UNO
UNO
Altos árboles rectos se erguían por todas partes como los barrotes de una jaula. Si Doremus alzaba los ojos, apenas podía ver los tonos blanco azulados del cielo a través del dosel de hojas del bosque de Drakwald.
Incluso a mediodía, era aconsejable recorrer aquellos senderos con un farol. Aconsejable para el viajero, claro está. El cazador tenía que renunciar a la seguridad por temor a que su luz alarmara a las presas.
Con calma, el conde Rudiger, su padre, posó una mano sobre su hombro para llamarle la atención. Apretó con demasiada fuerza, dejando entrever la emoción que lo embargaba, e hizo un gesto con la cabeza hacia el noroeste.
Sin volverse con demasiada rapidez, Doremus miró en la dirección indicada y captó el último atisbo de lo que había visto su padre.
Puntos de luz reflejada, como cortas dagas de plata que rasparan la corteza de un árbol.
El padre dio un golpecito en el hombro de Doremus con dos dedos. Dos animales.
Las chispas de luz habían desaparecido, pero las bestias aún estaban allí. La brisa soplaba del norte, así que no les llevaría el olor de los cazadores.
Silenciosamente, el padre sacó una flecha larga de la aljaba y la colocó en su arco de guerra. El arma era más larga que un hombre alto, y Doremus observó cómo Rudiger lo tensaba y en su cuello y brazo abultaban los tendones a causa del esfuerzo. El conde cerró los dedos en torno a las plumas de la flecha cuya afilada punta triangular descansó contra los nudillos de la otra mano.
En una ocasión, debido a una apuesta, el conde Rudiger von Unheimlich había permanecido de pie durante todo un día con el arco tenso y, a la hora del crepúsculo, había acertado en el centro de la diana. Los amigos contra los que había apostado apenas lograron aguantar una hora cada uno con el arco tenso, y habían perdido sus armas en la apuesta. Dichos trofeos, que colgaban en la cabaña de caza, eran elegantes y costosos objetos de artesanía con finas incrustaciones y perfectamente templados. Rudiger no habría usado unos juguetes como aquéllos, pues depositaba su confianza en una rama de madera lisa que él mismo había cortado de un sauce, y en un artesano que sabía que un arco era un instrumento destinado a matar, no un adorno para caballeros.
El conde avanzó con sigilo hacia la presa y se inclinó con la flecha apuntando al duro suelo. Ahora era visible el rastro del animal, delicadas huellas de pezuñas sobre el rocoso suelo cubierto de musgo del bosque. Incluso a esa avanzada hora del día, aún había escarcha. A un dedo de profundidad bajo la capa de hojas de árboles mezcladas con cantos rodados, la tierra estaba tan congelada que era dura como el hierro. Pronto llegarían las nieves y pondrían punto final al deporte del conde Rudiger.
Haciendo un esfuerzo para respirar sin hacer ruido, Doremus cogió una de sus propias flechas y la colocó en su arco de sauce, tras lo cual tensó la cuerda hasta dos tercios del máximo al tiempo que sentía que en el hombro se le formaba un doloroso nudo muscular debido a su lucha contra la tripa de gato y la madera. Como todo el mundo señalaba siempre, Doremus von Unheimlich no era su padre.
Los demás se rezagaron respecto al hijo y su progenitor. Otho Waernicke, que había recibido órdenes explícitas de no andar por ahí con la torpeza de un jabalí y delatar la presencia de los cazadores, se movía con cautela, las carnosas manos metidas en el cinturón, y vigilando cada paso por si había ramitas que crujieran o zonas resbaladizas.
El viejo conde Magnus Schellerup, el último de los soldados a quienes el fallecido emperador Luitpold había llamado sus Invencibles, mostraba en los finos labios su ancha sonrisa de calavera, y tenía enrojecidas las cicatrices que convertían en un enredo una de su mejillas, a causa de la emoción de la cacería que le hacía subir la sangre a la cara. La única concesión que le hacía al transcurso de los años eran las muchas capas de pieles que lo convertían en un jorobado. Magnus podría quejarse de sus viejos huesos, pero era capaz de medirse con hombres cuarenta años más jóvenes que él en una competición de fuerza. Bakhus, el guía de espesa barba, y su delgada compañera nocturna cerraban la retaguardia y se encargaban de recoger las piezas. La muchacha se aferraba al hombre como una sanguijuela, y cuando Doremus pensaba en ella tenía que reprimir un estremecimiento de disgusto.
