CINCO
CINCO
Era pasada la medianoche. Allí estaba ella de nuevo, escabulléndose por corredores oscuros, con sus sentidos bien despiertos.
Rudiger lo habría entendido, pensó Genevieve. Era cazador, y la caza era en él una necesidad tan aguda como la sed roja de ella.
Aquella tarde había pensado que Otho Waernicke podría ser una posibilidad. Era un idiota, pero indudablemente fuerte a su manera, impulsivo y muy apasionado. No obstante, ahora su sangre estaría cargada de cerveza y vino, y en sus tiempos de camarera ya había sangrado a demasiados borrachos. No quería tener resaca. Sylvana también había estado bebiendo mucho, y en cualquier caso no sabía si debería intentarlo con ella. El conde podría descubrirlo y tomar medidas extremas. Aquel cuerno de marfil y plata de una yegua de unicornio sería un medio muy eficaz para acabar con la vida de un vampiro. Doremus estaba fuera de toda discusión por los mismos motivos, aunque el joven la atraía. Tenía una profundidad que no era evidente a primera vista, y eso lo hacía deseable.
Las últimas lunas del año, justo después del plenilunio, brillaban a través de la ventana del final del corredor. La pálida luz era fresca y calmante para su piel, pero la sed le quemaba en la garganta y el estómago.
Pronto se vería forzada a recurrir a Bakhus. La marioneta difícilmente podría resistirse, y todos suponían ya que lo sangraba en la cama. No obstante, por el momento podía permitirse ser más selectiva.
El guía forestal había comenzado a poner flores de ajo en su altar de Taal para protegerse de ella. Tenía un cuchillo de plata que había metido debajo del colchón y que ella había cogido, después de envolverse la mano con un trapo, y había guardado en la cómoda. No quería que Bakhus fuese presa del pánico y la hiriese.
Recorrió el pasillo para regresar al comedor. Las ascuas aún relumbraban en las cenizas de la hoguera, y los sirvientes estaban levantando la mesa a la luz de las velas, llevándose la vajilla a la cocina y discutiendo por las sobras de la carne de venado y la fruta.
Todos se inmovilizaron cuando entró Genevieve, pero, al reconocerla, se encogieron de hombros y volvieron a sus tareas. Sabían qué era aquella muchacha, pero tampoco ignoraban que apenas era superior a ellos dentro de la jerarquía de la casa von Unheimlich. Comparada con los caprichos del conde Rudiger, no representaba ninguna amenaza.
Había una criada de poco más de veinte años, morena cuando las otras eran rubias como trigo maduro, excitante cuando las otras eran rechonchas y feas. Durante la cena, Genevieve había percibido el interés de la muchacha. Se llamaba Anulka y procedía del otro extremo del Imperio, de las Montañas del Fin del Mundo. En esa región moraban nobles vampiros que eran muertos verdaderos, y los campesinos competían por complacer a sus señores. Anulka se había demorado junto a Genevieve, le había llevado vino y comida que retiraron intactos, y le había dedicado sonrisas y miradas.
La joven serviría.
Anulka se encontraba de pie junto al fuego, esperando. Genevieve la llamó con un gesto y ella le hizo una cortesía antes de atravesar la sala con una cierta expresión presumida, calculada para fastidiar a las otras criadas, que les volvieron la espalda y sacudieron las rubias cabezas mientras elevaban susurradas plegarias a Myrmidia.
La muchacha morena tomó a Genevieve de la mano, la sacó del comedor y la condujo al interior de un vestuario. Estaba escasamente amueblado, pero había un camastro con almohadones en lugar de paja.
Anulka se sentó en el camastro y, sonriendo, desató el cordón que le cerraba la blusa y la bajó para desnudar su cuello blanco como un cisne. Los colmillos de Genevieve se alargaron y aguzaron, y su boca se abrió de par en par. Detrás de sus ojos ardía el deseo rojo. Sintió que sus uñas crecían hasta convertirse en zarpas, y se apartó el cabello de la cara.
Tenía que beber sangre. Ahora.
—No, niña —dijo alguien al tiempo que posaba una mano sobre su hombro—. No te rebajes.
Ella se dio la vuelta con las uñas como navajas a punto para atacar, y vio que el intruso era el conde Magnus. Se contuvo justo a tiempo. No convenía hacerle daño a aquel noble, amigo y mentor de conde Rudiger.
—Esta ramera está buscando un protector, dinero, un medio para salir de este lugar.
Anulka tenía ahora la blusa sobre el regazo, y su piel aparecía pálida y fría a la luz de la luna. De su boca caía un hilo de jugo azul que le salpicaba los pechos.
