TRECE
TRECE
En el caso de Bernabé Scheydt y la ramera de montaña sin nombre, el acto de unión sexual había sido una cosa sencilla que el Animus fue capaz de entender. Scheydt había ofrecido, dinero a cambio de placer, y prometido no causarle dolor a la muchacha si ésta accedía a sus deseos. De hecho, Scheydt había perjurado; ni le había entregado el dinero ni se había abstenido de hacerle daño. El abuso de la muchacha, el aterrorizarla incluso después de que demostrara ser complaciente, había formado parte del deseo del sacerdote. Había sido tan importante o más que la simple gratificación física.
En el caso de Eva Savinien y Reinhardt Jessner, el acto era el mismo pero el significado era diferente. El Animus se encontró atrapado en los pensamientos de Eva mientras ella dejaba que Reinhardt entrase en su cuerpo, mientras hacía que el actor viese en ella la realización de sus deseos. Ella sintió placer, placer genuino, pero lo exageró ante él.
El Animus era un aficionado en estos asuntos, así que se dejó guiar por Eva. La unión sexual fue más gratificante para la actriz que para el sacerdote, quizá porque ella esperaba menos.
Él la había acompañado voluntariamente para darle escolta hasta su casa después de la representación. La joven tenía alquilado un sencillo desván en el distrito teatral de Altdorf, una de las tantas habitaciones idénticas de la zona. Más adelante tendría una casa, lujos, mucha ropa. Por el momento, aquél era sólo un lugar donde dormir cuando no estaba en el Vargr Breughel. Había llevado allí a otros amantes —su primer profesor de teatro y a uno de los músicos de Hubermann—, pero esas relaciones nunca habían durado más que la simple utilización del compañero. En su habitación no había ningún santuario, ni cuadros en las paredes. Aparte de la cama, el otro mueble de importancia era un escritorio donde estudiaba sus personajes, y sobre el cual había un estante abarrotado de ejemplares de las obras del repertorio del Vargr Breughel, donde podían verse subrayados y anotados los papeles que ella había representado.
Tras el acto amoroso, de naturaleza amistosa y ligeramente afectuoso, Reinhardt se sintió abrumado. El Animus estaba desconcertado, pero Eva lo entendía.
Temblando por ella, Reinhardt pensaba en su esposa e hijos. Se sentó, la ropa de cama resbaló de su pecho, y cogió la botella de vino que había sobre la mesita de noche. Eva se retrepó contra una almohada y observó cómo su amante bebía grandes tragos. La luz de la luna brillaba sobre la húmeda piel de él lo volvía tan pálido como un fantasma. Tenía cardenales a causa de los duelos librados con Detlef Sierck sobre el escenario.
La actriz se acurrucó junto a él y lo hizo echarse de nuevo, para luego acariciarle el cabello y calmar sus temblores. No podía aquietar su culpabilidad, pero podía hacer caso omiso de ella. La mente de Eva trabajaba a toda velocidad. El ardor carnal había abandonado su corazón y ahora estaba calculando. Había logrado que Reinhardt la deseara, pero ¿podría conseguir que la amara?
El Animus no entendía la diferencia.
Ella continuó pensando, meditando sobre el éxito y las consecuencias de su último movimiento. El Animus no tenía la capacidad de ser tomado por sorpresa, pero advirtió que, por un momento, Eva se había hecho con el control de la mente que compartían.
La anfitriona se atrevía a mostrarse impaciente con él, osaba suponer que el propósito de él estaba subordinado al de ella.
Eva se había ganado a Reinhardt como aliado. Según estaban las cosas, ella podría camelarlo o chantajearlo para que cooperara con su causa, ya fuese con futuros favores o amenazándolo con dejarlo al descubierto. No obstante, sería un aliado más fiable si llegara a amarla sin más, silo unían a ella lazos más fuertes que los de la lujuria o el miedo.