Observó a su padre, que vivía para esos breves instantes en que se aproximaba a la presa y el peligro era mayor, cuando no podía tenerse conocimiento previo de la igualdad que existía entre los combatientes. El conde Magnus era igual y sólo se quedaba rezagado por deferencia hacia von Unheimlich, pero consumido por la codicia de una caza honorable. A Doremus se lo habían explicado desde que estaba en la cuna, y había escuchado historias de trofeos ganados y perdidos, pero continuaba sin hallarle el sentido, realmente.
Un músculo del brazo le temblaba, y sintió que la cuerda del arco se le clavaba en los dedos como si fuese el filo de una navaja.
—No sirve de nada si no sangras —le había dicho su padre—. Tienes que hacerte una muesca en la carne del mismo modo que la haces en el arco. Tu arma forma parte de ti del mismo modo que, cuando llega el momento, tú formas parte de ella.
Para superar el dolor, Doremus lo aumentó. Tensó aún más hasta que la punta de la flecha tocó el círculo formado por su pulgar y dedo índice y le arañó la membrana que mediaba entre ambos. Le dolían los tendones del hombro y el codo, y apretó los dientes con fuerza.
Esperaba que su padre estuviera orgulloso de él. El conde Rudiger no miró hacia atrás, pues sabía que su hijo no se atrevería a fallar.
Rudiger rodeó un árbol y se quedó completamente inmóvil tras erguirse. Doremus avanzó hasta situarse junto a él. Ambos pudieron ver las presas.
En los últimos cincuenta años se había producido un hundimiento que había derribado varios árboles que yacían, sentenciados pero aún vivos, con las ramas tendidas en direcciones extrañas; la depresión resultante se había llenado de agua de lluvia. Aquella zona del bosque sufría frecuentes hundimientos al derrumbarse los túneles de los enanos, y él terreno era tan peligroso como cualquier criatura de los bosques. El estanque estaba encalmado, cubierto por una capa de hielo tan fino como pergamino, sembrado de hojas de árbol de color pardo rojizo.
Al otro lado del estanque, donde el hielo estaba roto, se encontraban las presas con la cabeza baja para beber el agua en la que sus cuernos trazaban estelas al moverse.
Detrás de ellos, alguien inspiró ruidosamente ante aquel espectáculo. Era la compañera de cama de Bakhus, maldita fuera la muchacha.
Como si fuesen uno solo, los unicornios alzaron la cabeza con los ojos alarmados y los cuernos apuntando al grupo de cazadores.
Se produjo un instante de inmovilidad. Doremus recordaría cada detalle de aquella fracción de segundo. Los cuernos de los unicornios chispeando de agua, lustrosos como metal recién bruñido. El vapor que se desprendía de los flancos de las bestias. Los turbios ojos color ámbar, brillantes de inteligencia. Las sombras de las retorcidas ramas de los árboles caídos. El croar de los sapos verdes en la orilla del estanque.
Los unicornios eran sementales esbeltos y pequeños como potros purasangre, blancos, con el característico jaspeado negro de su tribu en el enmarañado pelaje de las barbas y el vientre.
La flecha del conde Rudiger voló por el aire antes de que la muchacha hubiese acabado su sonora inhalación, y se clavó en el ojo de su objetivo antes de que Doremus hubiese logrado apuntar. El unicornio de Rudiger relinchó y pataleó al salirle la punta de la flecha por la parte trasera de la cabeza, y se levantó de manos.
El estremecimiento de la muerte llegó con rapidez, mientras le manaba sangre del ojo y las fosas nasales.
El unicornio al que apuntaba Doremus ya había dado media vuelta y se alejaba antes de que pudiese disparar la flecha, por lo cual, al soltarla, tuvo que levantar la mano izquierda para corregir la puntería.
—Buen disparo, Dorrie —le dijo Otho al tiempo que le palmeaba el hombro dolorido. Doremus dio un respingo e intentó no demostrar el dolor que sentía.
El unicornio ya estaba casi fuera de la vista cuando lo alcanzó la flecha, que le rozó un flanco donde abrió un tajo rojo en la piel blanca, para luego clavársele profundamente debajo del costillar.
