ONCE
ONCE
Durante toda la representación, el Animus observó a Detlef Sierck. En las escenas en que actuaban juntos, Eva estaba cerca de él el Animus podía ver a través del filtro de la mente de ella. El actor era un hombre grueso, casi hinchado, físicamente fuerte, de poderosa personalidad. Su actual anfitriona no sería capaz de derrotarlo formalmente en una lucha. Incluso bajo el dominio del Animus, que la despojaba de toda restricción de dolor o conciencia, podría tardar mucho en vencerlo. Y Eva sabía que, por frágil que pudiera parecer, la mujer vampiro sería aún más resistente que él.
Con el parásito que moraba en su mente, Eva vivió el papel de Nita como nunca antes, y les arrebató la obra de las manos a Detlef y los otros actores Acaparo el inicio del segundo acto, cuando regresó junto a Chaida de rodillas mientras se quitaba el pañuelo que le cubría los cardenales y se ponía a su merced. Aquel cuadro vivo recibió un aplauso atronador.
—Buen trabajo, Eva —dijo Detlef cuando hubo caído el telón—, pero, tal vez, a partir de ahora, menos sería mejor…
Cuando la joven se puso de pie entre los tramoyistas que se afanaban en torno a ellos para cambiar la escenografía, Detlef la miró. El actor y director estaba cubierto de gotas de sudor que atravesaban la gruesa capa de maquillaje de su cara de monstruo. Su papel era agotador.
Reinhardt entró precipitadamente y besó a Eva en una mejilla.
—Magnífica —dijo—, una revelación…
Detlef frunció el ceño y sus cejas de Chaida se unieron con expresión feroz.
—Cada vez es mejor actriz, ¿no crees?
—Por supuesto —asintió el actor y director.
—Eres una estrella —afirmó Reinhardt al tiempo que le acariciaba la mejilla con un pulgar.
El Animus sabía que Reinhardt Jessner quería tener relaciones sexuales con su anfitriona. Desde que había ocupado la mente de Bernabé Scheydt, comprendía la lujuria.
—Sólo recuerda —le dijo Detlef a Eva—, que al final de la obra yo te mato.
Eva sonrió y asintió con humildad. El Animus saboreó las complicadas emociones que latieron en la mente de su anfitriona. Su pensamiento era más ordenado que el de Scheydt, supuesto devoto de la Ley. En su resolución, se parecía mucho al propio Animus, ya que tenía metas fijadas a corto plazo, y cada paso que daba la acercaba más a las mismas. Sorprendido, el Animus descubrió que sentía simpatía por Eva Savinien.
Fría, profesional, la anfitriona se apartó a un lado del escenario y dejó que el sastre le cambiara el chal y el maquillador le manchara la cara con sangre falsa y cardenales azules.
—Más flores —dijo el viejo al que Eva conocía como Poppa Fritz—. Flores del palacio.
El Animus le permitió a Eva una sonrisa tensa, pues ella pensaba que la admiración de los hombres influyentes era una distracción. A pesar de todo, a despecho de su resolución y naturaleza calculadora, había dedicado su vida al teatro. Pensaba en tomar amantes, protectores, ocupar un lugar en la sociedad, pero consideraba que todo eso no eran más que puntales. Su propósito se situaba bajo los focos, sobre el escenario. Eva comprendía que era diferente y no esperaba ser amada por personas individuales. Sólo contaba el público, ese corazón colectivo que debía ganarse.
—Y un ramo especial —prosiguió Poppa Fritz—, de un espíritu bueno…
A Eva la recorrió un escalofrío que sorprendió al Animus. Poppa Fritz le tendió una tarjeta en la que podía leerse: DEL OCUPANTE DEL PALCO SIETE.
—Es el sitio del Demonio de la Trampilla —explicó el anciano.
El pánico creció en el interior de Eva, pero el Animus lo extinguió. Al investigar en la mente de la muchacha, comprendió sus instintivos miedos, el lío en el que se había metido. Podía ayudarla a superar aquellas desordenadas emociones, y así lo hizo.
El Animus comenzaba a perder su sentido de identidad independiente. Había comenzado a pensar en sí mismo como en ella misma. Su existencia anterior era un sueño, y ahora él era Eva Savinien. Ella era Eva.
La llamaron por su nombre y, sin pensarlo siquiera, la joven ocupó su lugar en el oscuro escenario. El telón se abrió por la mitad y las luces se encendieron.
Nita surgió a la vida.
