QUINCE
QUINCE
—¿Has oído eso?
—¿Qué?
Alguien estaba cantando. Era un lamento lúgubre, sin palabras y obsesivo. Kloszowski no lo olvidaría jamás.
—Eso.
—No hagas caso —dijo él—. Sólo tendríamos más problemas.
La melodía llegaba desde lejos pero se hacía cada vez más sonora.
—Pero…
Ella besó y le apoyó la cabeza sobre la almohada.
—Escucha, Antonia, mi plan es éste. Nos quedamos aquí y pasamos la noche de manera agradable. Mañana, cuando cese la tormenta, nos levantamos temprano, robamos algo de ropa y nos marchamos sin mirar atrás.
Ella asintió para manifestar su acuerdo mientras él le deslizaba una mano entre las piernas para excitarla, y se mordió el labio inferior al tiempo que cerraba los ojos como reacción a su contacto.
La canción casi parecía ser interpretada por un coro. Kloszowski le besó un hombro e intentó olvidar el canto, pero no sirvió de nada.
Antonia se sentó.
—No podemos hacerlo.
Esto no iba a funcionar.
—Tenemos que averiguar qué pasa.
—Me parece que será una muy mala idea.
La bailarina ya estaba fuera del lecho y se ponía el camisón con el que había llegado, mientras Kloszowski se enfriaba.
Se levantó, se envolvió el cuerpo con el hábito del novicio y miró a su alrededor buscando un arma. Probablemente podría hundirle el cráneo a alguien con la palangana, pero no resultaba muy convincente.
Intentó abrir la puerta y descubrió que le habían echado el pestillo por fuera.
—Estamos encerrados —anunció, con bastante alivio. Antonia abrió el espejo.
—No, no lo estamos. Ahí hay túneles y escaleras. Las vi cuando venía a verte.
Cogió una vela y se metió en el pasadizo. De repente, se hizo la oscuridad en la celda, y oyó que los cascabeles de los tobillos de ella tintineaban levemente.
—Vamos.
Se puso las botas con torpeza y la siguió.