—Es adicta a la raíz de bruja, Genevieve —dijo Magnus—. Te envenenarías.
Anulka sonreía como si Magnus no estuviese presente, con sus dientes manchados, y se acariciaba invitando a los afilados colmillos de Genevieve a cerrarse sobre su cuerpo.
Si no hubiese estado tan consumida por la sed roja, tal vez habría reparado en la adicción de Anulka. Estaba muy colocada y los sueños de raíz de bruja flotaban en sus ojos. La criada se tendió sobre el camastro y se convulsionó como si Genevieve la hubiese mordido. Gimió al recibir dentro de sí a un amante imaginario.
Magnus encontró una manta y, en un gesto de bondad, cubrió el cuerpo de Anulka que se contorsionaba lentamente.
—Dormirá hasta que se le pase —dijo—. Conozco la adicción.
Genevieve lo miró, preguntando sin palabras…
—No —replicó él—, yo no, sino mi padre. Su hermano fue uno de los cinco que no regresaron cuando Friedrich obtuvo el cuerno. Pensaba que debería haber sido él, e intentaba ahogar la culpabilidad con los sueños.
Ahora, Genevieve se sentía débil y enervada. Temblaba, con las encías hendidas y el estómago vacío. Había estado a punto de beber, pero no lo bastante a punto…
—Sueños —dijo Magnus con tono melancólico.
No tenía más remedio. Debía encontrar a Bakhus y beber de él. Lucharía, pero ella podría hallar la fuerza suficiente para dominarlo. Sus colmillos entrechocarían dentro del cuello del hombre.
Dio media vuelta y sus rodillas cedieron. Magnus, sorprendentemente veloz para alguien de su edad, la sujetó.
—Ha pasado demasiado tiempo, ¿verdad? —preguntó. Pero ella no tenía necesidad de responder.
Magnus la tendió sobre las losas del suelo, cuyo gélido frío sintió a través del vestido, y la incorporó para apoyarla en la pared.
La sed roja era una agonía.
Magnus estaba desabrochando los siete diminutos botones que cerraban la manga de su casaca. Enrolló la tela hacia arriba y se aflojó el puño de la camisa.
—Estará aguada —comentó—, pero somos una familia de buena sangre. Podemos demostrar que nuestro linaje se remonta al propio Sigmar. Ilegítimamente, como es natural, pero la sangre del héroe corre por mis venas.
Le ofreció la muñeca y ella vio la vena azul que latía levemente. El corazón del hombre aún era vigoroso.
—¿Estáis seguro? —preguntó Genevieve.
Magnus se mostró impaciente.
—Niña, la necesitas. Ahora bebe.
Ella se lamió los labios.
—Niña…
—Tengo seiscientos años más que vos, señor —le dijo ella.
Con suavidad, le cogió la muñeca con las manos y acercó la boca a la vena. Trazó un sendero con la lengua sobre la piel del anciano para saborear su sudor, y luego rasgó delicadamente la piel y succionó la sangre que le inundó la boca.
Anulka gemía en su sueño de raíz de bruja, y Genevieve succionaba sintiendo que la calidez y la calma le inundaban el cuerpo.
Cuando acabó, la sed roja se apagó y volvió a ser ella misma.
—Gracias —dijo al tiempo que se ponía de pie—. Tengo una deuda con vos.
Magnus permanecía sentado y con el brazo extendido, mientras la sangre cubría las diminutas heridas. Miraba con aire distraído la luna de mayor tamaño a través de la ventana. Una nube pasó ante ambas lunas.
—¿Conde Magnus?
Con lentitud, volvió la cabeza y alzó los ojos hacia Genevieve, momento en que ella se dio cuenta de lo débil que debía de estar él después de alimentarla. Invencible o no, era un anciano.
—Lo siento —dijo ella con una efusión de gratitud.
Lo ayudó a levantarse y le abrazó el gran pecho de barril al ponerlo de pie. Era corpulento y de huesos grandes, pero ella lo levantó como si fuese un niño frágil. Había recibido una parte —¿demasiada?—, de la fuerza de él.
—Niña, llévame al balcón. Quiero enseñarte la fortaleza por la noche. Sé que puedes ver mejor en la oscuridad. Será mi regalo para ti.
—Ya habéis hecho suficiente.
—No. Hoy Rudiger te maltrató. Yo debo enmendar lo que Rudiger, haga. Es parte del lazo que nos une.
Genevieve no le entendió, pero sabía que tenía que acompañar al conde.
Atravesaron el comedor del que ya se habían marchado los sirvientes, y se encaminaron hacia las puertas del balcón. La nube pasó más allá de las lunas y la luz de las mismas entró y bañó el relevante sitio que ocupaba el retrato, entre los trofeos de von Unheimlich.
