CATORCE

CATORCE

La noche anterior, el Demonio de la Trampilla había oído que Genevieve y Detlef hablaban de él. Poppa Fritz había evocado la época precedente al comienzo de su mutación.

La época en que había sido Bruno Malvoisin.

El dramaturgo del pasado parecía ahora otra persona, un personaje del que se había despojado junto con su cuerpo humano.

En el pasadizo que corría por detrás de las salas de ensayo y desde el que podía observar cómo trabajaba la compañía, estiraba al máximo sus principales tentáculos. Solía envolverse en una capa, elevar el centro de su cuerpo e imaginar que tenía un vientre y dos piernas humanas bajo el pecho. Esa mañana se dejó caer en una postura natural con los tentáculos esparcidos como las hojas de un nenúfar, y sus otros órganos externos y el duro pico protegidos por la correosa tienda que formaba su cuerpo.

En él quedaba muy poco de Malvoisin.

En la sala de ensayo, Detlef estaba leyendo notas acerca de los actores. Esa mañana tenía pocos comentarios que hacer, más distraído por el remolino de acontecimientos que rodeaba la obra, que plenamente implicado en la propia actuación.

El Demonio de la Trampilla se sentía intrigado por Eva.

Su protegida se hallaba sentada a un lado, como siempre, y Reinhardt revoloteaba con aire culpable en torno a Illona a la que dedicaba exageradas atenciones. Eva estaba otra vez serena y había recobrado el control, diferente de la noche anterior. Era como si nunca hubiese visto la verdadera forma de él. ¿O tal vez había hallado dentro de sí la fuerza necesaria para aceptar lo que había visto? Cualquiera que fuese el caso, esa mañana no se mostraba preocupada por el monstruo con el que se había encontrado la velada anterior.

Algunas de las muchachas del coro habían estado parloteando acerca de un asesinato ocurrido hiera del teatro. El Demonio de la Trampilla no sabía nada al respecto, excepto que antes o después lo culparían a él.

Cuando era Malvoisin, había escrito sobre el mal, sobre lo atractivo que éste podía resultar y qué camino tan seductor era. Cuando comenzó a cambiar, pensó que él mismo había sucumbido a las tentaciones de Salli, como Diogo Briesach había sucumbido a sus demonios privados en Seducido por Slaanesh. Luego, a medida que se volvía menos limitado por el pensamiento humano, llegó a darse cuenta de que no había en él más maldad cuando cambió su cuerpo, que antes de la mutación.

En cierto sentido, la mutación lo había liberado. Tal vez: ésa era la broma de Tzeentch a sus expensas: que sólo podría tomar conciencia de su humanidad cuando su forma humana quedara enterrada en una masa de carne parecida a un calamar. No obstante, se daba cuenta de que, para otros, la piedra de disformidad era un contaminante del alma tanto como del cuerpo.

Mientras observaba a Genevieve, que a su vez observaba a Detlef con una atención nueva, el Demonio de la Trampilla se preguntó si no le habrían disparado a su protegida una esquirla de piedra de disformidad.

Eva Savinien había cambiado, y todavía continuaba cambiando.

* * *

Había dejado que la compañía hiciera un descanso para almorzar, tras decirles que no tenían que regresar hasta la función de esa noche. La extraña historia del doctor Zhiekhill y el señor Chaida ya rodaba por sí sola, y Detlef casi había llegado al punto en que, aunque todo lo demás no estuviera derrumbándose, habría estado dispuesto a dejarla continuar por sí sola. Las representaciones que permanecían mucho tiempo en cartel evolucionaban por su propia cuenta y hallaban maneras de sobrevivir. Incluso le estaba agradecido a Eva Savinien, cuya impredecible brillantez estaba azuzando a todos los miembros de la compañía en direcciones inesperadas.

Illona, por ejemplo, estaba sugiriendo que podría tener dotes para encarnar a una heroína trágica a medida que entrara en el tramo de edad adecuado para papeles como el de la emperatriz Magritta o el de la esposa de Ottokar.

En las habitaciones de Poppa Fritz, encontró a Genevieve rodeada de mapas desenrollados y sujetos por las esquinas con libros y objetos pequeños. La acompañaban el portero de la entrada de artistas y Guglielmo, e intentaba interpretar los diagramas de los túneles que había bajo el teatro.

—Bien —dijo Genevieve—, ¿estamos de acuerdo? Este es una falsificación deliberada, hecha para que la encontraran los enemigos de alguien que se refugiara allí.

El hombre de aspecto más viejo asintió con la cabeza.

—Está marcado con demasiada claridad —observó Guglielmo—. Es obvio que está destinado a extraviar a cualquiera que confíe en él, y tal vez a conducirlo hacia trampas.

—¿Qué se traen entre manos los tres conspiradores? —preguntó Detlef—. ¿Acaso planeáis uniros al movimiento revolucionario del príncipe Kloszowski?

—Voy a intentar encontrarlo —replicó Genevieve.

Iba ataviada con ropas que Detlef no le había visto puestas desde hacía años. En Atldorf, ella solía preferir las prendas discretas pero elegantes sedas blancas y ropones bordados de Catai. Ahora llevaba cazadora y botas de cuero, calzones ajustados de tela gruesa y una camisa de hombre. Se parecía a Violetta cuando se disfrazaba de su hermano mellizo en la obra Hexanachtabend, de Tarradasch.

—¿Encontrarlo?

—A Malvoisin.

—El Demonio de la Trampilla —explicó Poppa Fritz. En la penumbra, el rostro del propio anciano parecía un pergamino arrugado.

