CUATRO

CUATRO

—Es una lástima que no hayamos podido tener un unicornio en nuestra mesa, conde —aventuró Otho con la voz cansada por el delicado entretenimiento que les había proporcionado a los otros. Algún ensordecido criado se había llevado el laúd. Rudiger haría azotar y patear a aquel tipo por su impertinencia, aunque, inexplicablemente, se había abstenido de intervenir. Era probable que no quisiera armar alboroto durante la cena.

—El unicornio no es un animal para plato de caza —respondió el viejo cazador—. El unicornio apenas es un animal.

—¿Ese cuerno de la pared es de unicornio? —preguntó Otho, que sabía perfectamente bien que lo era pero quería mantener al conde Rudiger ocupado en contar historias. Mientras aburría a todos los demás con cuentos de cacerías, no miraba a Sylvana que, cuando él estaba concentrado en otra cosa, le rozaba a Otho la pierna por debajo de la mesa con dedos ligeros, le pellizcaba el muslo, despertaba su interés.

Hacía días que Sylvana de Castries miraba a Otho y, esa noche, si el viejo Rudiger se emborrachaba lo suficiente, entre ellos pasarían cosas que animarían esta aburrida excursión de vacaciones. Hacía ya una semana que había estado con la última ramera, y tenía las pelotas a punto de reventar.

Otho reprimió una carcajada cuando la mano de Sylvana se deslizó entre sus piernas. Desde donde estaba, podía verle el escote casi hasta el final del vientre. Tenía un cuerpo maduro y ligeramente pecoso, como a Odio le gustaba que fueran sus putas.

Tras un día de caza, nada había mejor que una velada de comida y bebida y una noche con una ramera bien formada. Entre los hermanos de la liga, Otho era famoso por sus apetitos de toda clase. Dentro de la liga, era una cuestión de honor que su maestre de logia fuese insaciable. No obstante, al mirar al esmirriado Dorrie, se veía que esa tradición estaba a punto de caer en picado al año siguiente.

Otho se preguntó si habría alguna manera de mantener a Doremus apartado de ese cargo y pasarle el birrete a uno de los verdaderos petimetres, como Baldur von Diehi, el gran Bruno Pfeiffer o Dogturd Domremy.

El cuerno de unicornio estaba montado sobre un escudo que lucía las armas de los von Unheimlich. De casi un metro de largo y uniformemente bruñido, era una perfecta lanza ahusada recorrida por venas de plata. En el refugio, era tradición frotar el cuerno con un poco de sangre de cualquier pieza importante, a modo de tributo, por lo cual el trofeo estaba recubierto de manchas secas.

Rudiger vació el cuerno de cerveza y llamó para que volvieran a llenárselo. Anulka, la apetitosa doncella puta con los labios azules característicos de una adicta a la raíz de bruja, lo satisfizo. Si Sylvana no se salía con la suya, Anulka era la segunda elección de Otho. Parecía precisamente del tipo adecuado para jugar a «esconde la salchicha» a media noche.

—Sí, maestre de logia Waernicke —replicó Rudiger—, ése es el cuerno de una yegua de unicornio. Una bestia magnífica a la que persiguió y mató mi abuelo, el conde Friedrich. Como sabes, sólo la hembra de unicornio lo tiene de marfil. Los sementales que vimos hoy son seres insignificantes comparados con una yegua de unicornio. Son más altas y rápidas, carecen de barbas y poseen una inteligencia casi humana. Entre los unicornios, las cosas son diferentes que entre los humanos. Cada tribu consiste en una yegua y seis u ocho sementales. Las hembras de unicornio son unas putas lascivas. Las madres cornean a sus potrillas en cuanto nacen. Solamente las más fuertes sobreviven hasta la edad adulta para formas sus propias tribus. Las yeguas de unicornio son las más longevas de los animales naturales; sobreviven a varias generaciones de sementales y se aparean con sus nietos y biznietos.

Otho profirió una sonora carcajada y tocó a Sylvana con el codo. Por debajo de la mesa, fiera del campo de visión de Rudiger, deslizó un índice mojado de saliva dentro del puño de la otra mano, y se puso a meterlo y sacarlo. Sylvana rio con voz musical y sus pechos se estremecieron como si fueran de gelatina.

A Otho se le secó la boca de lujuria, y tuvo que beber un gran un sorbo de vino para no atragantarse.

Había estado bebiendo cerveza, vino, jerez estaliano y fuerte ginebra del Drakwald. Creía en la conveniencia de mezclar las bebidas, y hasta el momento su estómago no lo había decepcionado.

