CINCO
CINCO
La ramera de montaña roncaba, con los hinchados ojos cerrados, mientras Scheydt masticaba la carne dura cuyos bocados bajaba con vino amargo. Había regresado a su habitación y le había hecho saber sus deseos al posadero con un lenguaje más franco del que aquel bobalicón estaba habituado a oír en boca de un clérigo de la Ley. El Animus descansaba dentro de su cabeza, y Scheydt satisfacía los deseos que se le habían revelado. La máscara era ya parte de él, y podía abrir la boca de la misma para comer, hablar, beber…
Mientras se rascaba, se detuvo ante el altar que había erigido en un rincón del dormitorio cuando llegó a la posada. Estaba perfectamente dispuesto, equilibrado y simétrico, símbolo del poder del orden sobre el Caos. Una construcción de barras de metal y paneles de madera en torno a un reloj de sol central, donde estaban grabadas las frases de la Ley, decorada con hojas de plantas. Se alzó el hábito y vació la vejiga sobre el altar, desplazando las hojas con un potente chorro de orines.
El ruido despertó a la ramera que rodó para alejarse de él, apretó la cabeza contra la pared y se puso a sollozar. Tras años de continencia, Scheydt no había sido un amante delicado.
Se oyeron unos golpes en la puerta.
—¿Qué pasa? —gruñó Scheydt.
La puerta se abrió y un acólito se aventuró a entrar. Todos debían estar parloteando acerca de él.
—¿Hermano Nachbar?
El acólito lo miró con ojos desorbitados, pasmado ante lo que veía. Hizo el signo de la Ley y Scheydt se volvió mientras su orina dibujaba un cuarto de círculo sobre los tablones del suelo.
Scheydt dejó caer el borde del hábito. Nachbar no podía hablar.
El Animus le dijo a Scheydt que no debería soportar por mucho más tiempo a los estúpidos como ése.
—Consígueme un caballo —ordenó—. Me marcho de este agujero apestoso.
Nachbar asintió y retrocedió. Aquel idiota tenía el seso tan sorbido por la Ley, que cumpliría las órdenes de Scheydt aunque el clérigo le dijera que se comiese sus propios excrementos o se clavara una espada en la descarnada barriga. Tal vez le ordenaría eso al hermano como gesto de despedida, y ataría así un cabo suelto. No, ya había demasiado orden en el mundo. Que aquel cabo quedara suelto para que alguien tropezara con él.
Scheydt se enjuagó el repugnante sabor de la boca con el resto del vino y arrojó la botella por la ventana, haciendo caso omiso del estruendo con que se rompió allá abajo. Esperaba que pasara por allí alguien con los pies descalzos.
Desde que Scheydt y el Animus habían llegado a un acuerdo dentro del cuerpo que compartían, la criatura de Drachenfels podía permitirse dormitar un poco. Ya no era tanto una cuestión de dominar, como de permitir que el anfitrión hiciera lo que siempre había querido hacer. El anfitrión no era un esclavo. Por el contrario, el Animus lo había liberado de sí mismo, de las convenciones que reprimían sus deseos. Si se tenía en cuenta la severidad de la vida de Scheydt, el Animus estaba haciéndole un favor.
Nachbar necesitaría un rato para organizar la adquisición del caballo. Scheydt carraspeó y escupió sobre el arruinado altar. Volvió a meterse en la cama, hizo girar con brusquedad a la ramera y la despertó de un golpe. Le arrancó el andrajoso vestido y la forzó mientras gruñía como un cerdo.
* * *
Las lunas estaban altas en el cielo y Genevieve estaba levantada. Había despertado con plena conciencia de su fuerza. Tras haberse alimentado bien, no sentiría la sed roja durante varios días.
La calle del Templo estaba concurrida, pues la multitud avanzaba apresuradamente hacia el Vargr Breughel para llegar a la representación de la noche. Le resultó divertido ver las críticas esperadas luciendo en los paneles que había en lo alto de la puerta.
Un vendedor de prensa intercambiaba periódicos por monedas, y gritaba algo acerca de otro asesinato del Halcón de Guerra. Era obvio que las atrocidades se vendían bien. Todos los habitantes de la ciudad pasaban la mitad del tiempo mirando al cielo, esperando ver que un ave enorme se lanzaba en picado sobre ellos, procedente de la oscuridad, con las garras por delante.