Halló en su interior algo que hizo aflorar lágrimas a sus ojos. Permaneció acostada y quieta, sin sobreactuar, y dejó que las lágrimas desbordaran sus ojos y corrieran por su rostro. Se tensó para dar la impresión de estar luchando contra un estallido de emoción, y aguardó a que Reinhardt se diese cuenta.
Él se incorporó y le acarició la húmeda mejilla.
—Eva —dijo—. ¿Qué pasa?
—Estaba pensando —replicó ella—. Pensaba en tu esposa.
Esas palabras fueron como dagas que se clavaran en la garganta de Reinhardt. El Animus saboreó aquella pequeña herida.
—¡Qué mujer tan afortunada debe ser! —prosiguió Eva al tiempo que fingía intentar sonreír valientemente—. A la gente le gusta Illona. Ella siempre será popular. Yo sé lo que la gente piensa de mí. No resulta fácil ser como soy, y no puedo cambiar…
—No llores —pidió él—, mi amor…
Eva ya lo tenía.
—Gené, ¿por qué tengo la impresión de que se están trazando planes ambiciosos contra mí?
La única respuesta que ella tenía era: «Tal vez porque es verdad». Pero tuvo el buen juicio de no expresarla en voz alta.
* * *
Era tarde y aún estaban en el teatro, sobre el diván del camerino de Detlef. El capitán Kleindeinst había querido hacerles preguntas acerca del asesinato cometido, por el Halcón de Guerra, pero ellos habían sido sinceramente incapaces de ayudarlo. No obstante, los ojos de hielo del miembro de la guardia —famoso por haber sido el hombre que puso al descubierto a la Bestia— habían hecho sentir incómoda a Genevieve. Al parecer, también odiaba a los vampiros.
Y su dócil vidente, una joven pelirroja llamada Rosanna Ophuls, se había sentido confundida por la maraña de emociones e impresiones residuales que plagaban el Vargr Breughel. No había soportado permanecer dentro del teatro durante más de unos minutos, y Kleindeinst le había permitido esperar fuera, en el carruaje.
—Atraparán al Halcón de Guerra, Detlef.
—¿Como atraparon a Yefimovich? ¿O al revolucionario Kloszowski?
Ambos tipos aún estaban en libertad, prófugos. El Imperio estaba plagado de asesinos y anarquistas.
—Tal vez no lo atraparán, pero eso acabará. Todo acaba.
—¿Todo?
Le dirigió una mirada penetrante que le recordó a Genevieve la mirada similar que le echó Illona Horvathy cuando ella dijo que todo el mundo envejecía.
—Yo tengo treinta y seis años, Gené, y todo el mundo me echa diez o quince años más. Tú tienes, ¿cuánto…?
—Seiscientos sesenta y ocho años.
Él sonrió y le acarició la cara con una temblorosa mano de oso.
—La gente cree que eres mi hija.
Se puso de pie y avanzó hasta el espejo. Detlef comenzaba a asustarla. Tenía los hombros caídos, y cuando se paseaba por la habitación lo hacía con el característico paso de Chaida. Ahora siempre tenía aquel aire sombrío. Examinó su rostro en el espejo mientras adoptaba expresiones teatrales y enseñaba los dientes como un animal.
Ella se hallaba en su estado de mayor lucidez, y percibía nítidamente la oscuridad del interior de él. Era una oscuridad fría y cortante. Se preguntó si lo que había desconcertado a Rosanna era el teatro en sí o Detlef.
A pesar de que no existía ninguna posibilidad de que lo identificara, Detlef había insistido en que Kleindeinst le permitiera ver el cadáver de la última víctima del Halcón de Guerra. Genevieve había permanecido a su lado mientras apartaban el hule del rostro desollado y carente de ojos. Del cuerpo emanó un repulsivo hedor a sangre muerta, inútil para Genevieve, y Detlef se mostró fascinado, emocionado, atraído por el horror. La vidente de Kleindeinst sin duda había percibido este malsano interés y sentido repugnancia. Genevieve sentía compasión por ella.
—Detlef —preguntó—. ¿Qué sucede?
