DOS
DOS
El futuro emperador se había sentido impresionado por la obra, y Genevieve sabía que eso complacería a Detlef. Durante la fiesta, por todas partes se mantenían acalorados debates acerca de los méritos de La extraña historia del doctor Zhiekhill y el señor Chaida. Mornan Tybalt, el canciller de fina nariz, expresaba quedamente su profunda desaprobación, mientras que el conde Rudiger aparentemente había bostezado durante toda la representación y se mostraba displicente al no entender a qué venía tanto alboroto.
Dos críticos estaban a punto de llegar a las manos, ya que uno proclamaba que la obra era una obra maestra inmortal mientras que el otro recurría al establo en busca de metáforas.
Guglielmo Pentangeli, administrador y antiguo compañero de celda de Detlef, se mostraba feliz y predecía que, con independencia de lo que una persona pensara de El doctor Zhiekhill y el señor Chaida, durante el año siguiente resultaría imposible aventurarse en sociedad sin haberse formado una opinión. Y para formarse una opinión, sería necesario procurarse una entrada.
Genevieve se sentía observada, como le sucedía cada noche, pero nadie hablaba con ella acerca de la obra, cosa que cabía esperar ya que se encontraba en una posición peculiar por estar relacionada con Detlef, aunque no con su obra. Puede que algunos consideraran poco delicado darle una opinión o pedirle la suya. De todas formas, ella se sentía extraña, ajena a la obra que acababa de ver, casi incapaz de relacionarla con el hombre cuyo lecho compartía —aunque raras veces lo ocupaba al mismo tiempo que él—, e igualmente incapaz de comprender del todo la chispa que hacía que Detlef pudiese ser al mismo tiempo el doctor Zhiekhill y el señor Chaida. Últimamente, el interior de Detlef había estado oscureciéndose.
En la sala de recepción del Vargr Breughel los invitados bebían y picaban en el buffet. Félix dirigía a un cuarteto que ejecutaba una suite de piezas de la obra, y Guglielmo hacía todo lo posible mostrarse cortés con von Unheimlich, que estaba describiendo con lujo de detalles un error de esgrima del kislevita encarnado por Reinhardt. Un cortesano a quien Genevieve conocía —por haber bebido su sangre en una ocasión, en la taberna de la Luna Creciente—, elogió el vestido que llevaba y ella le devolvió una sonrisa, pues recordaba su nombre pero no su título nobiliario en concreto. Incluso tras casi setecientos años pasados intermitentemente en las cortes del Mundo Conocido, se sentía confundida por la etiqueta.
* * *
Los actores aún se encontraban en sus camerinos, donde se quitaban el maquillaje y los trajes de escena. Detlef estaría también repasando con los actores las notas que había tomado.
Para él, cada representación era un ensayo general de la actuación ideal y perfecta de la obra que tal vez podría conseguirse al fin, mediante algún milagro, pero que jamás llegaba a producirse. Decía que en cuanto dejara de sentirse decepcionado por su propio trabajo, lo abandonaría, no por haber logrado la perfección sino por haber perdido la cordura.
Los que comían y bebían le recordaron a Genevieve sus propias necesidades. Esa noche, cuando acabara la fiesta, bebería de Detlef. Esa sería la mejor forma de saborear conjuntamente el triunfo de él: lamer las diminutas costras que tenía bajo la línea de la barba y beber su sangre aún especiada por las emociones de la representación. Esperaba que él no bebiera demasiado. El exceso de alcohol en la sangre le causaba a ella dolor de cabeza.
—Genevieve —dijo el príncipe Luitpold—, tus dientes…
Ella los sintió afilados contra el labio inferior e inclinó la cabeza. El esmalte se le contrajo y los colmillos volvieron a deslizarse dentro de las fundas de sus encías.
—Lo siento —se disculpó.
—No lo sientas —respondió el príncipe, casi riendo—. No es culpa tuya, es tu naturaleza.
Genevieve se dio cuenta de que Mornan Tybalt, que no sentía ninguna simpatía por ella, los observaba atentamente, como si esperase que desgarrara la garganta del heredero de la corona imperial y metiera la cara en un chorro de sangre real. Ya había saboreado la sangre real, y no se diferenciaba en nada de la de un cabrero. Desde la caída del archilector Mikael Hasselstein, Mornan Tybalt había sido el consejero más cercano al emperador y defendía con celo su posición, temeroso ante cualquiera —por insignificante e improbable que pareciese— que pudiera ganarse el favor de la Casa del segundo Wilhelm.
Genevieve sabía que el ambicioso canciller no era un hombre que gozara de muchas simpatías, especialmente entre aquellos que tenían por héroe al conde Rudiger, es decir la vieja guardia de la aristocracia, los electores y los barones. Genevieve aceptaba a la gente tal cual era, pero se había visto lo bastante involucrada con los grandes y buenos para no desear tomar partido en ningún conflicto de facciones de la corte imperial.