—¿Vos habéis cazado una yegua de unicornio?

Otho volvió la cabeza. Genevieve, la muchacha vampiro, se había atrevido a formularle una pregunta al conde.

Se produjo un momento de silencio. Otho esperaba que el conde estallara contra la descomedida chupasangres. Sin embargo, él bebió un sorbo de la cerveza que tenía en el cuerno, y negó con la cabeza.

—No, pero lo haré. Mañana, y me acompañaréis todos. El silencio que cayó sobre los presentes, permitió a Otho oír el crepitar del fuego.

—Ése es un privilegio de doble filo —comentó Magnus—, si se tiene en cuenta el refrán.

Todos miraron al hombre del norte.

—¿Y qué refrán es ése? —inquirió Otho, que continuaba animando la velada.

—«De aquellos que cazan a la yegua de unicornio, uno regresa al hogar, sin nadie por compañía». Es muy conocido en el Drakwald y en el norte.

—Una superstición —bufó Rudiger.

—Sin embargo, a menudo resulta cierta. Cuando yo era niño, fui huésped de este refugio cuando el conde Friedrich salió con la intención de regresar con el marfil; y estaba aquí cuando subió la colina con el cuerno en la mano. Cinco habían partido, incluido tu padre, Rudiger. Y sólo uno regresó.

El conde guardó silencio. Aunque Friedrich era a menudo recordado en la historia y las canciones, poco se decía sobre el abuelo de Doremus, Lukaacs.

—¿Tienes miedo, viejo amigo?

Magnus negó con la cabeza.

—No, Rudiger, miedo no. Soy demasiado viejo para eso.

—«Sólo uno regresa al hogar, sin nadie por compañía», ¿eh?

En un momento anterior, Rudiger explicó que había esperado durante años la oportunidad de ir tras una yegua de unicornio. Por tradición, sólo podía acechárselas entre el solsticio de invierno de Mondstille y las celebraciones de año nuevo de Hexenstag. Y, a despecho de lo que dicen los relatos, eran criaturas escasas.

—Hoy le hemos arrebatado dos consortes a nuestra yegua, y eso la habrá enfurecido. Mañana tendremos que darle caza, o ella irá tras nosotros. Es lo que hay.

Otho pensó que sería mejor demostrar un poco de entusiasmo.

—Buena pieza —dijo—. Me apunto.

Dio sobre la mesa una palmada que hizo entrechocar la cubertería, y se echó a la boca un trozo de carne que hizo bajar con más cerveza.

Sylvana se retrepó con remilgo en la silla al tiempo que retiraba la mano.

—Esta noche —le había susurrado—. Afuera…

Haría frío, pero un hombre de la liga no se arredraba ante ninguna incomodidad.

—Será una aventura —declaró Otho a través de un bocado de comida, y luego eructó.

Rudiger le lanzó a su huésped una mirada de soslayo, pero también él estaba borracho, aunque la suya era una ebriedad más silenciosa y peligrosa.

—Lo siento —se disculpó Otho. Rudiger se encogió de hombros y sonrió.

—Y yo —intervino Magnus.

Dorrie mantenía la boca cerrada, aunque Otho sabía que el pequeño ratón de biblioteca no tenía manera de eludir aquello. Cuando el conde Rudiger había convocado su cacería del unicornio, había hablado también en nombre de su hijo. El marica tendría que correr al aire libre para seguirle el ritmo a su padre. De no ser por su linaje, Doremus sería objeto de muchas más mofas en la universidad. Era justo el tipo de muchacho al que a los hombres de la liga les gustaba embrear y emplumar, o atarlos desnudos a la estatua del emperador que había en el patio. No bebía, no se metía en pendencias ni andaba con mozas. Tenía la nariz siempre metida en un condenado libro. La fallecida mujer del retrato debía haber pendoneado tanto como Sylvana, porque el pequeño Dorrie ciertamente no parecía la clase de muchacho que tendría por padre a un viejo como el conde Rudiger. Y ahora que pensaba en ello, había oído historias…

Las hebras de plata del cuerno de unicornio reflejaron las últimas llamas del fuego y brillaron como líneas de metal fundido.

—La yegua de unicornio es la presa mis peligrosa del mundo —afirmó Rudiger.

—¿Y cuál es la segunda? —inquirió la mujer vampiro con osadía.

—La yegua de hombre —replicó el conde con un sonrisa—. La mujer.