Él alzó las manos hacia el techo, un gesto típicamente teatral que hacía que la gente del fondo del patio de butacas era saber lo que estaba pensando.
Pero alguien íntimo, alguien tan íntimo como Genevieve se daba cuenta de la impostura. Se le estaba cayendo la máscara y ella atisbaba algo tras la misma. Algo que le recordaba terriblemente al señor Chaida.
—A veces —replicó él, que luchaba con algo de su interior—. Pienso en Drachenfels…
Ella le rodeó una mano con sus delgados pero fuertes dedos. También ella recordaba el castillo de las Montañas Grises. Había estado en él antes que Detlef.
En realidad, había sufrido más dentro de sus murallas, y perdido más que él.
—Tal vez habría sido mejor que nos matara —dijo Detlef—. Entonces seríamos nosotros los fantasmas. No tendríamos que seguir adelante.
Ella lo abrazó y se preguntó cuándo había dejado de entender lo que pasaba dentro de Detlef.
De pronto, él se mostró entusiasta.
—Creo que he encontrado un tema para mi próxima obra. Será algo con lo que Eva podrá hacer prodigios de actuación.
—¿Una comedia? —sugirió ella—. ¿Algo ligero?
Él hizo caso omiso del comentario.
—Nunca se ha escrito una buena obra acerca de la zarina Kattarin.
El nombre hizo que a Genevieve le corriera un escalofrío por la espalda.
—¿Qué te parece? —preguntó Detlef, sonriente—. ¿Eva en el papel de emperatriz vampiro? Tú podrías ser la asesora técnica.
Genevieve asintió sin comprometerse.
—Sería una buena historia de horror, después de Zhiekhill y Chaida. Tengo entendido que Kattarin era un auténtico demonio.
—Yo la conocí.
Detlef se sorprendió, pero luego dejó a un lado la sorpresa.
—Por supuesto, tienes que haberla conocido. Nunca se me ocurrió relacionarte con ella.
Genevieve recordaba a la zarina. La relación con ella constituía una parte de su vida en la que prefería no pensar demasiado a menudo. Había demasiada sangre en esos años, demasiado dolor, demasiadas traiciones.
—En un sentido, fuimos hermanas. Tuvimos el mismo padre en la oscuridad. Ambas fuimos vástagos de Chandagnac.
Genevieve sabía qué estaba pensando Detlef.
—¿Un monstruo? Sí, hasta donde puede serlo alguien.
Él asintió con la cabeza, satisfecho, mientras Genevieve pensaba en los ríos de sangre que había hecho correr Kattarin, cuya larga vida había tenido más que su debido complemento de horrores, los cuales no se sentía inclinada a revivir. No para complacer a un público ávido de sensaciones y atrocidades.
—Ya existen suficientes pesadillas, Detlef.
Él recostó la cabeza en el hombro de Genevieve, y ella pudo verle las marcas, raspadas una y otra vez, que le había dejado en el cuello. Deseaba saborearlo, y sin embargo tenía miedo de lo que pudiese haber en su sangre, lo que podría contagiársele a ella…
¿Qué parte de la oscuridad había adquirido Detlef de ella? En la obra sobre Kattarin, ¿tendría acaso la intención de asumir el papel de Vladislav Dvorjetski, el amante poeta de la emperatriz? Eva sería la actriz perfecta para encarnar a la monstruosa soberana.
Tal vez estaba condenando a Detlef con demasiada ligereza. Cabía la posibilidad de que el alma de ella fuese tan oscura como las obsesiones de él. Las obras del dramaturgo habían abundado en lo macabro y monstruoso sólo desde que estaba con ella. Beber la sangre de un hombre significaba que a veces uno absorbía de él algo más que sangre. Tal vez Genevieve era mucho más hermana de Kattarin de lo que le gustaba creer.
—Nunca hay suficientes pesadillas, Gené —murmuró él.
Besó el cuello de Detlef, aunque no hirió la piel. Estaba exhausto, pero no dormía. Permanecieron largo tiempo abrazados, sin moverse ni hablar, y otro día amaneció con lentitud.