OCHO

OCHO

La alumna estaba aprendiendo a una velocidad mayor de lo que había esperado el Demonio de la Trampilla. Era como una vampira coqueta que lo drenaba de toda su experiencia, de todas sus habilidades, hasta secano. Bebía veloces sorbitos de él.

—Dentro de poco estaría vacío, se habría quedado sin nada.

En su camerino, tras el cristal, Eva sollozaba de manera incontrolable con el rostro transformado en un camafeo de congoja. Luego, con la misma velocidad con que podría apagar una vela, se despojó completamente de toda emoción.

—Bien —dijo él.

Ella aceptó con modestia su aprobación. Los ejercicios habían acabado.

—¿Has rechazado la oferta de Lutze? —preguntó.

—Por supuesto.

—Ha sido una buena decisión. Más adelante recibirás tras ofertas. Llegado el momento, aceptarás una. La correcta.

Eva se quedó brevemente pensativa, pero él no pudo adivinar su estado anímico.

—¿Qué te preocupa, niña?

—Cuando acepte una oferta tendré que irme a otro teatro.

—Naturalmente.

—¿Vendrás conmigo?

Él no respondió.

—¿Espíritu?

—Niña, no me necesitarás eternamente.

—No —replicó ella al tiempo que daba un golpe en el suelo con un pie—. Nunca te abandonaré. Has hecho mucho por mí. Estas flores, estas críticas, son tan tuyas como mías.

Eva no hablaba con sinceridad. Resultaba irónico: fuera del escenario, disimulaba muy mal. En realidad, ella creía haber superado ya a su maestro, pero no estaba segura de ser lo bastante fuerte para dar los pasos siguientes sin aquella familiar muleta. Y en el fondo temía la competencia y suponía que él buscaría otra alumna.

—No soy más que un jardinero concienzudo, niña. Te he cultivado durante el florecimiento, pero no puedo atribuirme ningún crédito por las flores.

Eva no lo sabía, pero ella era la primera a la que instruía. Y sería la última.

Una Eva Savinien aparecía sólo una vez en la vida, incluso en una vida tan larga como la del Demonio de la Trampilla.

La muchacha volvió a sentarse ante el espejo y miró su propio reflejo. ¿Estaba intentando ver a través del cristal, verlo a él? Este pensamiento le causó al fantasma un espasmo de horror. Se le erizó la piel y oyó el goteo de su espesa secreción.

—Espíritu, ¿por qué nunca puedo verte?

Era una pregunta que ya le había formulado antes, y que él no había respondido.

—¿No tienes un cuerpo que se pueda ver?

Él casi rio, pero su garganta ya no podía producir el sonido de la risa. Deseó que fuera verdad lo que ella acababa de sugerir.

—¿Quién eres?

—Sólo el Demonio de la Trampilla. En otros tiempos fui dramaturgo, y también director. Pero de eso hace mucho. Antes de que tú nacieras. Antes de que naciera tu madre.

—¿Cómo te llamas?

—No tengo nombre. Ya no.

—¿Cuál era tu nombre?

—No significaría nada para ti.

—Tienes una voz tan hermosa, que seguro que eres apuesto. Un fantasma guapo como la aparición de Una farsa en la niebla.

—No, niña.

El Demonio de la Trampilla se sentía incómodo. Desde el comienzo de la representación, Eva había estado interrogándolo acerca de sí mismo. Antes de eso, todas las preguntas que le formulaba giraban en torno a sí misma, sobre la manera de mejorar. Ahora, cosa nada propia de ella, la consumía la curiosidad. Era algo que había descubierto en su interior y lo estaba dejando crecer.

Ahora estaba dando vueltas por su camerino y regresando a él. Desde la noche del estreno, llegaba cada día un ramo de flores procedente del palacio, lo cual indicaba que Eva había conquistado al príncipe Luitpold. Sacó del florero las flores marchitas del día anterior y las apiló junto con las otras.

—Te amo, espíritu —mintió ella.

—No, niña, pero yo te enseñaré a fingir amor.