—Aquí tenemos a nuestro genio —dijo el príncipe.
Detlef hizo su entrada, transformado del harapiento monstruo de la obra en un afable dandy, vestido con tanta magnificencia como podía lograr el modisto de la compañía, con un jubón bordado que le disimulaba el abultado vientre de un modo halagador. Hizo una profunda reverencia ante el príncipe y besó su anillo.
Luitpold tuvo la decencia de mostrarse azorado, y Tybalt los miró como si esperase otro intento de asesinato. Por supuesto, la razón por la que a Detlef y Genevieve se les permitía una intimidad tal en la presencia imperial era que, en el castillo Drachenfels, ellos habían frustrado un atentado semejante. De no haber sido por la intervención del actor y la chupasangre, el Imperio se encontraría ahora gobernado por una marioneta del Gran Hechicero y habría comenzado una nueva Edad Oscura para todas las razas del mundo.
O, mejor dicho, una edad más oscura.
El príncipe elogió a Detlef por la obra, y el actor y director apartó a un lado los elogios con un gesto de extravagante modestia que le confería un aire de humildad al tiempo que transmitía lo complacido que se sentía ante la aprobación de su patrocinador.
Comenzaban a llegar los demás actores. Reinhardt, con una venda en torno a la cabeza donde Detlef le había asestado un golpe demasiado fuerte durante la lucha final, iba flanqueado por su esposa Illona y por la ingenua Eva. Varios galanes de inclinaciones artísticas se apiñaron en torno a Eva, y Genevieve detectó un ligero gesto de celos por parte de Illona. El propio príncipe Luitpold había preguntado si podían arreglarle una presentación con la joven actriz. Habría que vigilar a Eva Savinien.
—Por Ulric, que ha sido todo un espectáculo —dijo Reinhardt, tan extrovertido como siempre, mientras se frotaba la herida—. El Demonio de la Trampilla debería estar encantado.
Genevieve rio el chiste. El Demonio de la Trampilla era una superstición popular del teatro Vargr Breughel.
A Detlef le dieron vino, y a su vez se dedicó al cortejo.
—Gené, amor mío —dijo al tiempo que le besaba una mejilla—, tienes un aspecto maravilloso.
Ella se estremeció ligeramente con su caricia, nada convencida de la calidez con que él le hablaba porque siempre estaba representando un papel. Era su naturaleza.
—Nos has proporcionado un festín de horrores, Detlef —dijo el príncipe—. Nunca en mi vida me he sentido tan asustado. Bueno, quizás una vez…
Detlef, serio por un instante, acusó recibo del comentario de Luitpold.
Genevieve reprimió otro estremecimiento y se dio cuenta de que aquello había recorrido todo el salón. Por un momento pudo ver rostros inquietos entre la alegre compañía. Detlef, Luitpold, Reinhardt, Illona, Félix.
Los que se habían encontrado presentes en la representación que tuvo lugar en el castillo Drachenfels, siempre serían seres aparte del resto del mundo. Todos habían cambiado a causa de aquella experiencia, y Detlef más que ningún otro. Todos sentían que unos ojos invisibles los observaban.
—Hemos vivido demasiados horrores en Altdorf —comentó Tybalt mientras se acariciaba la barbilla con una mano mutilada—. Aquel asunto de hace cinco años, con Drachenfels. La pequeña escaramuza de Konrad el Héroe con nuestros amigos de piel verde. Los asesinatos de la Bestia. Los tumultos provocados por el revolucionario Kloszowski. Ahora, este asunto con el Halcón de Guerra…
Varios ciudadanos habían sido asesinados hacía poco por un halconero que les había lanzado encima un ave de presa. El capitán Haraid Kleindeinst, conocido como el policía más duro de la ciudad, había jurado llevar al asesino ante la justicia, pero éste aún se encontraba en libertad y continuaba matando a cuantos le daba la gana.
—Al parecer —continuó el canciller—, nos estamos hundiendo en sangre y crueldad. ¿Por qué has sentido la necesidad de aumentar nuestra carga de pesadillas?
Detlef permaneció en silencio por un momento. Tybalt acababa de hacerle una pregunta que muchos debían haberse formulado a lo largo de la velada. A Genevieve no le gustaba aquel hombre pero reconocía que, sólo por una vez, podría tener algo de razón.
—¿Y bien, Sierck? —Insistió Tybalt más allá de lo que resultaba cortés—. ¿Por qué hacer hincapié en las cosas terribles?
A los ojos de Detlef afloró una mirada que Genevieve había aprendido a reconocer. Se trataba de la expresión oscura que aparecía siempre que recordaba la fortaleza de Drachenfels. La cara de Chaida que eclipsaba el rostro de Zhiekhill sobre el escenario.
—Canciller —dijo—, ¿qué te hace pensar que tengo alguna elección?