanza del linaje von Unheimlich. No hay más hermanos ni primos varones que puedan transmitir el nombre de la familia. Parece improbable que Doremus pueda reemplazar a su padre entre los diecinueve, pero detesto dejar cabos sueltos. Tienen la mala costumbre de enredarse en algo, y entonces se deshace toda la trama. Una vez que haya sido eliminado el conde, encárgate también de su hijo. Encárgate bien de él.