Ella se volvió bruscamente con el pesado florero en la mano, e hizo añicos el espejo con él. El ruido del vidrio al romperse fue como una explosión dentro del estrecho espacio del pasadizo. La luz entró como una cascada e hirió los atrofiados ojos de él como una lluvia de fuego. Las esquirlas golpearon contra su pecho y se quedaron adheridas en las zonas húmedas.

Eva retrocedió y los trozos de vidrio tintinearon bajo sus pies.

Lo vio, y un horror no fingido ni forzado manó de su interior en un chillido, al tiempo que su adorable rostro se contorsionaba de miedo, asco, aborrecimiento, odio instintivo.

No era menos de lo que él había esperado.

Se oyeron unos golpes urgentes en la puerta de Eva, y gritos en el exterior del camerino.

Él se había marchado a través de su trampilla antes de que nadie pudiese intervenir, arrastrándose a través de las catacumbas sobre los tentáculos, adentrándose cada vez más en el corazón del teatro, decidido a huir de la luz, a esconderse de los ojos asombrados, a enterrarse en las inexploradas profundidades del edificio. Podía moverse en la oscuridad, conocía cada recodo y cruce de los pasadizos. En el corazón del laberinto estaba la laguna que había sido su hogar desde que cambió por primera vez.

Se había roto algo más que un espejo.

* * *

Genevieve rompió la cerradura y abrió la puerta. Eva Savinien tenía un ataque de histeria y estaba destrozando su camerino. Al fin, pensó Genevieve con cierta malicia, una emoción genuina. Era la primera vez que Eva sugería, fuera del escenario, que tal vez podría tener sentimientos. El espejo estaba hecho pedazos y el aire estaba lleno de pétalos de los ramos de flores destrozados.

La actriz retrocedió cuando Genevieve entró en el camerino, mientras otros se apiñaban detrás de ella. Como un animal atrapado, Eva reculó hasta un rincón lo más alejado posible del espejo roto.

Detrás del espejo había una abertura.

—¿Qué sucede? —le preguntó Illona a la joven, que sacudió la cabeza y se tiró del cabello.

—Tiene un ataque —dijo alguien.

—No —contradijo Genevieve—. Se ha llevado un susto. Sólo está atemorizada.

Tendió las manos hacia ella e intentó hacer gestos tranquilizadores, pero no sirvió de nada. Eva le tenía tanto miedo a Genevieve como a lo que fuere que le había causado pánico momentos antes.

—Aquí hay un pasadizo —observó Poppa Fritz, que se había acercado al espejo—. Se adentra en la pared.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Reinhardt.

Detlef empujó con un hombro para abrirse camino al interior de la habitación. Eva se lanzó hacia él y ocultó el rostro en su camisa mientras el cuerpo se le estremecía a causa de los sollozos. Detlef, atónito, miró a Genevieve mientras le daba palmaditas en la espalda a Eva para intentar calmarla. El hecho de ser el director lo convertía en padre suplente de todos los integrantes de la compañía, pero no estaba habituado a esta clase de comportamiento. Especialmente por parte de Eva.

De modo repentino, la actriz se apartó de Detlef y, tras pasar como una exhalación entre la gente que se apiñaba en el camerino, corrió pasillo abajo y salió del teatro. Detlef la llamó, ya que esa noche había una representación y no podía huir.

Genevieve estaba examinando el agujero que quedaba donde había estado el espejo, y por el que penetraban una brisa fresca y un olor peculiar. Creyó oír algo que se movía a lo lejos.

—Mira, aquí hay alguna clase de líquido —dijo Reinhardt al tiempo que hundía un dedo en una sustancia viscosa que estaba adherida a un borde de vidrio roto. Era verde y espesa.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Detlef—. ¿Qué le ha dado a Eva?

Poppa Fritz se inclinó al interior de la abertura y aspiró por la nariz.

—Es el olor del palco siete —declaró Reinhardt. Poppa Fritz asintió con aire sabio.

—El Demonio de la Trampilla —aseguró al tiempo que se daba unos golpecitos en la nariz.

Detlef alzó las manos hacia el techo con gesto de exasperación.