La noche prometía. Los primeros jirones de niebla se enroscaban en torno a sus tobillos. En la cuneta, una anciana se inclinaba para recoger excrementos de perro con las manos desnudas, los cuales echaba luego dentro de un saco. Era una recolectora de estiércol, y le vendería la cosecha de excrementos a algún curtidor que la usaría para curar pieles. La mujer retrocedió de manera instintiva ante Genevieve. Era evidente que odiaba a los vampiros, naturalmente. Algunas personas no tenían reparos en recoger mierda, pero no podían soportar la presencia de un no muerto.
Poppa Fritz reconoció a Genevieve y, con una reverencia, la dejó entrar en el Vargr Breughel por la entrada de artistas.
—El Demonio de la Trampilla anda suelto esa noche, señorita Dieudonné.
Ella había escuchado durante años los escalofriantes relatos del anciano. Dado que le tenía cariño, se había encariñado también con su fantasma.
—¿El drama le gusta a nuestro espectro? —preguntó, y Poppa Fritz profirió una risa cacareante.
—Ya lo creo. No cabe duda de que La extraña historia del doctor Zhiekhill y el señor Chaida es de su agrado. Como cualquier cosa en la que haya sangre.
Ella le enseñó los dientes con expresión amistosa.
—Con perdón de usted, señorita.
—No pasa nada.
Dentro, todos estaban atareados. Esa noche vería la obra entre bambalinas y, más tarde, Detlef la interrogaría en detaIle y le pediría su sincera opinión. En un espacio abierto, Reinhardt Jessner practicaba sus movimientos de esgrima, con el pecho desnudo y sudoroso, mientras sus músculos se deslizaban grácilmente bajo la piel. Le hizo un saludo con el florete y continuó luchando con su propia sombra.
El olor del teatro le inundó las fosas nasales. Madera, humo, incienso, pintura y gente.
Una cuerda se agitó a su lado y Detlef descendió desde el gallinero, respirando con un poco de dificultad. Tal vez estuviera hinchándosele el vientre, pero sus músculos continuaban siendo firmes. Se dejó caer sobre el escenario y la abrazó.
—Gené, querida, justo a tiempo…
Tenía docenas de cosas que preguntarle, pero Guglielmo lo llamó para hablarle de algún aburrido asunto económico.
—Te veré luego, antes de la actuación —dijo mientras se alejaba apresuradamente—. No te metas en líos.
Genevieve vagabundeó por el teatro, intentando no entrometerse. Maese Stempel estaba mezclando sangre falsa en un caldero y cocinando los ingredientes sobre una llama suave como si fuera el doctor Zhiekhill preparando su poción. Metió un palito en la olla y lo acercó a la luz.
—Es demasiado escarlata, ¿no te parece? —preguntó al tiempo que se volvía a mirarla.
Ella se encogió de hombros. No olía como la sangre ni tenía el brillo que despertaba su sed, pero pasaría por sangre a los ojos de quienes no fuesen vampiros.
Se encaminó hacia los camerinos de señoras, pasó junto a un montón de flores que se apilaban fuera de la pequeña habitación de Eva Savinien, y entró en el camerino más grande del corredor. Illona estaba pintándose la cara con meticulosidad y se miraba en el espejo. Genevieve no se reflejaba en él, pero la actriz percibió su presencia y se volvió al tiempo que intentaba sonreír sin estropearse la pintura aún fresca.
Illona era otra veterana de Drachenfels, y no necesitaban hablar para comunicarse.
—¿Has visto las críticas? —preguntó la actriz.
Genevieve asintió con la cabeza. Sabía qué debía de inquietar a su amiga.
—¿Brilla una nueva estrella? —citó Illona.
—Eva estuvo bien.
—Sí, muy bien.
—Y tú también.
—Hmm, tal vez. Pero tengo que mejorar.
La actriz estaba maquillándose con polvos las finas líneas que tenía en torno a la boca y los ojos, suavizándolas hasta convertirlas en una máscara de harina y tinte. Illona Horvathy era una mujer hermosa, pero tenía treinta y cuatro años, y Eva contaba veintidós.
—La próxima vez, será ella quien ocupe este camerino, ¿sabes? —dijo Illona—. Irradia fuerza. Incluso desde el escenario, incluso durante los ensayos, puedes verlo.
—Tiene un buen papel.
—Sí, y eso está siendo la causa de su éxito, pero ella tiene que darle vida, tiene que estar allí.
