DIECISÉIS

DIECISÉIS

La mujer vampiro había invadido su mundo, y el Demonio de la Trampilla aún no sabía exactamente cómo se sentía por eso. Hacía demasiado tiempo que estaba solo. Solo excepto por la existencia de Eva, y ahora la había perdido.

Desde el techo, donde podía sujetarse a los asideros que había tallado, inclinó los ojos hacia abajo y observó cómo Genevieve recorría con cuidado el corredor principal.

El Demonio de la Trampilla tenía entendido que Genevieve Dieudonné había sido actriz. Aunque sólo en una ocasión. Reconoció su valentía y cautela. El laberinto tenía sus peligros, pero ella los evitaba con destreza. Estaba habituada a rondar a oscuras por los corredores. Antes o después, los rojos destellos de sus ojos lo encontrarían.

Le palpitó el corazón dentro de su manto de oscuridad.

En una ocasión, Bruno Malvoisin había amado a una actriz, Salli Spaak. No, no a una actriz sino a una cortesana que se valía del escenario para conferirse una aureola de respetabilidad. Se había regocijado con su celebridad al acudir s multitudes a babear ante ella más que a ver la obra. Salli había sido la amante del hermano menor del emperador de su época, el príncipe Nikol. Las fortunas del teatro habían, aumentado y menguado en función de los sentimientos del sus propietarios por la dama.

Al Demonio de la Trampilla, Genevieve le recordaba a aquella tentadora mujer. Al igual que Eva, aunque Salli nunca había estado tan dotada para el escenario como la reciente protegida de Malvoisin.

Cuando Salli y el hermano del emperador se peleaban se proclamaban leyes contra el teatro y los alabarderos acudían a colocar barras en las puertas del mismo. Y cuando ella complacía a Nikol, llovían regalos y favores sobre toda la compañía.

Salli había conquistado a Bruno Malvoisin como había conquistado a muchos otros. Disfrutaba del miedo que se propagaba a su alrededor cada vez que ella le concedía sus favores a otros. No era buena idea dormir con la amante de Nikol de la Casa del segundo Wilhelm. El príncipe se había batido en duelo público y matado a varios de los admiradores de Salli, y Malvoisin sabía que un hombre que venciera en duelo al príncipe Nikol no escaparía con vida.

Genevieve miró hacia arriba y el Demonio de la Trampilla retrocedió un poco dentro de su nube de sombra artificial. Ella no pareció verlo, y él no supo si se sentía decepcionado, si quería que lo encontrara o no.

Detrás del hermoso rostro de Salli, había residido una corrupción terrible, y Malvoisin se contagió. Al igual que Genevieve —incluso que Eva—, ella no había sido del todo humana. El príncipe Nikol había acabado por suicidarse tras haberse dejado convencer para participar en un ritual impío del Proscrito Culto de Tzeentch, y Salli había sido expulsada de Altdorf por una muchedumbre enfurecida. Para entonces, Malvoisin vagaba con paso bamboleante por los callejones envuelto en una gruesa capa, e intentaba en vano disimular sus deformidades cada vez más evidentes. Por las noches había escrito resmas de papel, llenándolas de palabras como si supiera que debía verter la totalidad de la obra de su vida en unas pocas semanas. El día en que su cabeza, cada vez más hinchada, se despojó de la nariz, él se refugió bajo tierra.

Mientras sacudía la cabeza, Genevieve continuó pasillo abajo. Antes o después resolvería todos los enigmas del laberinto, y entonces el Demonio de la Trampilla tendría que considerarla como un problema.

Salli había creído en la piedra de disformidad del mismo modo que un adicto a la raíz de bruja cree en el jugo de sueños. Adquiría la sustancia a un alto precio y la añadía a su comida y a la comida de sus amantes. Malvoisin no había sido el único que había mutado. Los estigmas habían sido hallados en el cuerpo del príncipe cuando lo encontraron colgado del puente de Tres Peajes.