* * *

Bernabé Scheydt había encontrado el teatro con facilidad. Se hallaba en la calle del Templo, una de las vías principales de la ciudad. Sin embargo, para cuando llegó al lugar, Scheydt ya no le resultaba muy útil al Animus. A pesar de que se había vendado el muñón lo mejor posible con jirones de tela arrancados de sus ropas, había perdido mucha sangre. Sangraba en abundancia a través del agujero que tenía en la espalda, y aún tenía la punta de flecha de ballesta clavada en la columna vertebral. Aquel anfitrión estaba muriendo bajo el Animus, del mismo modo que habían muerto bajo Scheydt los caballos que lo habían llevado hasta Altdorf.

Logró arrojarse al callejón que flanqueaba el Teatro Memorial Vargr Breughel frente a la entrada de actores. Cuando se lanzó hacia allí, una mujer que pasaba le puso una moneda en la mano y le dio la bendición de Shallya.

Mientras apretaba la moneda en el puño que le quedaba, se apoyó en la pared. Era consciente de los lentos regueros de sangre que caían de sus muchas heridas, pero experimentaba pocas sensaciones. De repente, la puerta de la entrada de actores se abrió con brusquedad, y por ella salió corriendo una muchacha que debía pertenecer a la compañía. Era joven y su pelo era como una cascada de cabello oscuro.

El Animus hizo que Scheydt se pusiera de pie sobre sus cansadas piernas y avanzara tambaleándose hacia la joven para cerrarle el paso. Ella intentó esquivarlo, pero el callejón era estrecho. Se desplomó contra ella y la sujetó contra la pared para luego arrastrarla al suelo. Ella luchaba, pero no gritó. Dado que ya era presa del pánico al salir, no le quedaban reservas de miedo.

Al caer sobre ella, una pierna de Scheydt se torció y partió, y una afilada punta de hueso le atravesó la piel y el músculo por debajo de la rodilla. Aferró a la muchacha por el cabello con la mano que le quedaba, y se impulsó hacia su rostro.

La joven comenzó a gritar. El Animus hizo que su anfitrión se echara hacia delante y Scheydt presionó su rostro contra el de la bella muchacha, momento en que la máscara se desprendió de él se deslizó entre ambos.

De pronto, al quedar libre, el dolor afluyó al cuerpo del hombre que se puso a chillar al caer sobre él como una lluvia de rayos la plena agonía de sus heridas.

Sin el Animus, estaba perdido, desamparado.

La muchacha se puso de pie con calma y se lo quitó de encima.

Scheydt no podía parar de temblar y de su boca manaba líquido. Se enroscó en una madeja de dolor en que sus extremidades acababan en destrozados extremos de sufrimiento. Al mirar hacia arriba, vio que la muchacha se palpaba el rostro. La máscara estaba colocada pero aún no se había fundido con ella. El blanco metal reflejó la luz de la luna y relumbró como un farol.

Ella ya no gritaba, pero Scheydt dejaba escapar un desgarrador, agónico y áspero alarido procedente de las profundidades de su trastornada alma.

* * *

Dedef examinó el agujero y se alegró de que nadie le sugiriera que explorase el pasadizo. Le habría costado pasar a través de la abertura del tamaño de un espejo, y en la oscuridad del otro lado había algo que le recordaba los corredores del castillo Drachenfels.

—Deben recorrer millas —comentó.

Guglielmo se encontraba a su lado con un fajo de planos de planta y diagramas, y sacudía la cabeza.

—Aquí no figura nada, pero siempre hemos sabido que estos planos eran aproximados en el mejor de los casos. El edificio ha sido remodelado, derribado, reconstruido y redistribuido una docena de veces.

Genevieve permanecía cerca y esperaba. Tenía uno de sus estados anímicos de asedio, como si esperase que en cualquier momento se produjera un ataque sorpresa. Los miembros del equipo de decoración habían salido a buscar a Eva.

Illona intentaba parecer preocupada por la muchacha.

—Y esta parte de la ciudad está acribillada de túneles y pasadizos secretos desde la época de las guerras.

A Detlef le preocupaba la representación de esa noche. El público ya estaba llegando y esperaban ver a la revelación de la temporada: Eva Savinien.

No había tiempo para entretenerse con este incidente.