Magnus se detuvo y alzó los ojos hacia el cuadro de la joven que estaba en el bosque. Genevieve sintió que un estremecimiento recorría el cuerpo del anciano, y le oyó susurrar un nombre:
—Serafina.
Las puertas estaban abiertas y por ellas entraba la brisa nocturna perfumada por los árboles. Genevieve pudo sentir el sabor del bosque.
Las puertas deberían haber estado cerradas con pestillo. Los sentidos nocturnos de Genevieve se alertaron, y ella intuyó algo. No era peligro, sino emoción. Una oportunidad.
El conde Magnus ni siquiera era consciente de que ella estaba allí, pues se había adentrado muchos años en sus recuerdos.
En silencio, ella lo condujo hasta el balcón, manteniéndose en la densa sombra de una columna.
El balcón corría todo a lo largo del refugio y desde él se veían las laderas que descendían. La casa estaba construida contra una abrupta pendiente, y sólo podía llegarse a ella por los senderos de la ladera. Las columnas sustentaban el refugio, y el balcón que se extendía entre ellas se hallaba a la altura de las copas de los árboles más próximos. Allá abajo, corría el arroyo.
En el otro extremo del balcón había un hombre que se inclinaba sobre la balaustrada y miraba hacia abajo, con una botella aferrada en una mano.
Era el conde Rudiger.
Para Genevieve sería algo sencillo. Tenía que dejar al conde Magnus en el suelo, confiando en que se quedara dormido. Luego, simplemente, tendría que coger a Rudiger, levantarlo y lanzarlo de cabeza por el balcón. Se partiría la cabeza y el asunto sería considerado como un lamentable accidente de borrachera.
Y Mornan Tybalt ya no hallaría oposición en los consejos del emperador.
Sin embargo, vacilaba.
Saciada el hambre, se sentía benevolente y agradecida. El conde Magnus era amigo de Rudiger, y la buena voluntad que le inspiraba el anciano se extendía a la familia von Unheimlich. No podía, honradamente, llevar a cabo el encargo de Tybalt mientras la sangre de Magnus estuviera en su interior.
Magnus se apartó de ella con brusquedad y quedó de pie sobre sus piernas temblorosas. Por un momento, ella temió que pudiese tropezar y precipitarse por encima de la balaustrada, una caída de quince o veinte metros que acababa en las puntiagudas y afiladas rocas del lecho del arroyo.
Pero Magnus estaba firme sobre sus pies.
Rudiger no reparó en su presencia, sumido en sus propias cavilaciones. Bebió un sorbo de la botella y Genevieve advirtió que estaba temblando. Se preguntó si el conde sería lo bastante humano para sentirse aterrorizado por la meta que se había fijado. Era más probable que regresara a casa sobre un féretro y con un agujero en el pecho, que triunfante y con un cuerno de marfil en la mano.
Y también eso dejaría a Genevieve libre de los lazos de Tybalt.
Rudiger estaba mirando algo que había abajo, en el bosque.
Genevieve oyó la risa de una mujer, y la de un hombre, profunda y jadeante.
Magnus estaba ahora casi junto al conde, y Genevieve lo siguió mientras su preocupación iba en aumento.
Allá fuera, entre los árboles, unos cuerpos blancos brillaban en el claro de luna.
Magnus abrazó al conde, y Rudiger forcejeó con su amigo al tiempo que apretaba los dientes.
El conde Rudiger von Unheimlich se estremecía de cólera, lágrimas de rabia corrían por su rostro, y tenía los ojos ribeteados de rojo y con expresión furiosa. Con un rugido, aplastó la botella vacía en la mano y las esquirlas de vidrio cayeron como una lluvia por el balcón.
Genevieve miró por encima de la barandilla.
En el arroyo, Otho Waernicke, una gorda forma desnuda de cerdo que resoplaba y gruñía, cubría a una mujer mientras se agitaban sus michelines y las fofas bolsas de sus nalgas.
Rudiger profirió un grito inarticulado y la mujer, al tiempo que sus ojos se abrían con expresión de horror, advirtió la presencia de los espectadores. Otho, sin embargo estaba demasiado excitado para reparar en nada o importarle nada que no fuese su lujuria, y la embestía vigorosamente.
Genevieve vio el miedo reflejado en el semblante de la compañera de Otho cuando empujó al corpulento joven para intentar librarse de él. Pero era demasiado pesado y la aferraba con firmeza.
—Rudiger —dijo Magnus—. No…
El conde apartó a su amigo de un empujón y cerró la ensangrentada mano, radiando una furia fría y temible. La mujer era Sylvana de Castries.