Debería haberle dado en el corazón.
El unicornio tropezó y cayó, pero volvió a levantarse, y de la herida manó un borbotón de sangre.
El animal profirió un lamento que le vació los pulmones.
—Lo has matado —declaró el conde Magnus con un asentimiento de aprobación.
Doremus no podía creerlo. Desde el momento en que escogió la flecha había tenido la seguridad de que fallaría, como solía sucederle. Asombrado, miró a su padre. Las espesas cejas del conde Rudiger estaban fruncidas y su semblante presentaba una expresión sombría.
—Pero no lo has matado limpiamente —dijo.
El unicornio al que había disparado Doremus continuó alejándose con paso tambaleante y desapareció entre los árboles.
—No irá muy lejos —le aseguró Bakhus—. Podemos seguir su rastro.
Todos miraban a Rudiger, en espera de su veredicto.
Con aire severo, pasó por encima de la cresta del hundimiento, escogiendo cuidadosamente el sitio donde ponía los pies entre las enredaderas del suelo incrustadas de hojas secas. Había vuelto a colgarse el arco a la espalda, y ahora tenía desenvainado su cuchillo de caza forjado por enanos. La fortuna von Unheimlich era una de las más grandiosas del Imperio pero, aparte del arco, aquel cuchillo era la posesión más preciada del conde.
Todos siguieron al cazador jefe, y rodearon el tranquilo estanque hasta la bestia caída.
—Es una lástima que sólo fuese un semental —comentó el conde Magnus—. De lo contrario, habría sido un buen trofeo.
El padre de Doremus profirió un gruñido y el muchacho recordó los preceptos de los cazadores que le habían hecho aprender de memoria cuando era niño. El cuerno de unicornio que su bisabuelo había llevado al refugio de caza de los von Unheimlich, era de una hembra. Sólo las hembras de unicornio constituían un trofeo.
El unicornio que había matado Rudiger ya comenzaba a pudrirse, y supurantes manchas marrones se extendían por toda su piel como la podredumbre en una manzana golpeada. Los machos de unicornio no se conservaban durante mucho tiempo después de matarlos.
—Pronto podrás recuperar la flecha, Rudiger —comentó el conde Magnus—. Algo es algo.
Rudiger estaba de rodillas junto a la presa, y la empujó con el cuchillo. El animal estaba realmente muerto. Mientras lo observaban la putrefacción se propagó y la hedionda piel se hundió sobre el esqueleto que se desmenuzaba. El ojo sano se marchitó y sobresalió de la cuenca. Los gusanos retorcían entre los despojos, como si el animal llevase varia días muerto.
—Es asombroso —comentó Otho, que hizo una mueca ante el hedor.
—Es la naturaleza de la bestia —explicó Bakhus—. Hay algo mágico en su conformación. Los unicornios viven muchos más años de lo que deberían, y cuando la muerte les da alcance, lo mismo hace la putrefacción.
La pálida muchacha chasqueaba la lengua para sí, con rostro inexpresivo. Para ella no podía ser agradable ver algo semejante, saber que ese mismo destino acabaría siendo el suyo.
Rudiger volvió a guardar el cuchillo, recogió un puñado de sangre ya casi fría del unicornio, y la acercó al rostro de Doremus.
—Bebe —dijo.
Doremus tuvo ganas de retroceder, pero sabía que no podía hacerlo.
—Debes tomar algo de la presa. Cada una que matas, te hace más fuerte.
Doremus miró al conde Magnus, que sonrió. A pesar del destrozo de color rojo vivo que un gato salvaje había hecho en su cara, era un hombre de aspecto bondadoso que a menudo parecía más dispuesto que su propio padre a pasar por alto la supuesta debilidad y los defectos de Doremus.
—Adelante, hijo mío —dijo Magnus—. Te meterá hierro en los huesos y fuego en el corazón. Los libertinos de Middenheim juran por la potencia de la sangre de un unicornio. Serás partícipe de la virilidad del semental y engendrarás muchos buenos hijos varones.
Haciendo acopio de coraje, Doremus metió la cara en la mano de su padre y tragó un poco de aquel espeso líquido rojo. No tenía ningún sabor en particular. Con una cierta decepción, no sintió que se produjera en él cambio alguno.