—¿Por qué, Gené?

—Creo que está sufriendo.

—Todo el mundo sufre.

—No puedo hacer nada por todo el mundo.

—¿Y qué puedes hacer por esa criatura, aun en el caso de que sea Bruno Malvoisin?

—Hablar con él, enterarme de si necesita algo. Creo que se asustó tanto como Eva por lo que ocurrió.

Poppa Fritz enrolló el mapa falso y lo metió en su tubo, tosiendo a causa del polvo que salió del mismo.

—Es alguna especie de mutante, Gené. Tiene que haber perdido la razón. Podría ser peligroso.

—¿Como era peligroso Vargr, Detlef?

Vargr Breughel había sido el director de escena de Detlef y su ayudante. Enano nacido de padres normales, había permanecido con el dramaturgo y director desde el comienzo de su carrera. Al final resultó que era un ser mutado del Caos, y se suicidó antes que dejarse torturar por un hombre estúpido.

—¿Como eres peligroso tú?

Detlef había nacido con seis dedos en un pie, y su padre había remediado eso con una cuchilla de carnicero cuando él era un bebé.

—¿Como soy peligrosa yo?

Abrió su boca provista de afilados colmillos y engarfió juguetonamente las manos. Luego hizo desaparecer su cara de monstruo.

—Sabes tan bien como yo que, a veces, la piedra de disformidad sólo te convierte en monstruo por fuera.

—Muy bien, pero llévate a algunos de nuestros guardias.

Genevieve se echó a reír y estrujó un candelabro de decoración hasta convertirlo en una bola de metal.

—Sólo servirían para que tuviera que cuidarlos a ellos, Detlef.

—Es tu vida, Gené —replicó él con tono fatigado—. Haz lo que quieras con ella.

—Desde luego que tengo intención de hacerlo. Poppa Fritz, voy a entrar allí —señaló un plano—, desde el patio de butacas. Tendremos que forzar esta vieja trampilla para abrirla.

—Gené —dijo Detlef al tiempo que posaba una mano sobre un hombro de ella. Aunque a veces se comportaba como una niña, era también una anciana. Ella le dio un beso rápido.

—Tendré cuidado —prometió.

* * *

Reinhardt Jessner sabía que estaba haciendo una estupidez, pero no podía evitarlo. Sabía que estaba haciéndole daño a Illona y que les haría daño a los gemelos de ambos, Erzbet y Rudi. En el fondo, estaba haciéndose más daño a sí mismo que a los demás.

Pero Eva tenía algo. La llevaba en la sangre como el veneno de una serpiente, y no podían extraérselo con un simple corte. Desde la noche del estreno de El doctor Zhiekhill y el señor Chaida, la perdición comenzó a filtrarse en su interior; lo supo durante la fiesta que siguió. Desde entonces era inevitable que uno u otro hiciera un movimiento. Lo hizo ella, pero con toda facilidad podría haber sido él.

Se sentía físicamente enfermo cuando estaba lejos de Eva, incapacitado para pensar en nada ni en nadie que no fuese ella. Y cuando estaba con ella sentía otro tipo de dolor, una culpabilidad que lo remordía, una aversión por sí mismo, una conciencia de su propia estupidez.

Cuanto más amaba a Eva, más seguro estaba de que la muchacha lo dejaría. No podía hacer nada más por ella. Sólo era una piedra medio hundida en la corriente sobre la que ella podía pasar. Más adelante había piedras más grandes y sólidas, y Eva avanzaría hacia ellas.

Durante la tarde, habían robado unas pocas horas para estar juntos fuera del teatro, gozándose en la caliente oscuridad, tras las cortinas echadas del desván donde ella vivía. Eva ya lo había dejado atrás, agotado, para deslizarse luego a un relajado sueño mientras él, exhausto, permanecía tendido y despierto a su lado sobre la estrecha cama, con la mente hecha un torbellino, incómodo.

No era la primera vez, pero sí la peor. Antes, Illona lo había sabido pero fue capaz de soportar la situación. Las otras aventuras no habían sido duraderas, no podían serlo.

Él casi llegó a pensar que Illona lo había alentado a que le fuera infiel, y habían estado mejor después que antes. Los matrimonios entre gente del teatro eran difíciles y solían irse a pique. Las pequeñas distracciones les daban fuerzas para continuar.

Ahora, Illona estaba siempre hecha un mar de lágrimas. En casa, los gemelos siempre se estaban peleando y exigiendo cosas. Él pasaba allí el menor tiempo posible, y prefería estar con Eva o en el gimnasio de la calle del Templo, practicando esgrima o levantamiento de pesas.

Eva se removió a su lado, y las mantas cayeron de su rostro dormido. La luz diurna se filtraba a través de la tosca trama de las cortinas, y Reinhardt bajó los ojos hacia la muchacha.

Sintió un escalofrío. Dormida, Eva tenía un aspecto extraño, como si hubiera una fina capa de vidrio extendida sobre su semblante. Reinhardt captó extraños semirreflejos en la superficie de la misma.

Le tocó una mejilla y descubrió que era dura como la de una estatua.

Al presionar con los dedos, la textura de la piel cambió y se volvió flexible y tibia. La joven abrió los ojos y lo aferró por la muñeca con una fuerza sorprendente.

Ahora se sentía realmente atemorizado por ella.

Eva se sentó, lo presionó contra la pared escayolada y pegó su cálido cuerpo al de él, con el rostro despojado de toda expresión.

—Reinhardt —dijo—, hay cosas que debes hacer por mí …