Era, no obstante, el único que había sobrevivido.

Salli había sido una adoradora secreta de Tzeentch, y disfrutaba propagando la corrupción a su alrededor. Había sido el instrumento escogido por el dios del Caos que lo había vencido. En Seducido por Slaanesh, se había atrevido a presentar sobre el escenario cosas que nunca habían estado destinadas para el público humano. Sus pecados quedaron registrados en la oscuridad, haciendo entrar en acción poderes ante los que no existía escapatoria posible.

Cuando Genevieve hubo pasado, el Demonio de la Trampilla descendió del techo y se posó sobre las losas de piedra del suelo. Empujó con los tentáculos dos piedras basculantes situadas en la pared con la separación suficiente para que ningún hombre normal pudiese alcanzar ambas al mismo tiempo, y se dejó caer silenciosamente por el tobogán que apareció en el suelo.

Descendió varios niveles y se deslizó dentro del reconfortante frío de las negras aguas situadas bajo el teatro.

* * *

Detlef estaba sentado sobre el escenario en la silla del de tor Zhiekhill, a solas consigo mismo en la sala vacía. Había un farol encendido en el decorado, entre las retortas y calderos del doctor, pero el resto del enorme espacio se encontraba a oscuras. Dirigió los ojos hacia las tinieblas vacías cuyas dimensiones conocía con total precisión. Distinguia apenas el terciopelo de los costosos asientos. En su isla de luz, podría haber estado solo en todo el edificio, en todo el universo.

Aún agotado por la noche anterior, no sabía si tendría la energía necesaria para la representación de esa noche, aunque esa energía siempre aparecía en el último minuto. Al menos, hasta el momento siempre había sido así. El mordisco del cuello le escocía, y se preguntó si no se le habría infectado. Tal vez él y Gené deberían mantenerse alejados durante un tiempo.

La última vez que estuvieron juntos, después de la noghe del estreno, había sido más sangrienta de lo habitual, porque la sed roja de ella era intensa. A veces, a lo largo de los años, él había tenido motivos para temer que podría no sobrevivir al acto amoroso. En medio de la excitación, ni el hombre ni la mujer vampiro tenían mucho autocontrol. Ésa, suponía él, era la verdadera meta de la excitación. Si ella lo hería demasiado profundamente, suponía que se sentiría obligada a dejarlo beber su sangre para convertirlo en su hijo n la oscuridad, para que estafara a la muerte y se convirtiera en vampiro.

Esta perspectiva, siempre flotando entre ellos pero nunca comentada, lo emocionaba y asustaba. Las parejas de vampiros tenían mala reputación incluso entre los propios vampiros.

El teatro estaba dormido a esa hora de la tarde, ya que los actores y el público no acudirían a él hasta dentro de varias horas. Como Genevieve, el Vargr Breughel sólo estaba realmente vivo tras la caída del sol.

A Genevieve la habían convertido en vampiro cuando aún era casi una niña, antes de que su personalidad estuviese formada del todo; si se daba el caso, Detlef cambiaría siendo ya un ser humano plenamente formado. «Los vampiros no podemos tener hijos —le había dicho una vez su amante—, no por los medios naturales. Y no escribimos obras de teatro». Era verdad; a Detlef no se le ocurría ninguna gran contribución a las artes, ni a cualquier otra cosa que no fuera el derramamiento de sangre, que hubiese sido hecha por uno de los no muertos. Tal vez vivir para siempre constituyera una perspectiva atractiva e intrigante, pero la frialdad que conllevaba le daba miedo.

La frialdad que podía dar vida a una Kattarin.

Las parejas de vampiros eran peores porque, con el paso de los siglos, los consortes se volvían cada vez más dependientes el uno del otro, más despectivos para con el resto del mundo, más insensibles, más asesinos. Cada uno de ellos se convertía en la única cosa real del mundo del otro. Finalmente, según le dijo Genevieve, se transformaban en una sola criatura con dos cuerpos, una bestia que se alimentaba de manera frenética y debía ser detenida con plata y espino.