—Haremos de ti un hombre —declaró Rudiger mientras se limpiaba las manos.
Doremus miró en torno a sí al tiempo que se preguntaba si veía con más claridad. El guía acababa de decir que había algo mágico en la conformación de la bestia, así que tal vez la sangre tenía las mismas propiedades.
—Debemos seguir al semental herido —declaró Bakhus—. No debe permitirse que llegue hasta la yegua de la tribu.
Rudiger no dijo nada.
De repente, Doremus tuvo ganas de vomitar. El estómago se le agitó, pero él retuvo su contenido.
Por un instante, vio a sus compañeros como si llevaran máscaras, máscaras que reflejaban la verdadera naturaleza de cada uno. Otho tenía la mofletuda cara de un cerdo; Bakhus, el hocico húmedo de un perro; la muchacha era una bonita y bruñida calavera; Magnus tenía el rostro suave y apuesto del joven que había sido.
Se volvió a mirar a su padre, pero la visión había pasado y vio al conde como lo veía siempre, con sus facciones férreas que no expresaban nada. Tal vez era cierto que había magia en la sangre del unicornio.
Ahora, el animal no era más que un montón de fragmentos de hueso aplastado contra el suelo del bosque, que exudaba fluidos. Otho empujó el cadáver con un pie y abrió una brecha en la piel por la que salió una burbuja de aire nauseabundo y líquido amarillo.
—Puaaaj —dijo Odio con una mueca exagerada—. Huele como el taparrabos de un luchador enano.
Rudiger retiró la flecha de la cabeza del unicornio cuyo cráneo, fino como el papel, se rompió. Estudió el asta durante un momento, pero luego la partió en dos y arrojó los trozos sobre el cadáver.
—¿Y el cuerno? —preguntó Otho al tiempo que tendía: una mano hacia el mismo—. ¿No hay plata en los cuernos de unicornio?
El cuerno se convirtió en polvo en su mano, y pizcas de plata destellaron entre la pastosa ceniza blanca.
—Un poquitín, maese Waernicke —replicó Magnus—. Es algo que va con la magia, pero es tan poca que carece de valor.
Doremus se dio cuenta de que la muchacha se mantenía bien apartada de la presa. A los de su clase no les gustaba la plata bendecida. Tenía una cara y un cuerpo bonitos, pero él no podía olvidar la calavera que había visto.
Bakhus estaba inquieto y ansioso por continuar.
—Si la bestia herida llega hasta su tribu, la yegua sabrá lo qué hemos hecho y toda la tribu será alertada, cosa que podría ser peligrosa para nosotros.
Rudiger se encogió de hombros.
—Me parece muy justo. Nosotros somos peligrosos para ellos.
El conde no estaba preocupado. Tras matar a una presa siempre se mostraba distraído, y al triunfo le seguía la irritabilidad. Doremus reconoció que a él le sucedía lo mismo después de haber estado con una mujer. Por muy maravillosa que fuera la experiencia, nunca estaba a la altura de sus expectativas. Rudiger conservaba sus trofeos con respeto, pero Doremus se preguntaba si no serían sólo recordatorios de su decepción. El refugio estaba lleno de magníficos cuernos, cabezas, pieles y alas, pero lo mismo podrían haber sido un puñado de polvo, por lo que a su padre le importaban.
Lo único que contaba para el conde era el momento de matar a la presa, el instante en que tenía en sus manos el poder de la vida y la muerte. Eso lo hacía sentirse realizado.
—Has cazado una bestia, Dorrie —le soltó Otho—. Jodidamente bien hecho. Eso merece unos cuantos levantamientos de jarra de cerveza, amigo mío. A partir de ahora tendrás un sitio especial en la mesa de la Liga de Karl-Franz. Haremos unos cuantos brindis por ti antes de que acabe el trimestre.
—Bakhus —dijo Rudiger en un tono peligrosamente sereno.
El guía forestal se volvió para prestarle atención a su señor, y su amante se quedó un poco rezagada respecto a él, temblando ligeramente.
—En el futuro, haz que tu puta vampiro guarde silencio o déjala en casa. ¿Me has comprendido?
—Sí, excelencia —respondió Bakhus.
—Bueno —prosiguió el conde—, el día ha terminado. La caza ha sido buena. Regresaremos al refugio.
—Sí, excelencia.