VEINTISÉIS
VEINTISÉIS
Antonia estaba perdida. Ya no sabía ni le importaba quién era cada uno.
Zschokke se retorcía como un pez ensartado en un anzuelo, y el gigante permanecía quieto como una estatua. Los bandidos, protegidos por sus armaduras se apiñaban en torno al gigante y le asestaban inútiles golpes con mazas y espadas.
Una de las ventanas estalló hacia dentro y una nube de esquirlas de vidrio se esparció por el salón impulsada por el viento y la lluvia. Aquello era más espectacular que el final de Maldito de Khorne, o Muerte de un demonio, de Jacques Ville de Travailleur.
La mesa se volcó y dejó a la vista al padre Ambrosio, que tenía los hábitos desordenados y estaba enredado con dos de las doncellas del servicio y un cerdito que chillaba.
Parecía sufrir algún tipo de ataque, sin duda provocado por un exceso de excitación. Intentaba quitarse algo que le rodeaba la garganta, y Antonia creyó ver la roja marca de unos dedos invisibles sobre la blanca flacidez de su cuello.
Se aferró a un brazo de Kloszowski y lo retuvo cerca de sí.
Genevieve, la única otra persona de Udolpho que parecía estar despierta, con el mentón ensangrentado, cogió a Kloszowski por el otro brazo.
—Tenemos que salir de aquí —dijo la mujer vampiro.
—Sí —asintió Antonia.
—Ahora.
—Sí.
Kloszowski no se resistió.
Con lentitud, el gigante lanzo su pica como si fuera una jabalina que, con Zschokke aún ensartado, recorrió la galería a lo largo y se clavó en el muro, a unos diez metros del suelo. El asta de la pica se inclinó hacia abajo, pero el sirviente bandido estaba bien clavado y la sangre le corría en regueros por la espalda.
Antonia se preguntó cómo estaría D’Amato. Dejó a Kloszowski con Genevieve y se inclinó sobre su antiguo protector.
Las puertas dobles se abrieron con brusquedad, y Pintaldi irrumpió en el gran salón con una antorcha encendida en cada mano.
—¡Fuego! —gritó—, ¡fuego!
—Ysidro —dijo la bailarina—. Ysidro, despierta.
—Es todo mío, ¿me oyes? ¡Yo soy Montoni! ¡Montoni!
—¿Ysidro?
La apartó de un empujón y ella chocó contra Flaminea.
—Ramera —dijo la mujer al tiempo que intentaba arañarla.
Ahora, el gigante se movía con rapidez mientras retorcía uno a uno el cuello de los bandidos y los arrojaba a una pila. Christabel tocaba el clavicordio sumida en un trance de éxtasis, mientras la cola de su vestido flotaba al viento.
—Vamos, muchacha —dijo Genevieve, que remolcaba a un Kloszowski de ojos inexpresivos.
Antonia se dejó conducir fuera del salón.
—Mío, mío…
—¡Fuego, fuego!