Una mano le tocó el cuello y se deslizó en torno a su garganta con la suavidad de un gato. Su corazón se detuvo un instante al pensar que el Demonio de la Trampilla, enfadado por la intromisión de Gené en su madriguera, había ido a estrangularlo con un tentáculo.

Se volvió y, a la luz del farol, vio el rostro de Eva, un óvalo en reposo, una máscara gastada y carente de expresión, como el bajorrelieve de una moneda muy usada.

Su contacto era raro, ni cálido ni frío.

Le sonrió, y su rostro cobró vida. A fin de cuentas, estaba sobre el escenario, y Detlef se preguntó qué escena estaba representando la joven.

Alzando la mano y con ésta la cabeza de él, lo hizo poner de pie. Eva era lo bastante alta para mirarlo a los ojos. Lo bastante alta —al igual que Illona y muy pocas más, ya diferencia de Genevieve— para representar con él escenas de amor que se vieran bien desde el palco más remoto del teatro.

Él esperaba el beso, pero éste tardó mucho en llegar.

* * *

Genevieve había estado subiendo por una peculiar red de escaleras y escalerillas que, según comprendió, debía estar situada dentro de las gruesas paredes del Vargr Breughel. Complicadas vigas y viguetas daban soporte a las más finas planchas de piedra. Según sus cálculos, se encaminaba hacía una salida situada en el tejado del teatro, entre las dos gigantescas máscaras talladas en piedra, cómica una y trágica otra, que se alzaban sobre los aleros.

Tal vez las bocas que lloraban y reían, al igual que sus ojos, eran puertas.

Llegó a una trampilla cubierta por una gruesa capa de légamo seco que sugería un uso frecuente. Al tocar la aldabilla, tuvo uno de sus raros momentos de precognición. Con el beso oscuro, Chandagnac le había transmitido una pizca de su capacidad de adivinación. Ahora supo que al abrir esa puerta resolvería misterios, pero que las respuestas que hallaría no iban a gustarle. Su mano se detuvo sobre la aldabilla, y supo que si dejaba la puerta como estaba, su vida continuaría como era hasta entonces. Si la abría, cambiaría todo. Una vez más.

Apretó la mano en un puño y se la llevó al pecho. En aquel reducido espacio, su respiración era muy sonora. A diferencia de lo que sucedía con los vampiros Muertos Verdaderos, ella aún respiraba. Eso la hacía casi humana, al igual que la curiosidad, su necesidad de saber.

Mientras accionaba la aldaba y atravesaba la trampilla, se preguntó fugazmente si no habría sido más feliz de haberla matado su padre en la oscuridad, antes que convertirla en vampiro. Entonces habría estado completamente separada de los vivos, libre de los lazos que mantenían prisionero a su padre.

El olor del palco siete era más fuerte allí que en cualquier otro lugar que había visitado dentro del laberinto. Y no era de extrañar, porque estaba en el palco siete.

Al otro lado de las cortinas del palco, vio una luz que debia estar situada abajo, sobre el escenario. Se puso de pie y se estiró para aliviar los calambres que tenía en brazos y piernas, y luego abrió las cortinas.

Sobre el escenario, Detlef estaba ensayando con Eva.

Debía tratarse del final del tercero acto, cuando Nita apela a Zhiekhill en busca de ayuda, sin saber que el bondadoso hombre que le ha ofrecido protección, es en realidad su monstruoso torturador. Mediante patéticas insinuaciones, la pobre muchacha intenta persuadir a Zhiekhill para que le dé dinero y, debido a la excitación, él se transforma en Chaida y la derriba de espaldas sobre el diván del estudio de Zhiekhill en una representación viva altamente sugerente de la acción que debe tener lugar entre actos, en la mente del público.

Mientras los observaba besarse, Genevieve aguardaba la transformación. Y se produjo, pero no la que ella había estado esperando.