DIEZ
DIEZ
Había perdido la noción del tiempo y no sabía durante cuántos años había permanecido prisionera. Su existencia anterior a la llegada a Udolpho era un recuerdo vago y distante. Había estado casada, según creía, y tenía hijos. Había vivido en una ciudad cercana al mar, y su esposo había sido un marinero que había llegado a tener su propia barca, y luego su propia línea de transporte marítimo. Luego había viajado y, durante una de aquellas condenadas tormentas eléctricas, había llegado a Udolpho.
Sus captores la llamaban Mathilda, pero ella no se llamaba así. Su nombre real era…
Mathilda.
No. Era…
No podía recordarlo.
Zschokke, el hombre alto de cara deformada que le llevaba las comidas, no podía hablar. Sin embargo, a menudo lo acompañaba un viejo loco y encorvado que se llamaba Schedoni y que siempre la llamaba Mathilda. Le hablaba como si fuese una mutante digna de lástima, pero a ella no le sucedía nada malo.
No era una víctima de la piedra de disformidad, sino una mujer normal.
Intentó levantar la cabeza, pero los pesos que Zschokke le ataba alrededor de la misma mientras dormía eran excesivos.
En otros tiempos había habido allí una tronera, pero la habían tapiado con ladrillos.
Nunca sabía si era de día o de noche, pero sabía cuándo había una tormenta. Podía oír el trueno, y las piedras del techo se mojaban y a veces el agua le goteaba encima.
No sabía por qué la tenían prisionera. Al principio había implorado que la dejaran en libertad, y luego que le dieran explicaciones. Ahora ya no se molestaba. La llamaban Mathilda y sentían lástima por ella, pero nunca la dejarían marchar. Moriría en aquella habitación y la enterrarían bajo una losa en la que aparecería tallado el nombre de Mathilda Udolpho. Ése sería su destino.
En una ocasión había escondido un hueso de pollo de una de sus comidas y lo había partido para fabricarse una herramienta afilada. Durante meses había estado rascando el mortero que unía las piedras, aflojando los enormes bloques. Apoyaba la cabeza contra el frío muro mientras trabajaba con su paleta de hueso, y se le había aplanado una parte de la cara.
Al final, Zschokke la había sorprendido. Ella había intentado cortarle la vena del cuello con el afilado hueso, pero sólo logró rasgarle la piel. Él no la maltrató por haberlo atacado pero, desde entonces, la carne roja y las aves sólo se las llevaban convertidas en filetes.
Intentó recordar a su verdadero esposo, su familia auténtica, pero sólo pudo ver el semblante de Schedoni Udolpho y recordar los nombres de los hijos que él le decía siempre que habían tenido: Montoni, Ambrosio, Flaminea…
Intentó ponerse de pie pero no pudo. La cabeza le pesaba como una bala de cañón, y hacía tiempo que se le había marchitado el cuello. Podía recoger las rodillas y acuclillarse, pero su cabeza permanecía anclada en el piso.
Estirando con las manos y empujando con los pies, se arrastró por el suelo de la habitación, mientras la alfombra se arrugaba debajo de ella. Un día, Mathilda saldría, y entonces todos se iban a arrepentir.