Eva estaba diferente aquella noche. Por supuesto, el Demonio de la Trampilla había esperado que así fuera. Tras la conmoción que había sufrido, la mayoría de las actrices ni siquiera habrían salido a actuar.
No obstante, no podía entender cómo podía estar tan magnífica. En el escenario era una persona distinta. La muchacha que había estado chillando en el camerino había quedado atrás en alguna parte, y el público sólo podía ver a Nita. Se preguntó qué parte de la luminosidad de su actuación era debida al miedo, atribuible al recuerdo de lo que había visto.
Al haberse encarado con un monstruo en la vida real, ¿acaso estaba más capacitada para comprender a la amante de Chaida? ¿Regresaría después junto a su espíritu guía al igual que la ramera kislevita insistía en arrastrarse hasta su abusivo amante?
El fantasma estaba casi asustado. Entendía a Eva, la actriz, pero no podía ni comenzar a comprender a Eva, la mujer. En realidad, ni siquiera creía que existiera esta última.
Dentro del palco siete, se vio atormentado por los sollozos y sofocó el sonido de los mismos mientras sentía que las lágrimas caían de sus ojos enormes.
Sobre el escenario, Nita se encogía bajo el tormento de los malos tratos que le infligía Chaida. El monstruo le azotaba la espalda con una vara de sauce al tiempo que vomitaba un torrente de obscenidades, insultos y pullas.
El Demonio de la Trampilla, al igual que el resto del público, estaba conmocionado por el horror.
El Chaida encarnado por Detlef Sierck cabriolaba como un mono, casi danzando de júbilo al infligir dolor y más dolor. A medida que la actuación de Eva se hacía más enérgica, obligaba al coprotagonista a llegar cada vez más lejos.
El mal estaba presente en el Teatro Memorial Vargr Breughel, concentrado bajo las candilejas, brillando para que todos lo vieran. El doble papel de Zhiekhill y Chaida sería recordado como una de las más grandiosas actuaciones de Detlef. Era algo que iba más allá del maquillaje, pues daba la impresión de que el dramaturgo vivía de verdad aquella dualidad de las más elevadas alturas de la nobleza y las más hondas profundidades de la depravación. Algunos podrían temer por la cordura del actor y suponer que había seguido el mismo camino que el famoso Laszlo Lowenstein, que los horrores de sus personajes de ficción se habían impuesto a su vida real hasta el punto de resultar indistinguibles el hombre y el monstruo.
Sobre el escenario, el señor Chaida pisoteaba con pesadas botas a la postrada hija del posadero, aplastando alegremente la vida de la muchacha.
Escuchando desde su escondite, el Demonio de la Trampilla se había enterado de que las entradas para El doctor Zhiekhill y el señor Chaida estaban siendo revendidas a diez veces su valor real. Cada noche, los dignatarios, ocultos tras una máscara, se apiñaban en los palcos, incapaces de soportar el hecho de no haber visto la obra. Estaban apretujando más asientos en el patio de butacas y el anfiteatro, y la gente del pueblo pagaba el salario de una semana para ocupar un sitio de pie, contra las paredes, con el sólo fin de maravillarse ante el espectáculo y participar en aquel acontecimiento.
El público profirió un grito cuando la cabeza de la hija del posadero se desprendió de su cuerpo y Chaida le dio una patada y la hizo rodar hacia los bastidores.
Era algo mágico, y también frágil. Nadie sabía cuánto tiempo iba a perdurar. A la larga, la representación podría caer en una pauta establecida y convertirse en un espectáculo rutinario; entonces, los que habían sido lo bastante afortunados para verla al principio, mirarían con lástima a los que acudieran al teatro en momento posterior.
La escena cambió. Ahora Nita se encontraba sola, cantando su canción y mendigando para intentar conseguir de los transeúntes los kopecks que necesitaba para sobornar al guardia de la puerta de la ciudad y lograr que la dejara salir. Si se alejaba de Chaida, tal vez tendría una oportunidad. Si regresaba a su pueblo podría tener una vida.
La mitad del público intentaba ocultar las lágrimas.
Con las manos tendidas ante sí, sentía la bofetada de la indiferencia de los kislevitas. Concluyó la canción y avanzó por el escenario donde pequeños trozos de papel se arremolinaron en torno a ella para representar las famosas nieves de Kislev. Cubierta por sus ropas harapientas, Nita se estremeció y se rodeó el cuerpo con los brazos.
Entonces, la sombra de Chaida cayó sobre ella, y su destino quedó sellado.