Illona comenzó a peinarse los cabellos en los que ya aparecían las primeras hebras grises.
—¿Recuerdas a Lilli Nissen? —preguntó—. ¿La gran estrella?
—¿Cómo podría olvidarla? Iba a hacer mi papel y yo acabé haciendo el suyo. Mi único momento bajo los focos.
—Sí. Hace cinco años yo miraba a Lilli y pensaba que era una estúpida por aferrarse a un pasado al que debería renunciar, insistiendo en continuar encarnando personajes que eran diez o veinte años más jóvenes que ella. Incluso llegué a decir que debería alegrarse de hacer papeles de madre. Hay, buenos papeles para madres.
—Tienes razón.
—Sí, lo sé. Por eso me resulta tan doloroso.
—Es algo que pasa, Illona. Todo el mundo envejece.
—No todo el mundo, Gené. Tú no.
—Yo envejezco. Por dentro, que es lo que cuenta, soy muy vieja.
—El interior no es lo que cuenta en el teatro. Está todo aquí fuera —hizo un gesto ante su rostro—. Todo fuera.
No había nada que Genevieve pudiese decir para ayudar de verdad a Illona.
—Buena suerte esta noche —dijo con voz débil.
—Gracias, Gené.
La actriz volvió a mirarse al espejo y Genevieve se aparto de la vacía superficie de cristal donde no se reflejaba su imagen. Tenía la sensación de que en el espejo había ojos en el sitio en que podrían haber estado los suyos, y que la observaban con curiosidad.
El Demonio de la Trampilla se deslizó a lo largo del pasadizo que corría por detrás de los camerinos de señoras, y miró a través de los espejos que eran transparentes desde su lado, como si fuera el cliente de un acuario que examinara los peces. La mujer vampiro, Genevieve, estaba con Illona Horvathy, y hablaban de Eva Savinien. Todos hablarían de Eva durante aquel día, aquella velada y durante mucho tiempo…
En el camerino contiguo, las muchachas del coro estaban poniéndose los trajes. Hilde se afeitaba las largas piernas con una navaja y un jabón basto, y Wilhelmina se rellenaba los pechos con pañuelos. Él conservaba la suficiente hombría para entretenerse en observar a las frágiles jóvenes y sentir excitación y culpabilidad.
Le gustaba considerarse un espíritu guardián, no un vulgar mirón.
Se apartó de allí y continuó hasta el camerino siguiente. El pasadizo era estrecho y al avanzar se raspaba la espalda contra la pared cuya presión sentía sobre la tosca piel.
Al otro lado del cristal, Eva Savinien ya estaba vestida para salir a escena. Se hallaba sentada ante el espejo, con las manos sobre el regazo, mirando su propio reflejo con expresión vacía. Cuando estaba a solas era como un maniquí de tienda de señoras en espera de que los dedos del escaparatista le confirieran vida, toda la vida que tendría.
El Demonio de la Trampilla contempló el perfecto semblante de Eva, sin dejar de reparar en su propia sombra sobre el cristal. Se alegraba de que el espejo no fuera azogado por la cara desde la que miraba él, que no le devolviera el reflejo de su monstruosidad.
—Eva —susurró.
La joven miró entorno a sí y le sonrió al espejo.
La primera vez, durante la representación de Una farsa en la niebla, la actriz había dudado de lo que oía.
—Eva —había repetido él.
Entonces ella se había calmado, segura de que allí había una voz.
—¿Quién está ahí?
—Sólo…, sólo un espíritu, niña.
Al instante, la actriz se había mostrado suspicaz.
—Reinhardt, ¿eres tú? ¿Maestro Sierck?
—Soy el espíritu del teatro. Serás una gran estrella, Eva. Si tienes el ánimo necesario, si te aplicas…
Eva había mirado hacia abajo y se había envuelto en el ropón al sentir un escalofrío.
—Escucha —dijo él—. Yo puedo ayudarte…
Hacía meses que acudía al espejo del camerino de ella para darle consejos, hacerle comentarios sobre cada pequeña insignificancia de su actuación, alentándola a perfeccionar sus dotes.
Ahora la ayudaba tanto como podía, pero dentro de poco el futuro de la joven sería responsabilidad de ella misma.
—En el cuarto acto —dijo—, cuando caes, te alejas del público. Debes llevártelo contigo al morir.
Eva asintió, con toda su atención concentrada en lo que oía.